Para Claudio
La conchiglia
“I manutara sono ritornati. Giungono ogni anno dal mare, in grandi stormi, indecifrabili messaggeri del l'ignoto. All'orizzonte appare dapprima una macchia scura, che sembra immobile mentre si gonfia impercettibilmente. Poi, d'improvviso, la macchia si avvicina, è una nube veloce che s'allarga, si distende, incombe su di noi, il cielo è trafitto da mille frecce. Con alti stridi gli uccelli iniziano a volteggiare disordinati sopra l'isola, senza osare scendere, ancora increduli d'esser giunti a destinazione. I più scelgono gli scogli di Motu Nui e Motu Iti per nidificare”.[1]
La caracola
“Los manutara han vuelto. Llegan todos los años desde el mar, en grandes bandadas, indescifrables mensajeros de lo des-conocido. En el horizonte se ve primero una mancha oscura, que parece inmóvil mientras se infla imperceptiblemente. Después, de improviso, la mancha se acerca, es una nube veloz que se ensancha, se extiende, se cierne sobre nosotros, mil flechas traspasan el cielo. Con chillidos agudos, los pájaros comienzan a revolotear en desorden sobre la isla, sin atreverse a descender, todavía incrédulos de haber llegado a destino. La mayoría elige los peñascos de Motu Nui y Motu Iti para nidificar”.[2]
Ex conchis omnia, motto de Erasmus Darwin.
I
Una voz personal que habla en nombre de muchos –noi– describe un espectáculo cósmico. Recuerda a cierta poesía surrealista en la que el yo queda elevado, como su voz, a una dimensión colectiva y ancestral. Pienso en el René Char de Los primeros instantes:
“Mirábamos correr ante nosotros el agua creciente. Borraba la montaña de golpe, escapando de sus flancos maternales. No era un torrente que se ofrecía a su destino sino un animal inefable en cuya palabra y sustancia nos habíamos convertido. Nos mantenía enamorados sobre el arco todopoderoso de su imaginación. ¿Qué intervención hubiera podido obligarnos? La mediocridad cotidiana había huido, la sangre arrojada era devuelta a su calor. Adoptados por lo abierto, apomazados hasta lo invisible, éramos una victoria que no terminaría jamás”.
Se nos ofrece aquí también la descripción de un inmenso e insondable movimiento circular. Pero ya había otro círculo: el de la caracola del título. Unos pájaros llegan del mar o, más bien, desde el mar. Llegan como mensajeros de lo desconocido y asoman al principio muy lentamente por el horizonte. Son muchos. El mar, la mer de Valéry es fecunda. Llegan con un aire marcial, aunque terminarán por perder el orden de la formación. No está describiendo un paraíso. Stormi tiene resonancias de milicia; como ocurre a menudo con la naturaleza aparece la violencia de la fuerza que rompe el satus quo: asalto, tormenta, stormo, storm, Sturm… Una masa negra, una mancha que se acerca, por mucho que sea una mancha familiar.
Pero, si no está describiendo el paraíso, ni una escena genésica (no es un principio sino un ciclo), ¿ante qué estamos? Ante una una machia (mancha) en el cielo, los manutara (mensajeros de lo desconocido) que chillan –alti stridi (chillidos agudos)- como mugían las bestias que otros pueblos sacrificaban a los dioses del mar, en otra expresión mitológica de la adoración a la fecundidad.
Aquí el movimiento de los pájaros, hasta cierto punto insidioso, viene del mar de los dioses a la tierra de los hombres. Es su destino. Llegan con un mensaje desconocido. Un mensaje celestial que lanzan como saetas a unos destinatarios que apenas comprenden nada, aparte de lo esencial.
II
No puede ser que toda esta construcción no signifique nada. “La traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres es la traducción de lo mudo a lo vocal; es la traducción de lo innombrable al nombre” escribió Walter Benjamin al final, en otra suerte de testamento. Imposible no asociar estas imágenes (la mancha oscura, los pájaros mensajeros del cielo, las flechas que se lanzan sobre los hombres) con la realidad de la escritura: el cielo es la página y los pájaros escriben, en un lenguaje ignoto, el mensaje en forma de caligrafía divina. Para los griegos, los trazos angulosos de las bandadas de grullas pueden haber estado en el origen plástico de algunos de los primeros caracteres alfabéticos: la formación en V de esas y otras aves sería la inversión de la delta mayúscula. El carácter adivinatorio, cosmogónico y sagrado de los primeros alfabetos está presente también en los inicios de la escritura jeroglífica egipcia: Thot, dios de la escritura, era simbolizado por un ibis blanco. Por no hablar del uso, tras la invención china del papel (siglo I), del cálamo hecho de las plumas que ocas y gansos mudan anualmente.
