a Vicente Valero

 

Todas las noches, a la misma hora, se despertaba, y mientras apoyándose en las dos manos se iba incorporando poco a poco en la cama, trataba de recordar el sueño. A continuación se deslizaba  hacia un lado, el izquierdo, y se dejaba caer, hasta que sus pies daban con las zapatillas. Entonces se ponía en pie. Encendía el móvil. Las cinco y treinta, buena hora pensaba, ningún mensaje. No te levantes a oscuras, me preocupa que un día te caigas, le había dicho antes de colgar. Puedes tropezar, tienes la casa llena de trastos. Hazme el favor de encender la luz. Todavía no había amanecido. No corría las cortinas a pesar de su insistencia. Sólo cuando ella se quedaba a dormir. Dormirás mejor, hazme caso, no se cansaba de repetirle. Tampoco había luz en la gran vía, excepto, de cuando en cuando, las luces de algún coche. ¿Quién conduciría aquellos coches? ¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Jóvenes o viejos? ¿De dónde venían a estas horas? ¿A dónde iban? Tenía la boca seca y ganas de mear. Primero la cocina, se dijo. ¿Por qué no te llevas un vaso de agua a la cama, como todo el mundo? Mejor aún, llévate la botella. La dejas en la mesita y así no tienes que levantarte a beber. Ya, respondía él, pero se calienta, y a mí me gusta el agua fría. Abrió la nevera y echó un trago directamente de la botella. Bebía más para refrescarse la boca que para saciar la sed. Luego se dirigió al baño, y, sin encender la luz, se sentó a orinar. Se lavó meticulosamente las manos. Volvió a la cama. Encendió la lámpara. En la mesa había varias pilas de libros, fichas, lápices, una piedra de la Selva Negra que le servía de pisapapeles. Cogió un libro maquinalmente y un lápiz. Enfermos antiguos de Vicente Valero. Me gusta este tipo pensó, me gusta lo que escribe y me gusta cómo escribe. Y se dispuso a leer la primera página mientras pensaba en la sabiduría de los viejos. La sabiduría de los viejos murmuró para sí mismo, otro cuento más. La sabiduría de los viejos no es sabiduría, es sencillamente vejez, es resignación, es resentimiento, la sabiduría de los viejos es despertarte todos los días a las cinco de la mañana y tomar catorce pastillas diarias. Resumiendo, una putada, una enorme putada. Sí, ya sé que en la vejez la vida se remansa y el deseo se muda en afecto, ya sé que más vale aceptar lo imponderable, someterse voluntariamente. Por no hablar de ese espíritu que en algunas personas se mantiene siempre joven, o del valor de la amistad, de la auténtica y desinteresada amistad. En fin, si eso le consuela, me alegraré por usted. Empezó a leer:

“En uno de mis primeros recuerdos veo a un hombre con barba que está sentado en una butaca al lado de una estufa. Este hombre, de quien no puedo decir nada más, si era viejo o joven, cuál era su nombre, dónde estaba su casa, no habla: lo hacen por él tres —o quizá dos, o cuatro— mujeres que parecen discutir entre ellas, que se interrumpen a gritos, que tratan de explicarse ante otra mujer que acaba de llegar, conmigo, y que —la reconozco— es  mi madre”.

Leyó la primera página hasta el final y cerró el libro. Sabes, le había dicho también aquella noche por teléfono, para mí la primera página es muy importante, si la primera página me gusta, sé que me va a gustar el libro. Y me cuenta que antes, cuando se compraba un libro (ahora ya no se los compra, los saca de la biblioteca, o se los presto yo), generalmente una novela, aunque podía ser otra cosa, cualquier cosa, porque alguien le había hablado del libro, o había leído algo sobre él, y cuando empezaba a leerlo, cuando leía la primera página, pues, no sé cómo decirlo, pero si no me enganchaba, sabes ¿entiendes lo que te digo?, pues lo dejaba para otro momento. Así que ya no compro ningún libro sin haber leído antes la primera página. Te entiendo, le dije, pero ¿no has pensado que a lo mejor era el libro el que te dejaba a ti?, ¿Y eso qué importa? Tienes razón, no importa. Valero ¿qué tal está?, me preguntó. El anterior, el del ajedrez, recuerdas, me gustó. Duelo de alfiles, sí. A mí también me gustó. Valero, le dije, está escribiendo una obra de bastante más calado que todo lo que año tras año se nos anuncia como “obra maestra”, o “un nuevo Proust”, (no se lo debí de decir así, como comprenderán, “calado” no quiere decir nada, pero no recuerdo las palabras exactas). Con cada nuevo libro Valero ahonda (no, nada de ahonda, tachen esto también). Con cada nuevo libro Valero da un paso más…, sí, esto está bien, un paso. Levantó la vista. Estaba amaneciendo. Pensó, luego seguiré. Antes de apagar la luz vio cómo una franja luminosa, cada vez más ancha, cada vez más luminosa, se perfilaba en el horizonte, vio la cúpula de la iglesia saliendo poco a poco de la oscuridad, vio los tejados, las antenas, todo cada vez más nítido, el cielo, el color del cielo tiñéndose de rojo, de azul, de anaranjado. Dejó el libro en la mesa, el lápiz se calló al suelo. Cerró los ojos.

