Están locos. Ya sabíamos que Eduardo Moga estaba loco, con su ritmo creativo desenfrenado, con sus cuatro o cinco libros al año, estaba loco; lo que no sabíamos es que una editorial, Dilema, también estaba suficientemente loca como para editar esta torre tripartita de color limón que es Ser de incertidumbre, nada más y nada menos que la Poesía Reunida (1994-2023) de Eduardo Moga, con muchas sorpresas extra: un apéndice con sus textos teóricos, es decir, sus poéticas, una Bibliografía espectacular y exhaustiva (sobre Moga se ha escrito más de lo que nos pensábamos) y un prólogo excelente de uno de los mejores filólogos del país, José Antonio Llera, que empieza a poner las cosas en su sitio de una forma exacta y sistemática.

Porque, ¿qué significa esta edición monumental en tres volúmenes? Buenas y malas noticias para Eduardo Moga: para el poeta, su conversión a clásico vivo, materia para la filología y el análisis central, quiero decir académico. Y es que, no nos engañemos, aunque impere la secta global siliconiana, continuará habiendo pensamiento alejandrino, y cuando pase la pesadilla, podremos volver a reunirnos bajo los versos y las filosofías, porque no habrán podido acabar con el ser humano, aunque el intento actual vaya bastante en serio. Y también mala noticia para Eduardo Moga considerado como persona viva, porque editar estos más de mil quinientas hojas de poesía te tiene que convertir, a la fuerza, en un concepto, una obra total, cerrada, o ya construida sobre fundamentos sólidos, una obra que seguirá hablando mientras no acabe de pasar la borrasca imbecilista y que, seguramente, hablará aún más fuerte y claro cuando finalmente despertemos todos. 

Desde la propia primera página, las palabras de Llera nos informan de lo que vamos a encontrar en este océano de poesía y filosofía: “Lector, en muy pocos escritores contemporáneos encontrarás, como en Eduardo Moga, una alianza tan estrecha entre la conciencia desolada de lo que somos y el canto al cuerpo en toda su plenitud, en perpetuo alimento de su finitud, su libido y su pureza” (I, pág.5). Imposible ser más exacto: esto es lo que es Ser de incertidumbre, una gran pregunta metafísica sobre el cuerpo, la rabia y el amor, guilleniana, formulada en más de mil quinientos folios que rezuman semen, sangre, saliva y razón materialista.   

Desde un punto de vista formal, la poesía de Eduardo Moga podría enclavarse o clasificarse en tres grupos, tipologías o vectores, como ustedes prefieran: el canto poundiano (en realidad whitmaniano), el poema mínimo o epigramático, y el poema en prosa. En los tres registros la mano de Moga es igualmente hábil. La irrupción progresiva de poesía en prosa empezó, lo ha observado correctamente Llera, en El corazón, la nada (1999), libro a partir del cual las formas expresivas de Eduardo Moga empezaron a diversificarse mucho. Es cierto: sus lectores lo notamos, y las novedades menudearon más a partir de Bajo la piel, los días (2010), un libro en el que los objetos cotidianos y las rutinas básicas le ganaban terreno a la reflexión más etérea. 

Son, pues, poundianos o torrenciales y torrentescos Ángel mortal (1994), La luz oída (1996), El barro en la mirada (1998), Soliloquio para dos (2005), Cuerpo sin mí (2007) y Hombre solo (2022). Predomina el poema en prosa en los libros Unánime fuego (1999), El corazón, la nada (1999), Las horas y los labios (2003), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2011) y Dices (2014). Por último, el modo epigramático es característico de títulos como Los haikus del tren (2007), Décimas de fiebre (2014) y Mi padre (2019). La montaña hendida (2002), manual de sensualidades húmedas, queda un poco aparte, ya que es un poemario más convencional, en el que conviven extensiones breves y medias. Por último, combinan verso y prosa Insumisión (2013), Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), que contiene una sección de poemas breves epifánicos (“Estampas del destierro”) y Tú no morirás (2021), testimonio de una convivencia matrimonial y una devastadora ruptura. 

Queda fuera de la macroedición el volumen reciente Poemas enumerativos (2024), que ha publicado Olifante con su mimo artesanal de siempre. Lo cual significa que Eduardo Moga no tiene ninguna intención de frenarse o contenerse. ¿Se han dado ustedes cuenta de la cantidad de poesía que ha escrito este hombre durante treinta años? Y no hablaremos en ningún momento del otro océano creativo de este autor desaforado, el universo de sus libros de prosa viajera o reflexiva, sobre los que quise llamar la atención en mi contribución a la miscelánea titulada Mago Moga (Libros de Aldarán / Los Papeles de Brighton, 2024).

