Rafael Ángel Jorge Julián Barret y Álvarez de Toledo ―conocido como Rafael Barret― nació en Torrelavega el 7 de enero de 1876. Su padre, George Barret era natural de Coventry, condado de Warwickshire, Inglaterra. Su madre, María del Carmen Álvarez de Toledo y Toraño, era oriunda de Villafranca del Bierzo, en León. Como queda de manifiesto en su partida de nacimiento, «eran residentes accidentalmente en esta villa [se refiere a Torrelavega]». Después de su breve estancia en la ciudad y, tras residir en Vizcaya y en Guipúzcoa, la familia se muda definitivamente a Madrid, ciudad en la que fallece su padre en 1896 (su madre, sin embargo, muere en Bilbao, en 1901). En 1902, ya en la capital, Barret estudia ingeniería en la Escuela de Caminos ―de esta etapa provienen sus vastos conocimientos de matemáticas― y lleva una vida disipada, de dandy gracias a las rentas, no muy copiosas, sin embargo, de su herencia.  Se relaciona con los círculos culturales más avanzados, participa en tertulias literarias y políticas donde conoce a Valle-Inclán, a Manuel Bueno y a Ramiro de Maeztu, entre otros escritores de la época. Un desgraciado incidente cambiaría el curso de su vida. El abogado José María Azopardo tildó a Barret de homosexual, un delito en aquella época. Barret exigió que se repara su honor y, a tal efecto, se celebró un Tribunal de Honor presidido por el duque de Arión, que desairó al injuriado privándole de batirse en duelo, negándole, por tanto, la posibilidad de resarcir su honor. Barret acudió entonces a un doctor para que certificara su virginidad anal. «El jueves veinticuatro de abril de 1902, mientras se celebraba una función teatral en el Circo Parish, situado en la madrileña Plaza del Rey, irrumpió Barret en un palco con un certificado médico que probaba su inocencia y agredió al duque con una fusta, causándole heridas». Después de este lamentable incidente se traslada a Francia. Vive en París y se gana la vida ―precariamente―escribiendo artículos para varios periódicos. Unos años después, ya sin restos del patrimonio económico heredado y considerado socialmente como un paria, se embarca en Cherburgo rumbo a América del Sur, haciendo escala en Vigo, Lisboa, Santa Cruz de Tenerife, Praia, Recife, Bahía, Río de Janeiro, Santos y Montevideo, a donde llegó el 2 de noviembre de 1903, antes de desembarcar en Buenos Aires. No tardará mucho en reiniciar su labor como periodista. Empieza a colaborar en el diario El Correo Español ese mismo año y en el diario El Tiempo en abril de 1904. Compagina esta actividad con la divulgación matemática. En octubre se traslada a Villeta (Paraguay) ―«el único país mío donde me volví bueno», escribe en una carta a su mujer en 1908― y asiste como corresponsal al levantamiento revolucionario contra el gobierno del general Benigno Ferreira. Barret no se conforma con ser un mero espectador, se implica hasta el punto de participar en la contienda armada: «Tomé un fusil; estábamos en guerra, esperando el ataque de un instante a otro. No me arrepiento ciertamente de haber simpatizado con la causa liberal, pero me felicito aún más de no haberme visto obligado a disparar un tiro», confiesa en una carta. Cuando la revolución triunfó, su implicación le fue recompensada con unos cargos menores: auxiliar en la Oficina General de Estadística primero y jefe de Sección después, sin embargo, estos nombramientos no tardarían mucho en ser revocados. Mientras, compagina su trabajo como funcionario con la escritura de artículos y, además, consume su tiempo cortejando a algunas muchachas de la ciudad, a las que escribía apasionadas cartas y poemas de corte romántico. Su noviazgo con Francisca Solana López Maíz, trece años menor que él, hija del abogado español Eugenio López y Cativiela y de la paraguaya Celedonia Maíz, acabó en boda en abril de 1906, de resultas de la cual nació Alejandro Rafael Barret López, el veinticuatro de febrero de 1907. Su vida entra entonces en un periodo de calma y de prodigalidad literaria que, desgraciadamente, no duraría mucho. La grave situación social que atravesaba el país y las violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo por el ejército con la connivencia del gobierno, reclutando a la fuerza, por ejemplo, a ciudadanos indigentes, le obligan a denunciar esas tropelías en sus artículos y a acercarse ideológicamente al anarquismo: «el anarquismo, tal como yo lo entiendo, se reduce al libre examen político», escribe. Comienza así a tomar conciencia de la marginación que sufrían los indios y las clases más desfavorecidas y no duda en ponerse de su parte: «Es un pueblo de resignados y dóciles, sumido en la tristeza y el silencio. Bajo ese silencio no hay odio, maldad ni traición […] El pueblo merece nuestra piedad y nuestros mejores sacrificios porque sus dolores son muy grandes, y no se deben a lo inclemente de la naturaleza, sino a la maldad de los hombres», escribió. Las cosas no cambiaron mucho con un nuevo y violento pronunciamiento militar que comanda coronel Albino Jara. Por esa época, Barret, en concreto el dos de agosto de 1908, funda el semanario Germinal, un inequívoco homenaje a Zola que solo alcanzaría once números, clausurado por el gobierno en octubre por la publicación del artículo «Bajo el terror», artículo que supuso también su deportación a Brasil. Su estancia aquí es fugaz. A los pocos días se traslada a Montevideo, la capital de Uruguay. Será en esta ciudad donde los primeros síntomas de tuberculosis se hacen evidentes. Aunque recurre a todas sus amistades, no encuentra trabajo en periódico alguno. Publica esporádicamente algún artículo hasta que, finalmente, gracias a la intervención de su amigo Milchelson, encuentra acomodo en el diario La Razón. Sus artículos le proporcionan pronto una fama inusitada, lo que le garantiza una remuneración fija. Establece entonces una profunda amistad con el teósofo José Eulogio Peyrot, de carácter y espíritu muy similares a los suyos. El éxito, sin embargo, no aplaca el creciente desarrollo de su enfermedad. A finales de diciembre sufrió una crisis con vómitos de sangre. El 3 de enero de 1909 fue internado en un hospital y, pocos días después, en la Casa de Aislamiento, donde le diagnosticaron tuberculosis pulmonar. Pese a todo, no faltaba a la cita con sus lectores, que devoraban sus artículos. La enfermedad parecía remitir y después de cuarenta y nueve días internado, fue dado de alta y se le recomendó que fuera al sur de Paraguay, con un clima más favorable para su dolencia incurable. La familia se une de nuevo en ese lugar apartado. Él continúa enviando artículos para La Razón. Muchos de ellos, junto con otros procedentes de otros rotativos, fueron recopilados en el libro Moralidades actuales (1907-1909), que obtuvo críticas muy favorables y una buena acogida por parte de los lectores. Tiempo después, regresa con su mujer y con su hijo a Asunción y se reencuentra con lo que él llama la «civilización»: «Voy a vivir en San Bernardino, precioso balneario próximo a la capital, con todos los recursos de una civilización que me ha faltado por completo desde hace cerca de un año, en aquel imposible desierto del Paraná. Mi salud sigue muy delicada», escribe en carta a su amigo Peyrot. En la capital comienza a colaborar en el diario El Nacional. En esta cabecera publica una serie de artículos bajo el título común de «Marginalia». Los nuevos descubrimientos en Francia sobre la curación de la enfermedad le hicieron concebir esperanzas. Un grupo de amigos consiguió financiar su viaje a Europa: «Gracias a La Razón de Montevideo, que me nombra corresponsal en Europa, puedo irme a París, lo que pienso hacer a primeros de septiembre, para intentar un tratamiento contra mi enfermedad». El día dieciséis de septiembre desembarcó en Barcelona y el 24 de dicho mes llegó por tren a París. Allí fue a visitar al especialista Dr. René Quintón, quien le aconsejó trasladarse al suroeste del país, a Arcachón concretamente, a donde llegó el doce de octubre. No cesa de escribir artículos para La Razón y El Diario, pero la enfermedad sigue su camino y le lleva a la tumba el día diecisiete de diciembre de 1910. Contaba tan solo con treinta y cuatro años.

