Ricardo Díez Pellejero (Bilbao, 1971) cuenta con una amplia y contrastada trayectoria literaria en su haber; con anterioridad, entre otros, ha publicado los libros de poesía Stromboli (Editorial Braulio Casares, 1999), El viajero en la tormenta (Lola Editorial, 2001), El cielo del sol mecido (Olifante, 2007), Pornai en el Hostal Roma (Los libros del Gato Negro, 2019) y MICTlÁN, Odas a la muerte (Olifante, 2020); ha formado parte de las antologías Archipiélago de voces (Universidad de Zaragoza, 1991), Los Borbones en pelota (Olifante, 2014), Parnaso 2.0: Un mar de labrantíos / Antología de poesía aragonesa del siglo XXI (Gobierno de Aragón, 2016), Amantes (Olifante, 2017) y Poemas a Miguel, a Miguel Labordeta, claro (Libros del frío, 2021). Columnista y articulista habitual como reseñista literario en Heraldo de Aragón, Turia y otras publicaciones, fue director de la revista literaria Imán, editada por la Asociación Aragonesa de Escritores, en la que se dejó la piel y en la que llevó a cabo una interesantísima y muy meritoria labor de difusión de escritores de diferentes lenguas y países. Ha sido publicado parcialmente en China, Macao y Bulgaria y traducido al inglés, al serbio, al búlgaro y al portugués. Visitante y residente asiduo de la Casa del Traductor en Tarazona, colaboró con la poeta y traductora Rada Panchovska adaptando al español su Poesía búlgara contemporánea, una obra que mereció el VI premio Marcelo Reyes a la Traducción (Olifante, 2021). Ha sido invitado por el Instituto Cervantes a presentar su obra en Sofía y ha participado en actos del XXVIII Festival Internacional de poesía de Bogotá y en los Conversatorios del Instituto Confucio de Costa Rica en 2021. 

Y ahora, en Olifante —una de las más grandes y longevas editoriales de poesía con que cuenta este país—, publica Ricardo Díez El silencio del colibrí, su tercer título en esta casa, un libro estructurado en cuatro partes —«Taxonomía», «Etología», «De su ecología» y «De su biología evolutiva»— con el que consolida avances y logros anteriores y en el que continúa dando forma a su singular y personal proyecto poético, una propuesta que pasa por el deambular de un sujeto que camina —ya desde el primer poema, titulado «Sandalias»— a la intemperie. 

En las citas iniciales que abren el libro (incluida la dedicatoria a sus hijos, Cloe y Alex), aparece la palabra «silencio» mencionada hasta en tres ocasiones (un término que encontramos de nuevo entre las palabras de Alejandra Pizarnik que anteceden al poema que abre el libro). En «Humildad», una de las composiciones de este libro, leemos: la literatura «es un viaje / a través del silencio de un pueblo» (p. 25), en «Ayer un limonero»: «Quien en silencio obra / labra silencios» (p. 38) y en «Lindes» se habla de «Escribir un silencio» (p. 57). Son solo unos pocos ejemplos. Sin duda, el silencio funciona como un motivo vertebrador a lo largo de todo el conjunto, un elemento que respira y que deja su huella entre las palabras, más aún en un mundo como el nuestro, arrasado y cegado por tanto ruido fútil. El objetivo no es baladí, se trataría de llenar —como leemos en «Antiexistencia», otro de los poemas de este libro— «ese hueco en el ser […] / un lugar en apariencia vacío, / pero que muda y avanza / para ser evidencia de luz» (p. 36). Pero, ¿cómo llenar ese hueco?,  ¿cómo conseguir que el silencio respire entre las palabras?, más aún en un mundo, repito, en el que el ruido, la impostura y el espectáculo ciegan a menudo lo más interesante y conmovedor de la existencia. 

Frente a las tendencias más planas y sensibleras que pululan en el panorama poético actual, la propuesta de Ricardo Díez ofrece signos de resistencia y renovación, índices reveladores de una escritura, a la vez, más libre y comprometida con el ser humano, el lenguaje y los paisajes de este tiempo. A la luz de poetas como la ya citada Pizarnik, Rosalía de Castro, Yordanka Beleva, Andrea Cote, Dulce María Loynaz, Alfonsina Storni o Celia Carrasco Gil, entre otras, la voz poética de Ricardo Díez logra encontrar un registro auténtico y personal al margen de los senderos más trillados y aplaudidos. Se trata de una escritura aparentemente sencilla pero cargada de matices sorprendentes, una propuesta que no deja de interpelar al lector, de quien exige una atención —que no una entrega— incondicional, una poesía repleta de diferentes registros y formas, volúmenes presentes y espacios sugeridos, una escritura conmovedora que nos reconcilia con lo más ancestral de nuestra existencia, como sucede, por ejemplo, en ese sugerente e inquietante poema titulado «Altamira». 

Conocido como chuparrosa, tucusito, ermitaño, picaflor, huitzil (‘espina preciosa’, en náhuatl), el colibrí —que es un ser muy inteligente (tiene el cerebro más grande en el mundo de las aves en proporción a su tamaño corporal)— no puede emitir vocalizaciones pero sí chirridos para comunicarse, construye su nido con el lengüeteo y con su lengua tubular, que es más larga que el pico, chupa la savia de los árboles y el néctar y el polen de las flores con los que se alimenta. A partir de ahí, ¿cómo es ese silencio del colibrí al que se alude en el título de un poema que a su vez da título a este libro? A mi parecer, se trata de un silencio que guarda el secreto al que accede, como leemos en ese poema, «quien se adentra en la mayor espesura», un silencio que custodia un saber crepuscular y postrero: «Pronto sentirás, con mi último aliento, / el silencio del colibrí» (p. 40). El colibrí, por otra parte, simboliza la verdad y el misterio de lo pequeño, de lo que pasa desapercibido, de lo que avanza sin hacer ruido, de lo que nos acompaña en la soledad y el silencio (Tomás Sánchez Santiago escribió acerca de estos motivos un libro muy evocador y recomendable, La belleza de lo pequeño). 

Lo he expresado en otras ocasiones. Si queremos describir la relación que Ricardo Díez mantiene con la poesía, no cabe hablar de un capricho o una moda pasajera sino, más bien, de una práctica constante, meditada y prolongada en el tiempo, un trato asumido con rigor y seriedad dado que él sabe lo mucho que se juega en cada palabra. Y así ha sucedido desde el inicio de una trayectoria que he tenido la fortuna de seguir de cerca y que se ha caracterizado, insisto, por el deseo constante de interpelar al lector, al que se ha dirigido como un compañero de viaje en la travesía escabrosa de la vida y a quien no deja de plantear cuestiones que apelan a los motivos esenciales de la vida, preguntas que demandan respuestas necesarias. Se trata de ejercer la opción del movimiento continuo que supone la celebración de la vida como viaje, a sabiendas de que el saber más certero es siempre un saber incierto, un proceso en construcción, un deambular, un caminar sin una ruta previamente trazada, y esto, como digo, es un motivo recurrente a lo largo de todos sus libros. 

En este sentido, y porque he sido testigo muy próximo de cómo ha ido desarrollándose su trabajo con las palabras a lo largo de todos estos años, me gustaría dar prueba del compromiso con el que Ricardo Díez ha encarado su labor escritural, del trabajo de construcción arquitectónica con el que ha afrontado este libro, un volumen que contiene algunos poemas memorables —«Ayer un limonero», «Lindes», «Silbares», «No cazarás vampiros»— en el que nada ha quedado al azar y todo es resultado de una elección deliberada, del respeto y la consideración —en fin— que este hombre siente por la escritura poética.