Desde un punto de vista temático, Eduardo Moga suele escribir poemas construidos sobre grandes preguntas metafísicas, largas crónicas sobre la materialidad cotidiana que rodea la vida del ser humano; otras composiciones congelan o radiografían momentos específicos, como epifanías joyceanas, y luego están los poemas más chocarreros o quevedescos, que combinan el rigor formal con los tonos burlescos, festivos y hasta escatológicos. Esto le convierte, no ya en un clásico andante como hemos dicho antes, sino en un hombre-literatura, un espécimen totalmente desgajado del Idioceno actual, un animal del Siglo de Oro, del que fluyen manantiales de versos como leche natural, como aquellos caballeros que llenaban miles de páginas con pulidas octavas reales y descubrimientos gongorinos. 

Eduardo Moga, en este sentido, es un escritor de la desmesura, pero no por la propia factura de sus poemas, siempre moderados y perfectamente medidos, sino por la pura cantidad de escritura que exuda. Es una criatura compulsiva, con alma de tinta y hacedor de incendios. Llera, a propósito de La luz oída (1996) en su prólogo, nos habla de “casi un big bang lingüístico”, para añadir, un poco más abajo: “A poco que se compare con el canon que imperaba a mediados de los noventa se advertirá su singularidad y atrevimiento. Cuando se nos urgía a escribir desde parámetros realistas y conversacionales, estos versos desbordan aquellos raquíticos diques” (I, pág.6). Lo que nos conduce a lo que a día de hoy ya es toda una evidencia: Eduardo Moga era y sigue siendo un pionero.

Una vez más, tiene razón el prologuista. La moda conversacional no era poesía sino ideología, populismo paralelo al logsismo oficial, y por eso las torres de versos moguianas se han llevado el gato al agua porque hablaban al lector real de poemas, no a la mesa urgente de novedades. Desde esta peculiar mezcla de Vicente Aleixandre, el Neruda más impuro y épico, la poesía barroca española (la más antipetrarquista) y las torrenteras norteamericanas, Eduardo Moga se ha pasado treinta años proclamando democracias, texturas y sexualidades, de una forma radicalmente personal y solitaria.

De aquel primer grupo de libros, destaca El barro en la mirada (1998), no porque lo consideremos mejor o más acabado que los títulos de alrededor, sino por ser una construcción moguiana arquetípica de su primer momento, ese tradicional coro de torres licuándose a que nos tuvo acostumbrados hasta que empezaron a irrumpir cada vez más elementos menos metafísicos y más autobiográficos. Lo dijo Juan Luis Calbarro en su intervención en el Homenaje a Moga que se le rindió en Badalona con motivo de la publicación de Mago Moga, una miscelánea crítica y creativa que también ha empezado a poner las cosas en su sitio. Juan Luis Calbarro, decía, nos contó precisamente esto: que los dos momentos fundamentales de la trayectoria del autor venían definidos por la creciente introducción de biografía propia en un esquema previo de preguntas sobre la perplejidad de vivir y la de habitar en un cuerpo. “Mientras los endecasílabos discurren por un ventrículo de concatenaciones”, ha escrito Llera a propósito de El barro en la mirada, “se va haciendo cada vez más profundo el extrañamiento frente a la propia identidad, desgajada de su centro” (I, pág.7). En un poema de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), uno de los mejores libros del poeta, leemos: “El pasaporte dice quién soy yo. Yo lo ignoro” (II, pág. 496).

En este poemario sobre el destierro y los exilios se encuentra, sin duda, una de las cimas de la literatura moguiana, el largo poema detonado “Clamor cuchillo”, que yo considero equivalente a “Espacio” en la trayectoria literaria juanramoniana. Es decir, el poema clave, que reúne, culmina y anticipa. En pocas ocasiones encontraremos tan expresivamente pintadas y cinceladas todas las implicaciones emotivas que implican el tedio, la incomunicación y el desarraigo (II, págs. 527-540). Sumérjanse en este poema y pienso que no saldrán de él iguales o indemnes.

A veces, muy cerca los unos de los otros, encontramos poemas de Eduardo Moga que pertenecen a alguno de estos polos opuestos, tan alejados pero a la vez tan cercanos a la voz habitual de Moga. Si abrimos el pequeño libro Décimas de fiebre (2017) por la página 68 encontramos un caso clarísimo de esta mezcla promiscua tan chocante. En la página par, leemos un poema puro en la más firme tradición juanramoniana:

 

Ladra, interminable, un perro. 

Breves orugas de luz

se despliegan al trasluz

de las montañas. El hierro

lunar taracea un cerro

con incisiones de plata. 

Croan las ranas, y mata

un azor a un indefenso

ratón. El silencio es denso.

Y el perro, mortal, lo acata. 

 

Y ahora comparémoslo con la décima de la página vecina, la siguiente, es decir, la 69:

 

Amaré enteros tus senos,

como si enteramente

fueran tú. Y lo haré, paciente,

con besos que sean truenos

y amor que los deje llenos

de hambre y magulladuras.