Este es un resumen, muy sucinto, de su corta vida, pero apenas hemos rozado siquiera su pensamiento, sus profundas convicciones solidarias, humanas, en la senda de Cristo, Tolstoi, Gandhi y otros personajes de similar envergadura moral. Eso es lo que intentaremos desglosar ahora. Lo primero que nos llama la atención es el profundo desconocimiento que hay sobre su obra, a pesar de que autores de la talla de Borges lo citen como un gran escritor de «espíritu libre y audaz» o Augusto Roa Bastos confiese su influencia: «Barret nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy». Es muy probable que su accidentada salida de España y el escaso vínculo que mantuvo desde entonces con las élites literarias de nuestro país tengan parte de responsabilidad en tal silencio. En las memorias de Pío Baroja, por ejemplo, no sale bien parado: «Barret fue para mí como una sombra que pasa. Barret debía ser un hombre desequilibrado, con anhelos de claridad y de justicia. Tipos así dejan por donde pasan un rastro de enemistad y de cólera». Para ser pragmáticos, podemos dividir su corta vida en dos etapas, la primera se dilatará durante veintisiete años, desde su nacimiento hasta que se embarca rumbo a Sudamérica, en 1903. Durante esta época sus intereses intelectuales se centran en aspectos literarios y mundanos. Su limitada economía le permite, sin embargo, representar un papel de hombre cosmopolita y culto ―lo que sin duda era. Hablaba cuatro idiomas, tocaba el piano y sus conocimientos científicos eran sólidos―, pero no obtuvo, como hemos visto, el reconocimiento que, sin duda, merecía. En Paraguay su vida da un giro de ciento ochenta grados. Se desprende de su imagen bohemia y se implica directamente en los problemas sociales de los más desfavorecidos. «Este hombre ―escribe Santiago Alba Rico― que con tanto ardor había defendido en Madrid su honor agraviado, deja de ocuparse de sí mismo apenas pone el pie en las vastas y apacibles (y terribles) tierras del país americano». Es entonces cuando toma conciencia de la precaria situación de las gentes del pueblo llano y se involucra en la revolución de 1904. A partir de ese momento, sus artículos se convierten en proclamas que arrastran a las masas en pro de justicia y solidaridad. Denuncia la miseria y las pésimas condiciones de vida que sufren los campesinos y los obreros con encendida pasión. Ideológicamente se decanta cada día más por un anarquismo en el que no exista el dinero, se suprima el ejército y la propiedad privada y se renuncie a toda exigencia de ley y autoridad. Todo esto podríamos considerarlo como un ejercicio extremo de veleidad utópica si no fuera porque él trato personalmente de llevarlo a la práctica, lo que le ocasionó la ruina económica y acrecentó su delicado estado de salud. No es, por tanto, un mero predicador de los que tanto han abundado a lo largo de los siglos, porque, como un Jesucristo contemporáneo, su conducta se mantuvo fiel a sus ideas. Lo que escribió sobre Tolstoi, otro de sus referentes más directos, con motivo de su fallecimiento, unos meses antes de que el propio Barret dejara este mundo, puede servirnos para definirle a él: «En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí un sistema contrario a toda sociedad».