 

*

 

Cuando una hora más tarde se despertó y se puso a escribir esta página el cielo era azul. Una vez más recordó la cita de Salter: “… y todo es absurdo excepto el honor, el amor y lo poco que el corazón conoce”. Debe de estar en Quemar los días, su autobiografía, la había buscado varias veces últimamente pero no la había encontrado. Escribió a continuación: el mundo es como lo vemos, y no lo vemos igual con diez años que con setenta. Escribió: la verdad no está en lo que contamos, ni está en lo que recordamos, la verdad está en una mirada, en el temblor de una mano. Escribió: la verdad está en una mentira dicha por amor. Todo esto le sonaba haberlo escrito en otras ocasiones. A propósito de otros libros. O tal vez lo había leído. Se repetía. Hacía tiempo que se repetía. Pero no, no me he ido del tema trató de convencerse a sí mismo, esto no es una digresión, esto es el tema, esto es Enfermos antiguos, el último libro de Vicente Valero. Volver la vista atrás y mirar a lo lejos. Otra frase: “La literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos soledades”. (Lorrie Moore, a propósito de John Cheever.) La soledad del lector y la soledad del escritor. Ella no escribió “soledades” sino “agorafobias”, pero está claro lo que quiso decir. Hacemos lo que podemos, dijo también. Valero no se ha propuesto contarnos su vida, ni siquiera se ha propuesto rescatar del olvido un pasado que no volverá. Pero, ¿puedo estar seguro de esto? ¿Cómo saberlo? Enfermos antiguos, y su libro anterior, Las transiciones, no son sus memorias; como tampoco es su particular búsqueda del tiempo perdido. ¿Qué son entonces? La vida no cabe en una biografía, aunque “todo trabajo serio de creación debe tener un fondo autobiográfico”. Los recuerdos no vuelven en el orden en que sucedieron ni como sucedieron. Y tampoco vuelven todos. ¿Quién hace la selección? Pero no estamos reconstruyendo un crimen. Lo estamos perpetrando. No estamos volviendo al pasado. Es el pasado el que vuelve a nosotros. Ese pasado que no está muerto. “Ese pasado que ni siquiera está pasado”. En puridad Las transiciones es posterior a Enfermos antiguos. Al menos los hechos que allí se narran son posteriores, cronológicamente posteriores. No hay una causa primera, ni eficiente ni final. Los recuerdos no acuden cronológicamente, nos los explicamos a nosotros y a los demás cronológicamente, porque nuestra razón necesita que una causa preceda a un efecto y que no haya efecto sin causa. Pero la memoria no tiene en cuenta la cronología. La mente se rige por otras jerarquías invisibles cuya razón ignoramos. El mundo no habla, no nos habla, somos nosotros los que hablamos por él. Todo en este mundo es contingente, todo puede ser y todo puede no ser, todo pudo y no pudo ser.

Y escribe Valero, ya hacia el final del libro: “Todo estaba cambiando y de aquellos cambios —de sus consecuencias más visibles—  se hablaba, pero nunca del cambio mismo  —de su causa más profunda  —ni tampoco mucho—  algo más y siempre con inquietud sincera – de hacia dónde nos llevaban. Nadie en la isla echaba de menos tiempos mejores, simplemente porque nadie los había conocido…”

Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

*

 

No acaba bien, me dijo aquel mismo día después de leerlo. Las dos líneas finales están bien, esas tienes que dejarlas, pero la cita de Valero, esa cita en concreto me refiero, no digo que no esté bien, pero aquí no viene a cuento. Tienes que buscar otra. Tenía razón. Tienes razón, le dije, pero tenía que acabar con una cita de Valero. Sobre todo tenía que acabar, porque aquella primera página se había convertido ya en tres. Tienes razón, repetí. Pues busca otra, me dijo. Sí, voy a buscar otra. Y otra cosa más. Estaría bien que el narrador volviera a hacer acto de presencia, ¿no crees? ¿El narrador? Sí, el tipo del principio, el que se levanta a media noche a mear. Pues no es mala idea, pensé. ¿Cómo no se me había ocurrido? Piénsalo, repitió. Sí, lo pensaré, voy a pensarlo ahora mismo. Y mientras se lo decía, se me ocurrió de repente. La cita no tiene que ser de Enfermos antiguos. La cita tiene que ser de Las transiciones. Esta noche te llamo, ¿de acuerdo? Claro, llama cuando quieras cariño. Y fui a por Las transiciones. No necesité buscar mucho.

“Han pasado ya casi veinte años desde aquel día y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, puedo aún oler mi aliento ácido, oír los ruidos de mi estómago, sentir las punzadas de mi dolor de cabeza y de mi vértigo. Anduve un rato perdido o desorientado por aquellas calles desangeladas y húmedas sin encontrarlo, hasta que por fin di con el cementerio, donde más pronto o más tarde, pensé en aquel momento, también irían a parar mis huesos, mis recuerdos y mis pensamientos, mis tristezas y mis alegrías, ya nada importaría entonces…”

El final siempre es anterior al final. El final nos deja huérfanos. El final nos hace enmudecer, nos nubla la vista. Nos gustaría pensar que el final nos prepara para el final. Pero no es así. Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

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Vicente Valero, Enfermos antiguos, Cáceres, Periférica, 2020.

--Las transiciones, Cáceres, Periférica, 2016.