Amaré tus tetas duras

hasta que se reblandezcan 

y los pezones parezcan

ajadas empuñaduras.

 

“Amar es devorarse”, nos recuerda Llera (I, pág. 8). Imposible ser más nerudiano, más frontalmente “impuro” y erotizante. Una estampa alejada y congelada en el tiempo, casi azoriniana, y al lado esta declaración de deseo brutal. Y, por cierto, a propósito del erotismo, el autor ha escrito lo siguiente: “Escribo poesía erótica porque el amor me salva. Del tedio, de la soledad, de la infelicidad, de la muerte. Pero no me refiero al sentimiento del amor, sino a su materialidad venérea; hablo del amor en su sentido primigenio: del goce físico, del placer sexual. No desconozco las razones químicas del amor, que lo reducen a mera secreción hormonal. Sea: esto me basta. También el alma es un producto del cuerpo; también la conciencia y la inteligencia. Y todo ello, alumbrado, amparado por el cuerpo, me configura como hombre”. Este fragmento está recogido en el volumen tercero de esta edición de Ser de incertidumbre (III, pág. 475), y pertenece al Epílogo de Lo profundo es la piel. Antología de poesía erótica, publicado en el año 2020 por la editorial Aldarán.

Una parte de la poesía de Eduardo Moga, exacto anti Petrarca y anti Lope de Vega, por ser su pensamiento amoroso voluntaria y acertadamente furtivo y animal, es un diario amoroso hundido en la carnalidad, la sed, el hambre y el furor amatorio, como en este poema de Las horas y los labios (2003): “Veo mi rostro: es el rostro de la farmacéutica, cuyo silencio era blanco. Veo mis brazos: son los brazos del cartero o del repartidor de butano o del mendigo que se lavaba en la fuente. Veo mi sexo: es el sexo de la dependienta a la que no me atreví a amar. Veo, en fin, mi olor: es el olor de los jardines escondidos o de los libros robados o de las personas a las que nunca más encontraré: el olor de la extirpación. Vuelve la luz al lugar donde la conocí: a las islas de los parques, a los atardeceres líquidos y caminados, al bullicio arcilloso de las horas, y la doblo con los dedos, la guardo en el bolsillo, someto su indisciplina. Grito sin que me oigan” (I, pág. 399). 

A veces, el erotismo moguiano puede ser absolutamente genital y buscar incluso la provocación y el descaro (como en sus polémicas Seis sextinas soeces, de 2008, que abren bombásticamente el Tomo II), realmente soeces, merecedoras de los dos rombos, e inauditamente ingeniosas; pero en otros rincones de su producción el erotismo puede ser extraordinariamente discreto, como en este haiku del año 2007: 

 

Lee a Salinas. 

Se quita la bufanda. 

Delicadeza.

(I, pág. 486)

 

En la poesía de Eduardo Moga, los recuerdos tienen casi siempre genitales y dientes, todo está hecho de barro y luz. Eduardo Moga es un ilustrado radical, a la manera del Barón de Holbach. A la vez, es un materialista enamorado, que opina que fuera del espectro del amor no hay nada que merezca demasiado la pena vivir. Quien le conoce sabe que es un ateo de una pieza, un mecanicista materialista a la manera de los grandes escépticos. Su pelaje es el de un Pierre Charron, un Lucrecio, un Sexto Empírico o un George Santayana, el de alguien que ha aceptado que el único sentido de nuestro cuerpo es la lucha a dentelladas para lograr el amor y la iluminación totalmente física, antes de la aniquilación absoluta. Alguien que podría haber vivido o vivir cómodamente en Roma. Un moralista del siglo pasado lo llamaría un “místico sensual”.

¿Acaso no será la obra poética completa de Eduardo Moga sino un compendio de “sentidos primigenios”? Una especie de regreso sofisticado e imposible al primitivismo imprescindible. Ya que estamos obligados a respirar, lo que nos plantea Moga es la gran pregunta sobre ese aire en circulación. Su poesía intenta alcanzar el nivel extremo de abandono a la sensualidad, como le ocurría a San Juan, pero a través de un culturalismo que consigue rejuvececernos o reembrionarnos. Y es aquí donde parece que Walt Whitman, un auténtico fetiche y maestro para Moga, es donde cobra su significado máximo: un culturalismo que no sofistique ni nos convierta en gestos, sino que nos devuelva al primitivismo o al animalismo que no debimos abandonar. En este sentido, el pensamiento de Moga es rousseauniano, o neorromántico, como ustedes prefieran, a la manera celebratoria y tomándose la vida en serio, como en los libros más tropicales de Vicente Aleixandre.

 

“Ser de incertidumbre, 1994-2023. Poesía reunida”. Eduardo Moga, Editorial Dilema, Madrid, 2024. 3 vols.