Debo un primer acercamiento a la figura y la obra de Stephen Crane al libro de Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, publicado en español en 2021, en traducción a cargo de Benito Gómez Ibáñez. Hasta ese momento, el único Crane que yo conocía era Hart, poeta estadounidense fallecido en extrañas circunstancias ―según todos los indicios, se trató de un suicidio― en el golfo de México el 27 de abril de 1923 después de caer por la borda desde la cubierta del barco en el que viajaba. Auster, en casi mil páginas, recorre minuciosamente la corta vida de Stephen, al parecer, uno de los autores más influyentes de la literatura estadounidense. Nació el 1 de noviembre de 1871 en New Jersey y falleció en Alemania el 5 de junio de 1900 víctima de la tuberculosis. Es, por tanto, un estricto contemporáneo de Barret. En el exhaustivo análisis que lleva a cabo Auster, además, no es difícil encontrar similitudes entre dos vidas, la de Barret y la Crane, que contravinieron las normas más tradicionales y conservadoras tanto en sus obras como en su propia existencia. Fue, escribe Auster, «el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita», a pesar de que escribió su obra ―una novela, La roja insignia del valor, dos novelas cortas, Maggie: una chica de la calle y El monstruo, varias colecciones de relatos, dos libros de poemas, Los jinetes negros y La guerra es buena y más de doscientos artículos― en tan solo ocho años y medio. ¿Cómo era la sociedad norteamericana de la época? Al parecer, no muy diferente en la jerarquía social de la que Barret observó en el Cono Sur americano. Gozaban, sí, de un mayor desarrollo económico, tecnológico y cultural ―los Estados Unidos, según Auster, vivieron «un largo periodo de crecimiento, turbulencias y fracaso moral en el que, de país atrasado y aislado se transformó en potencia mundial, pero sus dirigentes eran en general ineptos, corruptos o ambas cosas»―, pero en lo referente a las condiciones laborales, por ejemplo, no se diferencian mucho de la que denunció con tanta virulencia el escritor español. Los ricos acumulaban grandes riquezas sin escrúpulo alguno y los pobres, la escala más baja de la sociedad compuesta por inmigrantes europeos, asiáticos, negros y nativos, sufrían jornadas laborales extenuantes gratificadas con unos pocos centavos. Carecían de derechos laborales y de agrupaciones o sindicatos que velaran por sus intereses, de tal forma que, «los exterminaba un sistema concebido para que el dueño del negocio extrajera el máximo beneficio a expensas de la salud de sus empleados con objeto de adquirir poder y seguridad», por lo que no resulta extraño que surgieran corrientes como el marxismo o el anarquismo como forma de lucha contra tales injusticias.