Pero no hay que fiarse del cielo de los hombres. El Talmud advierte de las amenazas que se ciernen sobre quienes se aventuran por los salones de los palacios superiores. La autora sabe limitarse a describir y no interpreta los mensajes, lo que sería tanto como producirlos. Estamos ante palabras poéticas, no rituales. Un poema no del Cielo sino “en aras del cielo, sí, y del resplandor del mundo”. El poeta no es un ángel del Dios vivo. Ni el narrador tampoco. No, tan solo un personaje que recuerda a su mujer.
El desorden de los pájaros evoca un texto del Zohar. “Una letra golpea desde abajo, y sube y baja y dos letras vuelan sobre ella. Son letras masculinas y femeninas”.
Sobre el baile celeste de las letras y sobre las frases impecables de un párrafo perfecto como este, escribe Pound: “Tres o cuatro palabras en perfecta yuxtaposición son capaces de irradiar una energía de potencia inmensa: estas palabras deben amplificarse y no neutralizarse mutuamente. Esta peculiar energía que las alimenta es el poder de la tradición”. Tradición que se esconde con elegante pudor en el lenguaje.
III
¿Sabemos algo del mensaje? Sí. Sabemos que los pájaros han venido a nidificar. A hacer sus nidos. Es su destino, pero aún no se lo creen y por eso revolotean lunáticos sobre el mar y los riscos. Para criar. Para resguardarse. Para descender y asentarse (del germánico ne-der, del indoeuropeo ni). Por eso en italiano nicchio (nicho) se refiere también a la concha marina: allí donde el molusco hace su casa. Los nichos de las peñas y la conchiglia en la arena de la playa están íntimamente conectados.
En este caso sabremos por la continuación que la concha es una caracola (palabra que proviene, a través del latín cochlea y del griego kochlías, de la raíz indoeuropea konkho, común a concha y caracola). Figura en espiral. Conformada en círculos, de nuevo el ziggurat babélico con su simbolismo erótico. En escalera que, como hacen las flechas aladas de los pájaros, sube y baja en la vida de los hombres. Como en el acto sexual evocado más tarde en el libro en un movimiento bellísimo de entrega en el que la mujer recordada, en cuclillas sobre el agua, se ofrece con toda su belleza al ser amado. O en la escena final en la que, jugando como niños, él la sumerge y la levanta sobre la blanca espuma del mar, mientras sus cabellos negros caen brillantes sobre su piel morena “cubierta de mil gotas relucía como el interior nacarado de una caracola”. Nada había existido antes que nosotros”). Hombre y mujer fuente de vida. Nada había existido antes que nosotros. Últimas palabras de un texto que están ya en el título: cuando ella recoge la caracola arrastrada por las mareas lunares y se la pone al oído (otra concha) se la encuentra vacía. El animal ha muerto y ya no está. La caracola es al tiempo imagen de la vagina, de lo que puede nacer de ella y también el lecho fúnebre que a todos nos espera. No nace una generación nueva sin que la anterior muera. La llegada de la bandada marca marcialmente los tiempos.
“La concha es la palabra que decimos –escribe Shabestari en la Rosaleda del misterio–; la concha simboliza el corazón”. Concha-animal-perla; hombre-mujer-hijo; misterio–signo–significado. Tres tríadas que a mí me parecen reconocibles en estas primeras líneas mágicas.
La voz personal que habla en nombre de muchos lo hace en presente: I manutari sono ritornati (atención al ritmo y la rima consonante: dos palabras de cuatro sílabas cada una con una monosílaba y una bisílaba logran el milagro de un suave crescendo). Describe algo que se repite circularmente (ri-toranti), que marca los tiempos de los hombres en su iteración y que se acerca a algo intemporal y en ese sentido fijo. Por eso, imperceptiblemente también, como los pájaros se despliegan en el cielo, la voz en el texto se torna más impersonal y aparecen los verbos en tercera persona y los pronombres reflexivos: “la macchia si avvicina, è una nube veloce che s'allarga, si distende, incombe su di noi, il cielo è trafitto da mille frecce” (“la mancha se acerca, es una nube veloz que se ensancha, se extiende, se cierne sobre nosotros, mil flechas traspasan el cielo”).
La voz consigue el milagro de estar describiendo a un tiempo lo que ve y lo que recuerda. Escribe entre figuración (lo que ve con los ojos) y abstracción (lo que sabe y recuerda). De ese modo se funde con el movimiento natural que, marcando el tiempo humano, está fuera de él.