Tomarse el trabajo de responder una pregunta es más significativo que el de la formulación de la propia pregunta. Ciertamente, la pregunta manifiesta por sí misma una solicitud. Solicita un esfuerzo por ser respondida. Una pregunta no consiste en preguntar y quedarse simplemente sin respuesta o dejar la pregunta abierta. Es mucho más absorbente responder una pregunta que estar siendo preguntado continuadamente de un modo reiterativo, sin ningún respiro, para una posible y remota respuesta a alguna o ninguna de ellas. Ser preguntón tampoco es una actitud acertada. El diálogo o comercio entre pregunta y respuesta se ha de dar en el caso de la una para la otra— secuencialmente— hasta invertir los polos de ambas. De manera que la importancia de la pregunta y la respuesta vaya alternando en uno y otro polo a modo de comercio entre las partes interesadas en una transacción, desnudándose la una para la otra, cual juego entre amantes, en el que todo acaba por responderse por sí mismo, ajustado todo ello por el resultado al que, en primera y última instancia, toda la pregunta en su totalidad remitiría (y presumiblemente no se dará el diálogo entre pregunta y respuesta cuando dejemos de preguntar. Sin embargo, las preguntas también pueden ser infinitas o ser sucedidas una tras otra de un modo indefinido).

Por lo tanto, el acto de responder una pregunta es más significativo que el de la mera interrogación.

En primer lugar, uno no pregunta y ya, y se queda como estaba. En toda pregunta hay una respuesta implícita que requiere ser manifestada, y puede incluso que el que la formula no sepa que hay un indicio de por dónde comenzar a elaborar la respuesta desde su preguntar.

Preguntar supone ante todo el final de un recorrido, un alto en el camino, desde el que se vislumbra una posible continuación del mismo pero que no puede continuarse a menos que respondamos a la pregunta traída a colación y continuemos así con la natural marcha del discurso.

La inversión entre pregunta y respuesta es la siguiente: la pregunta atrae a cualquier posible respuesta y que trate de compensarla, y da una muestra parcial de su pasado discursivo hasta ese preciso instante interrogativo. La respuesta, por su parte (en caso de darse), promete un futuro y natural desenvolvimiento de la pregunta ávida de respuesta y que, por consiguiente, desencadena más discurso. Sin esa respuesta válida a ese discurso que continúa –y que por el momento no ha encontrado otro modo de discurrir que no sea a través de la neutralización sistemática de la pregunta formulada— no habrá más juego discursivo con el que tratar de responder la impertérrita y petrificada pregunta. Todo ello ocasionado por no encontrarse con los precisos y apropiados recursos lingüísticos con los que auspiciar, acoger y, sobre todo, articular con justicia por qué incurrir en ese preguntar y por qué hacer esa pregunta en concreto y no otra cualquiera que bien podría no haber anulado, hasta ahora, todo lo discurrido hasta ese preciso momento interrogativo. 

Ahora bien, a la hora de formular una pregunta, ha de desarrollarse una posible respuesta que venga de la propia pregunta dada. Toda pregunta contiene o implica una respuesta aún por formular; aún por darse desde su preguntar. Conscientes de tal posibilidad, una pregunta ya hecha y pertinentemente elaborada manifiesta de un modo tácito una respuesta. Toda respuesta arrastra consigo misma, por consiguiente, una pregunta que está siendo respondida. Si la pregunta se puede hacer, entonces la respuesta es también posible de ofrecer. Toda pregunta bien hecha y coherente con el sentido proposicional del discurso que la engendra —el cual es acorde con el sentido congruente e histórico de la realidad— puede ser respondida en un ulterior discurso, con las palabras precisas para la pregunta en cuestión.

Toda pregunta incuba, por lo pronto, su propia respuesta. Y toda respuesta proyecta en el futuro discursivo del hablante más preguntas que, poco a poco, habrán de ir siendo respondidas o, por el contrario, ser rotuladas como indecidibles, y sortearlas mediante un rodeo que las evite, y mostrar otras vías discursivas para continuar con la exposición del restante discurso aún por acontecer. Esas vías (tanto para responder a la pregunta como para sortearla) suelen ser la respuesta fáctica de la historia acontecida y epistémica de lo Real.