Gracias a que su hermano poseía una agencia de noticias Crane comenzó pronto a hacer sus primeros pinitos literarios. Escribía con fruición, y ya sabemos que el ejercicio de la propia escritura es la mejor escuela para un aprendiz. Apenas cursó estudios universitarios, sin embargo, pese al poco tiempo que pasó en la universidad, en este periodo consiguió dar el paso crucial de la adolescencia a la madurez. En lugar de asistir a clase, frecuenta los barrios bajos de la ciudad, Syracuse, palpa la sordidez del ambiente y comienza a escribir sobre sus nuevas experiencias, ya no en forma de artículo, sino como ficción. Resulta del todo probable que lo que vivió en aquella época le sirviera para concebir el argumento de su primera novela, Maggie: una chica de la calle, completado con lo experimentado en Nueva York, aunque debemos evitar la tentación de leer esta novela desde una perspectiva meramente autobiográfica. Por supuesto, la vida del autor le ha proporcionado un valioso material, pero este queda ficcionalizado en la narración, una narración que encontró serias dificultades para ser publicada. Tras el rechazo editorial, Crane se vio obligado a publicarla por su cuenta. Recurrimos de nuevo a la minuciosa biografía escrita por Auster: «Unos dos tercios de las mejores obras de Crane se escribieron en aquellos cinco años y medio (de mediados de 1891 a finales de 1896). Tenía numerosos amigos y conocidos, se enamoró al menos tres veces, iba a restaurantes y al teatro siempre que se lo podía permitir, viajó hasta Hartwood e hizo muchas otras cosas aparte de escribir». En este aspecto, sin embargo, son notorias las diferencias con Barret. Crane a los 25 años era todo un personaje, como Barret, pero gozaba ya de una fama literaria que le había hecho ser popular en todo el país, algo impensable en el Barret de la misma edad, solo un diletante por entonces.

