La madre abre los ojos y no se reconoce. Trata de descifrar ese rostro enmarcado, tan extraño, tan ausente, que, anclado en la pared, nunca deja de mirarla. Alza una ceja y el retrato imita su gesto. No comprende. Inventa un cuadro propio en el espejo sin saber que, mientras tanto, alguien la está «escriviviendo» en su papel. Es una abuela ciega, una isla-persona subterránea nacida de la erupción verbal del último poemario de Nuria Ruiz de Viñaspre (Logroño, 1969), Las abuelas ciegas, galardonado con el XXIV Premio de Poesía «Nicolás del Hierro». Es Las abuelas ciegas (Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022) un libro en el que la res olvidadiza de la enfermedad de Alzheimer influye sobre la acertada decisión que la autora toma sobre sus verba, esto es, sobre la forma voluntariamente fragmentada en la que el texto se presenta. Y es que en este libro, al igual que en la vida, «Todo empieza donde todo acaba / en la punta de la lengua / cementerio letológico donde van a morir las palabras», esas voces perdidas, esas puntadas huidas del hilván de las reminiscencias, esos fragmentos de un pasado hecho añicos y transformado en retazos de gramática.

Nuria Ruiz de Viñaspre sabe que cuando la madeja de la memoria se enmaraña, el olvido la corta y el tejido del recuerdo, como el texto, se quebranta. Se hace entonces huella del silencio, vacío de quien llega a «perder la memoria / perder la / la» en el espacio en blanco u óstracon del tipo leucós de esta práctica balbuceante, casi desaparecida y disuelta por completo, de quien escribe el recuerdo de una lengua mordisqueada, del texto que, como apuntara Túa Blesa en Los trazos del silencio (1998), dice su logofagia. También el tema afecta a esa ausencia de puntuación que parece abandonar el discurso ordenado por una suerte de habla, además de ejercer su influjo sobre la sintaxis, en una suerte de dislocución ¾en la terminología de Chantal Maillard¾ que tensa hasta la disociación la trama del lenguaje. Surcando este mar de páginas, estas islas verbales, hay ciertas reminiscencias intertextuales que dan cuenta de un discurso ecoico, polifónico, en el que se dialoga con las resonancias implícitas de autores como Antonio Gamoneda, Jorge Manrique, María Zambrano o Juana Castro, además de otras ¾Rabindranath Tagore, Roberto Juarroz, Arturo Carrera, Luis Buñuel, Lita Cabellut, Novalis, Cirlot, Rumi, Nasrudin¾ explícitamente referenciadas.

En este libro, desde una peculiar arqueología discursiva, la autora (des)escribe esta experiencia-límite del lenguaje, una voz que, aturdida, se expone a su propia intemperie cuando el fuego del hogar de la anterior palabra ya no calienta, cuando la morada del verbo ya no le pertenece ni responde a la mente emancipada, cuando la casa conocida salta por los aires y solo se puede escribir desde la conciencia de la mordedura, del abismo, del residuo que queda tras la fuga. Cada poema es un pájaro que no recuerda cómo anidó la vez anterior en la memoria, un discurso que decanta las casas y las cosas, que perdura y perjura su dicción en continuos lapsus-paronomasias que dan cuenta de la proximidad de un precipicio logofágico con vistas a la nada. Dado que la autora asegura que «el predemente es vertical», la memoria, sin previo aviso, se despeña, se decanta, se vuelve sumidero y, si de repente toma el pasado por residuo, desagua los recuerdos. Es así como la autora logra recrear de cerca en estas páginas «el Alzheimer de una madre diseñando / idiomas propios», por medio de un particular discurso verbodegenerativo que modela y mordisquea los trazos del silencio y las trizas de la palabra.

En ocasiones, Ruiz de Viñaspre juega también con la dispositio, con prácticas texto-visuales cercanas al caligrama, con herramientas que rompen el fondo esperado del texto, dejan al margen la convención de la escritura o comparan el poema con un embudo invertido que transmuta la pérdida en ganancia. Pero hay, además, algo de excavación en este libro, algo de perforación del habla, algo de retrotracción al balbuceo previo a la dicción, algo que recuerda a la inefabilidad de toda antepalabra. En este poemario, «Los leones no caminan vestidos / quieren ir al fondo del lenguaje / a desenterrar palabras que les miren de frente». Y hacia ese fondo, hacia ese soterrado arché originario se orienta a veces cierta de(con)strucción creadora, en ocasiones casi juarrociana. Mediante distintas herramientas discursivas, la voz se tambalea en el lenguaje, duda, se confunde, pierde su referente si en esta «alteración del habla / aliteración del yo / ¿o era al revés?» se mezcla y se enmaraña. El discurso que ya no se pertenece de pronto se traba. «¿Acaso gallo y galgo son parte de su abismo?», se pregunta el yo lírico ante el habla de la abuela ciega. «Yodo está en su sitio», confunde más adelante. Y es que, tal y como refiere otro poema: “La mente ordenaba una colocación concreta / de notas y la boca desobedecía / Se desconcretaba su abecedario musical / […] Ella solo quería formalizar su idioma / sin léxico sin vocabulario con amnesia / histérica y con fuga.”

En este vaciado memorístico y verbal, la autora trabaja en ocasiones con un imaginario cercano a la nadificación zambraniana, como vemos en «Desde allí la nada y el nadie / donde nada sale y nadie entra», o próximo, también, al no-tiempo o el tiempo otro de un «ahora después aquí» propio de El espacio literario blanchotiano. Se trabaja así con una cosmovisión detenida, con cierta isotopía de una región del no, con un imaginario en el que se ha perdido toda coordenada. El discurso fragmentado se sitúa, además, en un no-lugar distinto al cotidiano, ya que «Cuando en la mente hay ventisca todo sale de su lugar» hacia un afuera, convierte el tránsito en errancia, en nomadismo de ese lenguaje en fuga que se entrega a la intemperie desértica del habla.

Así, en Las abuelas ciegas asistimos a una experiencia-límite del lenguaje, al desorden y a la confusión, a la conciencia del mordisco lingüístico de ese olvido que nos traga.

 

Nuria Ruiz de Viñaspre, Las abuelas ciegas, pról. Amalia Iglesias Serna, Piedrabuena, Ayuntamiento de Piedrabuena, 2022.