Nueve son los pájaros, según el ritual del curandero de Goizueta, necesarios para la sanación: “Los pájaros son nueve, nueve son ocho, ocho son siete, siete son seis... dos son uno, los pájaros son uno, los pájaros no son uno, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo curen a este uno”. Los pájaros nunca han gobernado el mundo, sino los seres humanos, pero su presencia, haciendo piruetas en el aire o dando pequeños saltos en la tierra, ha llamado la atención, y concitado un sinfín de interrogantes. Preguntar es dar asiento a la duda. Responder no es, que yo sepa, labor de la poesía. El pájaro, símbolo de la ligereza y levedad, dejó de ser símbolo poético. Recordad a Gamoneda y su “Paisaje con pájaros amarillos”. Que Tere Irastortza recupere una tradición en declive, como casi todo lo que se enfrenta a la naturaleza humana, es motivo de gozo.

Tere Irastortza publicó su primer libro de poemas en 1980, Gabeziak/ Carencias. Han pasado, pues, más de cuarenta años desde entonces. La privación era uno de sus motivos, uno de sus referentes, uno de sus asideros poéticos. Se puede comprender, o podemos comprender, siguiendo nuestro instinto, que el concepto de privación nos remita al del tiempo. La carencia es un vacío en el presente, un hueco en el devenir, un puño cerrado en la memoria. Cabe preguntarse asimismo si alguna vez tendrá fin, o si es la continuación de un vacío existencial, algo que tampoco tuvo inicio. La carencia se acompaña de otros conceptos interrelacionados: silencio, desnudez, oscuridad, ceguera, tristeza.

La realidad de un pájaro, sin embargo, es física. Los sentidos son conscientes: la vista que identifica al ave; el oído que escucha el canto; el tacto, cuando se deja atrapar, y se siente la blandura de un cuerpo pequeño, caliente, tenso y agitado. He aquí una muestra de la autora: “Aunque haya visto las ramas desnudas en el otoño más veces que a los petirrojos posados en ellas, puedo describir con mayor soltura al pájaro: cuello rojo, ojo redondo, pico muy abierto... Pero no encuentro la palabra adecuada para ese liquen de la rama que oscila entre el verde y el amarillo: Lo que indica mi falta de intención, al observar la naturaleza”.

Creo que escribir es abrir las puertas y los candados que impiden de forma natural acceder a nuestro interior y dejar salir a lo que se ha guardado o, simplemente, se ha escondido y ha permanecido allí, al abrigo de lo ajeno. La poesía, en efecto, es fluidez: las palabras que van y vienen, el silencio que desaparece, pájaros asustados que alzan el vuelo, cuando atisban un espacio de donde huir y transformarse. La dimensión de este último libro de Tere Irastortza es espacial. Busca fundar y refundar el mundo, construirlo desde las cenizas, desde las ruinas de algo que fue memorable. No trata de suplir ausencias, de llenar vacíos, sino de extenderse por los lugares que aún sobreviven, no en el apartamento de la memoria, sino en el refugio endeble y delicado del lenguaje. De ahí la obsesión por las palabras, sobre su significado, sobre su origen, previendo quizás que, igual que lo que nos rodea, tengan su fecha de caducidad. Hay en Tere Irastortza un intento de redención de la lengua y, también, de asumir su propia existencia. Cuando muere un ave, se produce tal conmoción en el cielo, que el aire se calma y el viento enmudece. Cuando muere un animal, la tierra se contrae y la inquietud se extiende, como un temblor que agita las ramas de los árboles, y palidecen las rosas y los claveles lloran lágrimas perfumadas de aroma de estrellas. Cuando muere un ser humano, el mundo se agrieta y se rompe en algún lugar, las olas se repliegan y el mar se rebela, lanzando espuma por su boca. Cuando muere una palabra, las montañas se envuelven en niebla, la arena se lamenta y la tierra ennegrece.

Es poeta de su tiempo: quiero decir que es poeta del aquí y del ahora. El ser humano tiende al tiempo, o al no-tiempo, al tiempo sin tiempo, porque no es consciente de sus límites. Pero la poeta que observa a los pájaros siempre va en dirección contraria, siguiendo las huellas que las aves van dejando en el cielo, siguiendo el curso de las palabras en el texto amplio de la escritura –que no es otro que el de la vida–, siguiendo al tiempo hasta su extenuación.

Volar ya no es atributo de aves y pájaros. Vuelan las nubes: aparecen y, en un instante, ya no están. Vuelan los sueños. Si no se repiten es buena señal, si lo hacen se convierten en pesadilla. Vuelan las palabras en este retrato de la fugacidad y de la alegría.

 

Tere Irastortza Garmendia, Son nueve, los pájaros, Zaragoza, Olifante, 2023