Su siguiente obra, La roja insinia del valor, nació, según Auster, «de la desesperación. Crane estaba en la ruina, y las perspectivas de dejar de estarlo parecían ir disminuyendo. Escribía continuamente, pero hasta el momento poco fruto de su esfuerzo podía mostrar… Aparte de Maggie, que había agotado todos sus recursos económicos, solo lograr colocar tres breves esbozos en la revista humorística Truth a todo lo largo de los doce meses de 1893». La novela está ambientada en la guerra civil norteamericana y fue considerada desde el principio como una obra magistral. Crane, a pesar de no haber combatido nunca, consigue, gracias a sus dotes literarias e imaginativas, realizar una magnífica penetración psicológica en la mente de su protagonista, un joven soldado.  Si pensamos en Barret, comprobamos que este, al principio, sufre una situación similar con respecto a la publicación de sus libros, no así de sus artículos, que publicó en las mejores cabeceras de Argentina, Paraguay y Uruguay y que le granjearon fama literaria entre sus contemporáneos y aprecio entre quienes defendía en sus textos. Las duras condiciones vitales a las que la pobreza sometió a Crane, junto con su dependencia del alcohol y el tabaco, comenzaron a pasarle factura. Contrajo una neumonía que le tuvo en cama durante más de una semana y su salud se resquebrajó de forma inevitable. No concebía escribir sobre algo que no hubiera experimentado de forma directa y eso le condujo a exponerse a las pésimas condiciones que sufrían los más desheredados. «¿Cómo iba a sentir lo que sufren los pobres diablos si yo iba bien abrigado?», escribe a un amigo que le recrimina por lo inapropiado de su vestimenta. Otro tanto ocurre cuando le encargan realizar unos reportajes sobre las condiciones de trabajo en las minas de carbón: «Uno no puede bajar a la mina sin preguntarse por qué los barones del carbón ganan tanto y estos mineros, devorados día tras día por las lúgubres fauces negras de la tierra, reciben, en proporción, tan poco». Pese a su identificación con los oprimidos, en sus escritos ―sobre todo en los más juveniles― a veces aparecen tensiones entre sus ideas y los prejuicios adquiridos por su educación, prejuicios que irán desapareciendo con el paso del tiempo. Según Auster, «a pesar de todos sus impulsos democráticos y de su buena voluntad, los negros seguían siendo el Otro para él, y nunca se liberaría enteramente de los estereotipos raciales que por entonces proliferaban en la cultura norteamericana y que aún continúan entre nosotros hoy en día». La fama que le granjeó La roja insignia del valor hizo que le contrataran para cubrir la llamada Guerra de los Treinta días, entre Grecia y Turquía, en 1897.