Querer mostrar un discurso es propio de los que necesitan medios específicos de expresión de sus ideas. Estas expresiones encuentran habitualmente una canalización a través de la problematización de lo Real por medio de preguntas, y un modo de expresar una interioridad individual hacia un común conjunto de cosas que se manifiestan a modo de preguntas todavía sin respuesta.

Sin embargo, no es necesario hacer una pregunta tras otra con tal de desentrañar lo Real en un sondeo historiográfico hasta el origen de la causa que suscita ése preguntar. Es preciso, por el contrario, preguntar por lo fundamental, lo cual se convierte en la pregunta definitiva. La pregunta digna de hacerse. La primera y última labor por la que vale la pena preguntar.

La pregunta que importa y que eventualmente es pensada y meditada por algunos es la pregunta digna. La pregunta verdadera, y cuya respuesta desvelaría el carácter verdadero del asunto abordado, sondeando hasta su origen no únicamente el motivo de por qué la hacemos, sino por qué preguntamos con la naturalidad que caracteriza al ser humano (y también por qué proyectamos preguntas entre nosotros mismos).

Ciertamente, el ser humano es el único lugar histórico del acontecer del Ser que puede albergar preguntas. Aquellas preguntas que se hace son categóricamente para él y no de dominio de ninguna otra especie. La especie que pregunta y que responde es la del ser humano. El ser humano, por lo tanto, es el único que puede formular y responder sus propias preguntas. Las preguntas son exclusivamente de dominio humano y de nada más. No hay un quién fuera de la especie humana que pueda responder sus interrogantes.

Luego, lo interrogativo es el común elemento del ser humano. Un lugar donde proyectarse a sí mismo dentro de una esfera de habitabilidad. Una habitabilidad sustentada por preguntas e interrogantes que someten su raciocinio al dominio del ser humano sobre sí mismo. Posteriormente puede ocurrir que las preguntas le lleven de un lugar a otro, pero en primer lugar son para dominarse psicofísicamente dentro de las esferas de supervivencia y de habitabilidad. O de dominar a especies que ladran, relinchan, balan, maúllan, mugen, barritan, trinan, ululan, croan, rebuznan o cacarean… pero que no preguntan. Tan incapacitante es el silencio de tales especies que no les queda otra que sustituir su mutismo inquiridor por otros sonidos que poco les valen ante el apabullante arrumbamiento de sí mismas por parte de la excepción humana sin que ningún Dios lo impida. Únicamente lo político puede hacer virar las direcciones e intentonas humanas (por parte de lo humano y su mundo administrado) y retroceder mínimamente hacia un origen que, de hecho, no ha hecho más que comenzar a modo de pregunta aún por ser respondida.

Si una pregunta es imposible de alcanzar no es porque no se haya dado como incontestable por el asunto abordado, sino porque no se ha dado con la formulación inquiridora apropiada como para desnudar y articular el lenguaje con la pertinente pregunta. El desnudo diálogo entre pregunta y respuesta solamente puede darse como forma ulterior de entendimiento, pero lo importante y lo que permanecerá lo fundan las preguntas que se desnudan ante una posible respuesta.

Cierto es que hay una gran variedad de preguntas aún por responder. Sin embargo, todas quedan incardinadas por un mismo sentido anímico que, confesadamente, habla del motivo de nuestra existencia. Esa pregunta es la explícita interrogación en torno al sentido del Ser. Su primacía destaca por encima del resto de preguntas. Una primacía que desbanca y desbarata cualquier otra pregunta que no sea esa o que remita a ella. Bien puede ser formulada de otro modo a cómo se ha estado haciendo hasta ahora, pero siempre tendrá como horizonte ontológico el desvelamiento del sentido del Ser y esa es la urgentísima labor que se propone la actitud inquiridora en estos momentos. Los múltiples modos de ser la pregunta por el sentido del Ser siempre tienen como lugar común un horizonte ontológico. Un común modo de ser más allá de la mera interrogación. Un común modo que una y otra vez remite a la dignidad filosófica y su modo de ser inquiridor.