No son pocos los escritores que además de poesía escriben prosa, pero quizá sí son menos los que en la prosa no se dejan llevar por sus efluvios poéticos y renuncian a alambicar sus frases con retorcidas metáforas. Por todo lo que he leído de la obra de Javier Salvago, tanto en verso como en prosa, me atrevería a decir que ninguno de sus textos llevan la mácula del esteticismo vacuo ni están  imbuidos de profusas ornamentaciones verbales cercanas al barroquismo o a expresiones abigarradas. Se diría, más bien, que en uno y otro caso, en verso y prosa, Salvago no ha abandonado nunca las dos principales señas de identidad que han caracterizado desde su primer libro toda su restante escritura, y que no son otras que la sobriedad discursiva y la sencillez en el decir. Él mismo ha escrito alguna vez, de manera lacónica y contundente, que a la hora de darle forma a las ideas de lo que se trata es de "hacer sencillo y fácil lo complejo, claro lo oscuro", cosa, todo hay que decirlo, que ya en su día Juan Ramón Jiménez juzgó como lo más conveniente para cualquier escritor que quisiera ser comprendido, pues "No se trata de decir cosas chocantes, sino de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más duradero", algo no tan difícil de ejecutar si uno no quiere caer en lo conceptuoso o en la oscura palabrería.

Nada como la nada es un libro de aforismos —el segundo en la producción textual del escritor sevillano, después de que en 2016 publicara Hablando solo por la calle— en el que sus máximas, mínimas, fragmentos y frases sueltas no pretenden complacer al lector ni tampoco darle una visión amable de la compleja realidad en la que estamos inmersos. Su título, además, remite claramente al poemario Nada importa nada (2011), donde, en uno de sus poemas, ya avisaba de la poca importancia que tiene todo. De ahí que Salvago tampoco en este libro condescienda con el buenismo o con los postulados falsamente esperanzadores que le hagan creer al lector que el mundo lo tiene todo para ser un paraíso. Lo sería, tal vez, si sobráramos nosotros, los seres humanos, que, según él, somos quienes hemos convertido un paraíso a nuestra medida en un infierno a la medida de todos. Traspasados de desilusión, pesimismo y decepción, los aforismos reunidos en este libro muestran un perfil del autor y su mundo que dejan poco lugar a las dudas o a la confusión, pues una y otra vez, página tras página, expresan una visión descarnada de la existencia, a la que prácticamente no se le concede casi ningún resquicio de exultación y de la que pareciera que no hay mejor salida para escapar de su sinsentido que desaparecer, ya que "El mundo es una manzana podrida y los gusanos somos nosotros". Resulta cuando menos curioso que este descarnamiento con que Salvago contempla actualmente la vida ya lo mostraba en su primer libro de poemas, La destrucción o el humor (1980), donde en una de sus Soledades advertía que "por esta senda, / que llaman vida, todos / vamos a tientas, / igual que un ciego. / En ceniza terminan / todos los fuegos". Pero esos fuegos en los que termina cualquier vida no son únicamente aquellos a los que nos veremos abocados todos al final de nuestra existencia, sino también esos otros (más indignos o más ruines) producidos por quienes, en lugar de hacernos la vida más placentera, menos problemática y sobre todo más verdadera, se dedican a enturbiárnosla y a falsearla con vanas promesas de felicidad: "Miente, político, los tuyos y los bobos te creerán". Lo que Salvago nos reclama es que no creamos a ningún embaucador o farsante disfrazado de bienhechor. De ahí que su mayor crítica vaya dirigida a los políticos y a quienes detentan el poder, sea este económico, religioso o incluso cultural, pues "con tanto político cínico, vamos a tener que exigir que se introduzca en el código penal el delito de insulto a la inteligencia y a la sensibilidad".

Las redes sociales, Dios, el dinero, la historia de la humanidad, también buena parte de la poesía y la cantidad de crímenes que se han cometido en el mundo en nombre de la verdad, la moral y el saber de cada época, son algunos de los temas sobre los que reiteradamente se ceba el autor de Nada como la nada, título con que ha bautizado su libro no por afán de producir una bonita eufonía, sino porque, fiel a su desencantamiento de la existencia, cree que es el locus amoenus donde mejor se puede estar: "La muerte es lo mejor que nos puede pasar. Pero eso solo lo descubrimos cuando nos morimos y ya no podemos contarlo". No sé si Salvago habrá leído a Schopenhauer, pero a tenor de su aquiescencia por el desengaño y su concepción de la vida como fuente de dolor, parece que no anda muy lejos de las tesis filosóficas del pensador alemán, quien en algún lugar de su obra manifestó que si bien en un principio todo es un frenesí de deseos y un éxtasis de placer sensual, poco después, sin embargo, llega el turno de la frustración y de la paulatina destrucción y el marchitamiento de las ilusiones. Schopenhauriano o no, el caso es que también los aforismos de Javier Salvago se prestan a una lectura anatematizadora de la vida, sin concesiones a ninguna promesa de felicidad duradera, esa "pelotita de los trileros" o esa "zanahoria con que nos engatusa la vida cuando se cansa de darnos palos". A las toneladas de ilusos o ingenuos que salen cada mañana a comerse el mundo, Salvago los manda directamente a comerse una mierda, esos "tipos con trajes caros que se levantan cada mañana muy temprano con el único afán de ganar dinero, caiga quien caiga, muera quien muera". La vida debería de ser otro afán, otra cosa. Pero ¿qué cosa, qué afán? Pudieran ser el amor o el humor o el talento o la inteligencia, pero no. Porque nada puede ya contra su desencanto. Nada, excepto la nada, que todo lo borrará como si nunca hubiera sucedido.

 

Javier Salvago, Nada como la nada, Apeadero de Aforistas, 2023.