«Lo que más intriga de Crane es su sobreabundancia. No solo las diversas personalidades que alberga su menudo cuerpo, sino su don para pensar en una cosa al mismo tiempo que en otra, y quizá en una tercera o incluso en una cuarta, sin perder el rastro de la primera», escribe Auster, y es que compagina la escritura de una novela con la redacción de decenas de artículos, con la escritura de poemas ―al menos dos títulos, con influencia de Emily Dickinson, Los jinetes negros (1895) y La guerra es amable y otros poemas (1899)― y relatos. La publicación de La roja insignia del valor en 1895 fue todo un éxito. Se la calificó de obra maestra por la crítica, casi unánime a la hora de resaltar sus virtudes. La fama que derivó de la publicación resultó ser un arma de doble filo, por una parte, le llovieron los encargos literarios, pero, por otro, los continuos compromisos sociales alteraron su ritmo de trabajo. Además, un extraño suceso ―otro punto en común con Barret― dio al traste con su reciente buena posición. La defensa que hizo de una prostituta detenida injustamente, y el juicio posterior, minaron su reputación. La prensa se posicionó en su contra y a favor de la actuación policial. A las 2 de la madrugada del 16 de septiembre de 1896, acompañó a dos coristas y a Dora Clark desde el Broadway Garden de la ciudad de Nueva York, en el cual había entrevistado a mujeres para una serie que estaba escribiendo. Cuando Crane dejó a una de ellas a salvo a un tranvía, un policía vestido de civil llamado Charles Becker arrestó a las otras dos por prostitución; Crane fue amenazado con ser arrestado cuando trató de intervenir defendiéndolas. Una de las mujeres fue liberada después de que Crane confirmara su afirmación errónea de que era su esposa, pero Clark fue acusada y llevada a la comisaría. En contra del consejo del sargento que lo arrestó, Crane hizo una declaración confirmando la inocencia de Dora Clark, afirmando que «solo sé que mientras estuvo conmigo actuó de manera respetable y que la acusación del policía era falsa». Sobre la base del testimonio de Crane, Clark fue dado de alta. Los medios aprovecharon la historia; las noticias se extendieron a Filadelfia, Boston y más allá, y los periódicos se centraron en el coraje de Crane. La historia de Stephen Crane, como pronto se difundió, no tardó en convertirse en una fuente de burlas:  el Chicago Dispatch bromeó diciendo que «se informa respetuosamente a Stephen Crane que la asociación con mujeres vestidas de escarlata no es necesariamente una “insignia roja de valor”» y así describe el Boston Traveler su testimonio: «Stevie Crane parece encontrarse en una situación difícil a raíz de su valerosa defensa de una joven en un juzgado de guardia de Nueva York. Lo más probable es que el joven prodigio literario estuviera de “parranda” y, cuando detuvieron a su acompañante, se inventara la historia de que se estaba documentando para un libro». Después de esa campaña en su contra, Crane se despidió de la ciudad. Regresó para testificar en el juicio, pero tras el ominoso veredicto se mudó a Florida, lugar que le serviría de puerto de embarque hacia Cuba, isla a la que arribó tras una agitada travesía con naufragio incluido ―esta dura experiencia la narró en El bote abierto y otros cuentos (1898)― a resultas del cual contrajo la tuberculosis que le condujo finalmente a la muerte. Allí cubrirá como corresponsal la sublevación armada del pueblo cubano contra la colonización española. Volvería a Norteamérica solo de manera eventual, pero la nostalgia de su país quedó relejada en Historias de Whilomville (1900). Su relación íntima con una mujer casada, cuyo marido le negaba el divorcio, lo hacía casi imposible. Se estableció con ella en Inglaterra, donde viviría con todo lujo mientras dispuso de dinero, dinero que no tardó en escasear. Al final, se mudaron a un antiguo caserón medio en ruinas que no disponía de las mínimas condiciones de habitabilidad, menos aún para alguien como él, aquejado desde joven de dolencias respiratorias: «Un organismo debilitado y febril no recuperará las fuerzas viviendo en habitaciones heladoras y rezumantes de humedad, y dos largos inviernos en Brede pasaron a Crane una elevada factura. La casa en sí no fue directamente responsable de su muerte, pero no hay duda de que desempeñó un papel importante en su fallecimiento», escribe Auster. Sin embargo, consciente de su cercano final, Crane multiplicó su actividad. Las deudas lo asfixiaban. Aceleró el ritmo de sus publicaciones, viajó a Irlanda, a París, a Lausana. Ya muy deteriorado los médicos le aconsejan viajar a la Selva Negra y se instalaron en una villa donde atendía a sus pacientes el doctor Albert Fraenkel. No transcurrieron muchos días cuando le sobrevino la muerte. Fue embalsamado en Friburgo y trasportado a Londres. Allí, durante varios días sus amigos pudieron despedirse de él. El cadáver fue, posteriormente, trasladado a Nueva Jersey para ser enterrado junto a sus familiares. En tan corta vida, Crane había publicado con regularidad novelas, colecciones de relatos (además de los títulos ya mencionados, podemos citar, por ejemplo, La madre de George (1896), El monstruo y otros cuentos (1899), Servicio activo (1899) y Heridas en la lluvia (1900)―, poesía y, por supuesto, multitud de artículos periodísticos, todo lo contrario que Barret, cuya obra, asistemática, desordenada, se publicó fundamentalmente en periódicos―en vida solo publicó, después de muchas vicisitudes, Moralidades actuales, en 1909, con moderado éxito, reeditado en España en 2010― y solo después de su muerte se ha recogido parte de ella en antologías hasta que, por fin, su Obra completa se editó en 1943 en Buenos Aires. «La obra de Rafael Barrett ―escribe Corral Sánchez-Cabezudo―cosechó una general falta de aceptación en el Paraguay de su tiempo. Y no solamente en el ámbito de los poderes establecidos (fue apresado y desterrado en 1908 tras el golpe del coronel Albino Jara), sino también desde los principales ambientes intelectuales del país. Por el contrario, la obra de Barrett obtuvo un rápido éxito y una gran repercusión en Montevideo, donde apenas residió tres meses y medio. Fue en Montevideo donde posteriormente se publicarían la mayoría de sus escritos».


Rafael Barret. A partir de ahora el combate será libre. Prólogo de Santiago Alba Rico. Ladinamo Libros, Madrid, 2003.

Rafael Barret. Sembrando ideas. Prólogo de Roberto Lavín. Vida a cargo de Vladimiro Muñoz. Editorial Rodu, Santander, 1992.

Francisco Corral Sánchez-Cabezudo. Instituto Cervantes. «Rafael Barret. El hombre y su obra»

Paul Auster. La llama inmortal de Stephen Crane. Seix Barral, Barcelona, 2021

https://en.wikipedia.org/wiki/Stephen_Crane

https://www.buscabiografias.com/biografia/verDetalle/3215/Stephen%20Crane

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/crane_stephen.htm