Empiezo este texto desde Turín, donde casualmente he comprado, porque lo he visto en un escaparate, el “lavorare stanca” de Pavese. Es una señal. Este cielo es el de las fábricas y el del frío, es el de la ciudad que trabaja. Es un buen escenario, sin duda, para empezar.

Lírica industrial, de Rubén Matín Díaz (Albacete, 1980), se me ha presentado de múltiples maneras, con diferentes atuendos, pero con una desnudez que es capaz de coser el traje de costuras caravista de tanta poesía que viene ya disfrazada desde su nacimiento.

Este libro de me vino vestido de Stalker, ya saben, ese personaje que guía, en la película de Tarkowsky, a un par de turistas a través de una zona reservada. Esa película en la que los fisgones empiezan hablando con un discurso muy locuaz, sesudo, programado, y acaban sin apenas palabras. Rubén, lejos de ser ese tipo marginal que se gana la vida acompañando, es, sin embargo, un excelente y pulcro guía, y nos va dejando, una vez que entramos en el libro, un discurso cada vez más despojado y lírico, para una temática que podría parecer alejada de lo poético. Vamos a este Open day magnífico de manos de nuestro Stalker.

¡Y qué hermosa cita de San Juan la que abre este espacio! ¡Qué precioso tatuaje sería en el brazo motor de cualquier currela!: “Mi alma se ha empleado/ y todo mi caudal, en su servicio; / ya no guardo ganado / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio”. Ese ejercicio, ex-arcere, en su étimo, sacar a alguien de su estado de contención o encierro. Qué bien puesta esta palabra, para el trabajador que desea que llegue su tiempo y para el bueno de San Juan, en su condena.

Entro y aquí hay de todo, se oyen músicas, ruidos; algunos lejanos y continuos, otros cercanos y más caprichosos, como pasa en la misma consciencia, en la que siempre hay un ruido de fondo que nos dice que algo está trabajando en la sombra, y otros son parte de la realidad que tenemos de frente, golpeadora y pajaretera. Aquí hay de todo, se oyen ruidos, se oyen músicas, lentas melodías que podrían ser perfectamente de Martynov,  Ludovico Einaudi, que acompañan a tantas aves que levantan vuelo, pero en ocasiones son las bases del último Portishead las que suenan, que vendrían a engrasar los rodamientos de una enorme máquina que devora.

Y vemos desde la entrada a esos artilugios que al poeta le encantaría humanizar, buscarles un corazón, una arteria, un órgano vital por el que puedan sufrir como sufre un humano, y, además, lo encuentra. “Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre/ para no acabar nunca” que dice Claudio Rodríguez, así descubrimos una máquina que juega a ser Pigmalión y desea tacto humano casi lascivo de su cuidador, desea hablar sin voz de hombre y que el poeta hable la lengua del metal y los circuitos.

¿Pero es este el lugar de un poeta? Se pregunta Rubén, pues allí también se tiembla, en todo se tiembla cuando el alma está deseante, en todo participas querido poeta, y allí donde crees que tu mirada es escrutadora, allí donde sientes que tu retina absorbe, allí, estás proyectando, estás siendo parte de lo observado, tu esencia es la esencia de las cosas e igual que te trascienden, tú las trasciendes, se trate de una perfumada rosa como del efecto letal del bisfenol. Por tanto, no hay más locus amoenus que tu propia anima, así, locus animae.

Y es ahí, en el alma desde donde se puede escribir y decir callado, secretamente, como el rabino que en plena ceremonia se esconde para decir en secreto el nombre de su dios. “Nunca el silencio / dijo una verdad tan honda en mi palabra. Nunca el verbo cantó / con idéntica fiebre”, dice, seguramente escondido entre una sala de máquinas y un pasillo atronador, el silencio sonoro de su verbo, la palabra creadora de luz.

Hay mucha luz, como en toda su poesía. Pero en esta ocasión la luz no viene de arriba, no es la luz que todo lo envuelve y que hace de lo que no florece, al menos, algo que destella. La luz en este libro va apareciendo, como tremendos haces, cuando destapas algo, cuando tropiezas y se abre una vía de escape, cuando estás descansando en la hora del almuerzo, en la fábrica, cuando miras por la ventana porque de allí entra fulgurante, aparece entonces así, como una columna de luz brutal, como un hilo que sorprende en un pasillo. Una luz que guarda en ocasiones un pajarillo, pero que es la luz de la palabra. Qué gran contenedor ese gorrión humilde. Qué transformadora la luz que hasta a los peces los convierte en pájaros.

Y el amor, un amor épico, porque el libro, en el fondo, también lo es. Entonces, Rubén se convierte en ocasiones en un Cid campeador, que se despide de su familia como Don Rodrigo en el Monasterio de Cardeña, y los besa y se va apelando a la suerte con una moneda, y dibujando un ave con el dedo, símbolo de buena suerte; Cid lo haría mirando a la corneja a la salida de Vivar, y en ese amor épico me inmiscuyo para ver que hay una hermosa idea que siempre vuelve recurrente a su poesía, el cuenco, que como unas manos que tuvieran que recoger agua, está por ser llenado de la esencia de la amada. Dice Anne Carson que los amantes son tres, el amante, la amada y el hueco del amante cuando sabe que no puede vivir sin la amada, qué preciosas conexiones.

En este viaje no hay moralinas, no hay panfletos, hay una verdad que ha transcendido a nuestro poeta que vive en un mundo en el que las columnas que lo sostienen están bien fijadas a la Tierra, hay un perfecto equilibrio en la disposición de las cosas, dice. Será este, seguramente para Rubén, como para Leibniz, el mejor de los mundos posibles, y de este modo gira el mondo gira en manos de un niño que hace rodar una canica, o gracias a la inercia que provoca un acelerador pisado a fondo en una carretera desierta. Un mundo construido con espacio entre las cosas, un espacio que alberga arcos para que amanezca como en una pintura de Piero della Francesca, o pozos solo para que aparezcan sombras milagrosas. En la poesía de Rubén las cosas, los elementos, los actantes de este mundo, están todos para que nos hagan crear, para que la mirada del poeta los detecte y los atrape. Y ese es un trabajo que no puede hacer la máquina.

Y llega también el descanso, el momento para uno mismo, para la desalienación, el momento para mirar el móvil y repasar unos poemas, leer unos versos de otro, encontrarse de nuevo, pero esta vez con alevosía, con la palabra, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo…

Llegados a este momento, a este descanso que es solo temático, nos hundimos en una poesía que se acaricia con la poesía oriental, que se introduce en paisajes que son estados de ánimo, lugares que son momentos y escenas que, como en una canción callada, suenan a escondite deseado y deseante. 

 

Rubén Martín Díaz, Lírica industrial, Madrid, Rialp, 2023