En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, que hemos iniciado, con el título de “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias –e incluso romances–, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Estos tres nuevos finales inesperados que ofreceremos, en esta segunda entrega, cada uno de historias y de tiempos diversos y diferentes, abundan en esa intención. Es nuestro deseo que disfruten del experimento, ideado para lectores como ustedes.

***

4

Esta segunda entrega la comenzamos con el otro gran relato fundacional de nuestra cultura occidental, la Iliada. Pero, en el final alternativo que hemos ideado para este, no se hará hincapié en el carácter de su héroe, el gran Aquiles, otro de los grandes modelos clásicos de la peripecia humana, el del guerrero orgulloso, inmisericorde e imbatible. No. Haremos hincapié en la inmensa melancolía de la victoria.

 

Ilíada de Homero

(… esta es la profunda melancolía de la victoria…)

 

… y al ver arder los últimos edificios de Troya, y al ver caer sus últimos paños de muralla, un profundo y reverencial silencio se extendió por el campo griego; y una extraña melancolía arrebató a los héroes aqueos. De repente, aunque era previsible −pues esa es la lógica del final de todas las guerras, si han sido limpias−, se amontonaron en sus mentes todos los años pasados juntos; todos y cada uno de los instantes compartidos −ya fuesen oro o polvo− con sus compañeros, y sintieron una insufrible nostalgia de los camaradas −y de los días− que ahora abandonarían y de los que se despedirían para siempre…

Con el resplandor de las últimas llamaradas y con el vuelo de las pavesas humeantes, acudían a ellos los recuerdos de los días de dolor, cansancio y desesperación, pero también las jornadas y los momentos de ilusiones y esperanzas compartidas, de los hogares encendidos en las playas, de las cenas compartidas en las frías noches de invierno y en las tibias noches de los veranos; noches alegradas por el licor, por la hierba o por el amor… Les venía la imponente imagen de Aquiles vengando a Patroclo y la no menos imponente de Héctor; y la dignidad y el ardor de sus combates y de su lucha, una dignidad que jamás volverían a encontrar en ningún otro combate; como no encontrarían tampoco aquella valentía y aquel arrojo del adversario, su cerrada y noble defensa de su patria, y tanto honor derrochado…

Una profunda tristeza y silencio lo inundó todo y una especie como de apática abulia. El que más y el que menos se retiraba a un lugar apartado a rememorar los años pasados, los camaradas y los instantes perdidos ya para siempre, y gruesos torrentes de lágrimas resbalaban por sus rostros tan desconsolados… Ninguno quería partir, deseaban continuar el combate por Troya, se lamentaban de su destrucción, de la aniquilación de sus moradores; sin ellos, si esas murallas imbatibles, sus vidas ya no serían las mismas, ni siquiera podrían llamarse vidas; y fue al tercer día de silencio y de llantos cuando cundió la especie, primero apenas articulada, luego extendida con rabia y rencor: era Ulises el culpable de todo; Ulises les había arrebatado lo único que habían tenido, lo único que había dado sentido a sus vidas, la aventura de la conquista de la ciudad de las ciudades… Ulises era el que les arrebataría ahora también a sus camaradas y con ellos les arrebataría también todos los días felices y los destinos enlazados y compartidos…

Sí, era cierto; Ulises, al permitirles la conquista y la destrucción de Troya, les había arrebatado también, de alguna insidiosa manera, el sentido de sus vidas. Ellos ya no sentían nostalgia alguna, ni añoraban ninguna isla, como él, perdida en regiones ya olvidadas de la memoria.

5

Mucho se ha dicho sobre este auténtico relato fetiche de nuestra tradición, pero seguro que nunca se ha reparado en este posible y muy lógico final.

 

Divina Comedia de Dante

(Sin Paraíso)

 

− Tú me has traído aquí, no fueron mis méritos ni mi voluntad; en realidad tú me exaltaste a la derecha de la corte celestial contra mi voluntad; no me obligarás ahora a franquearte las puertas del Paraíso…

Fueron estas, o acaso otras muy parecidas, las palabras con las que Beatriz se negó a recibir y acompañar a Dante por las dependencias celestiales…

− ¡Prefiero ser condenada al Infierno!... (dicen que exclamó con rabia incontenida)

Y, dirigiéndose a San Pedro, el cachazudo guardián de la Puerta, concluyó con una afirmación que con el tiempo haría fortuna…

− ¡Ese imbécil jamás entendió que un no es un no, joder!…

El divino Dante no salía de su estupor ni de su asombro, no comprendía que en esta nueva floresta sí se había perdido definitivamente… Virgilio, más astuto y más experimentado, se escabulló en cuanto pudo, conocía bien cómo se las gastaban las mujeres airadas, por eso le sorprendió la necia candidez de su pupilo, que como embobado aceptaba con el labio inferior flácido y caído las sevicias de su idolatrada Beatriz…

 

[… y todo esto dicho con el rancio sabor de los tercetos encadenados…]

 


 

6

Y para finalizar esta segunda entrega, un final, muy lógico también, creo, para una de las novelas fundamentales de nuestra posguerra, dura, oscura y melancólica como pocas. Si no la han leído, léanla, y comprenderán.

 

Nada de Carmen Laforet

(Las mujeres, la guerra, la felicidad)

 

… No me podía dormir. Encontraba idiota sentir otra vez aquella ansiosa expectación que un año antes, en el pueblo, me hacía saltar de la cama cada media hora, temiendo perder el tren de las seis, y no podía evitarla. No tenía ahora las mismas ilusiones, pero aquella partida me emocionaba como una liberación. El padre de Ena, que había venido a Barcelona por unos días, a la mañana siguiente me vendría a recoger para que le acompañase en su viaje de vuelta a Madrid. Haríamos el viaje en su automóvil. Estaba ya vestida cuando el chófer llamó discretamente a la puerta. La casa entera parecía silenciosa y dormida bajo la luz grisácea que entraba por los balcones. Me asomé al cuarto de la abuela. Estaba despierta, esperándome; creo que se le había olvidado lo que nos había oído a Gloria y a mí sobre la locura de Juan; y mientras estábamos abrazadas sin decirnos nada, como si se lo estuviera diciendo a sí misma, murmuró apenas: 

 – No sé, hija, qué ha pasado, pero, a pesar de lo del miliciano y del miedo por lo de don Jerónimo, ¿sabes lo que te digo?, que en los años de la guerra, en Barcelona, las mujeres éramos felices, muy felices, hija… que Dios me perdone por decirlo, pero así era… Éramos muy felices en las calles y en esta casa.

Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces. De pie, al lado del largo automóvil negro, me esperaba el padre de Ena. Me tendió las manos en una bienvenida cordial. Se volvió al chófer para recomendarle no sé qué encargos. Luego me dijo:

– Comeremos en Zaragoza, pero antes tendremos un buen desayuno –se sonrió ampliamente–; le gustará el viaje, Andrea. Ya verá usted... El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí, pero las últimas palabras de la abuela aún resonaban dentro de mí:

– Éramos muy felices, hija; durante la guerra, las mujeres éramos felices, en las calles y en esta casa también…