Hay que saludar con gratitud la publicación de Historias de la pequeña ciudad: obra audaz, valiente e inesperada, alejada de las modas dominantes, escrita con el esmerado rigor que sabe imprimir a su quehacer el orfebre escrupuloso, y cuyo mayor y más genuino mérito reside probablemente en el insobornable afán de autenticidad que desprenden sus páginas más inspiradas y luminosas. Quien conozca algo de su itinerario literario sabrá que el abulense Antonio Pascual Pareja no es ave del «nuevo gay-trinar». Es el suyo un universo creativo regido por criterios estéticos que no pocos se aprestarán a tildar de anticuados, cuando no plenamente superados; sin embargo, el escritor, enteramente consciente de que su labor no pasa por someterse con docilidad a los dictados de las tendencias en boga, prosigue su propia búsqueda, perseverante, tenaz, apasionada de la belleza, siempre atento a su vertiente más cercana —y acaso por ello, más secreta—; avanzando con paso decidido en la tarea de dar encarnadura literaria a todas aquellas impresiones que han ido forjando su peculiar forma de sentir la inmediata realidad que lo circunda.

En la estela de su muy estimable Invisible Pablo, esta última obra se inscribe también en un ámbito un tanto ambiguo, de incierta adscripción genérica. Bien parece acomodarse Antonio Pascual al principio de que el género literario ha de ponerse siempre al servicio de las necesidades creativas de cada escritor. Por de pronto, en una primera aproximación —a todas luces insuficiente— basta decir que Historias de la pequeña ciudad se integra en su mayor parte por una colección de piezas narrativas breves, que tienen como denominador común la presencia de un mismo marco provinciano, en el que —solo en apariencia— predominan la monotonía y el tedio. Con todo, ante las sombras de algunos posibles prejuicios, el propio creador decide anticiparse y, con precisas palabras, aclara la sustancia inspiradora de la obra:

“¿Qué pasa en la pequeña ciudad? Nada. Nada pasa en ella. Todo lo que es digno de contar, lo decisivo, ocurre en las grandes ciudades. En los lugares pequeños, el rostro de la vida es anodino y gris. […] Y, sin embargo, todo lo realmente valioso es parvo. [...] Todo lo importante es pequeño y, por ello, fácil de perder.”

El poeta abulense se erige, pues, en cantor de ciertas realidades humildes, anónimas, modestas, injustamente ignoradas; se afana en hacer visible lo invisible, en recuperar la sustancia estética que se halla oculta en nuestras peripecias más mundanas. Desde un lugar vital y espiritual propio, desde su locus standi —según la célebre expresión del filósofo George Santayana— nos va desvelando la trascendencia que palpita en los hechos más prosaicos, y a los que rara vez otorgamos la atención requerida: «Pero, como nada ocurre en la pequeña ciudad, las cosas nimias acaban teniendo aquí su importancia».

Su escritura participa de ese mismo ideal: se elude la afectación expresiva, se desdeñan los artificios narrativos sofisticados y complejos. Hay que elogiar su prosa: austera, exacta, contenida; probablemente madurada en fecundos ratos de soledad y silencio. En conjunto, sobresale de nuevo el inextinguible magisterio de Azorín, tan vivo y pujante, como cualquiera de nuestros clásicos, ya omnipresente en Invisible Pablo, y que reaparece confirmándose como deidad tutelar de Antonio Pascual Pareja, al que incluso dedica un personal homenaje en «El hombre que lee».

Esta filiación noventayochista, muy acusada, por ejemplo, en lo tocante a la evocación del paisaje o a la intensa conciencia de la temporalidad, puede llegar a opacar la presencia de otros relevantes veneros. Claro está que la localización provinciana de la obra no es óbice para que el autor demuestre, sin énfasis innecesarios ni infatuado exhibicionismo, poseer un vasto bagaje cultural, en el que tienen cabida escritores del fuste de Tolstói, Shakespeare, Emily Dickinson, John Keats o Rilke; e incluso otros raramente frecuentados, como la malograda Maria Messina. Personajes y motivos literarios, cumple subrayarlo, que se integran a veces con total naturalidad en el microuniverso contemporáneo de su ciudad. De esta manera, Jacinto, por más señas el poeta Jacinto Herrero Esteban (1931-2011), añora a su amigo, el también poeta Antonio Muñoz Rojas (1909-2009), en «El reguerillo». Natalia Goncharova y Alexandr Pushkin aparecen transmutados en los Alejandro y Natalia de la pequeña ciudad en la breve historia titulada «La florecilla». La solitaria y abatida Elena, evoca, sin duda, a la bien conocida Hélène, destinataria de los sonetos que concedieron la inmortalidad literaria a Pierre de Ronsard. Sabemos, además, que el bohemio del cuento homónimo se llama Alejandro, y su mujer Juana, en clara alusión a Alejandro Sawa y a su mujer Jeanne Poirier; este recita versos de Rubén Darío y emplea su inconfundible y delatora muletilla: ¡admirable!

 Especial atención reclama, asimismo, la notable influencia que ejerce sobre nuestro autor el mundo cinematográfico. Dejando a un lado alusiones a ciertas películas fetiche (Once upon a time in America o ¡Qué bello es vivir!) y a consagrados directores como Raoul Walsh o Nicholas Ray, contenidas en el cuento «Alicia», importa destacar curiosos paralelismos más recónditos. Sobresalen, de forma llamativa, ciertas concomitancias de Historias la pequeña ciudad con Más allá de las nubes, película un tanto infravalorada, que un veterano Michelangelo Antonioni dirigió con Wim Wenders a mediados de los años noventa del cada vez más lejano siglo XX. Similitudes observables tanto en el sosegado tempo narrativo, como en algunas historias —recuérdese la protagonizada por Irène Jacob—. Pero, como es natural, la pasión cinéfila no se agota en un puñado de referencias. Se observan, por otra parte, ecos del cuidado intimismo de realizadores como Y. Ozu, Ingmar Bergman o Víctor Erice, por ceñirnos solamente a las referencias más ilustres. Otro nombre ineludible es el de Charles Chaplin, con el que comparte nuestro escritor una singular predilección por «los universales del sentimiento».

Pero Historias de la pequeña ciudad es un título engañoso: ciertos capítulos son eminentemente descriptivos. He aquí la pervivencia natural de su veta poética —recuérdese que Pascual Pareja es autor del poemario El viento y la casa (2007)—. En general, son brevísimos intermezzos en los que el autor alcanza su más elevado vuelo lírico. Logra una estremecedora limpidez en algunos pasajes preñados de una fuerza poética incontestable, en los que, junto al antes mencionado Azorín, se percibe la influencia de Juan Ramón Jiménez o un no muy lejano parentesco con ese tono evocador y nostálgico del Ocnos de Luis Cernuda. Instantes de trance poético, auténticas hierofanías, momentos en los que eclosiona una fina sensibilidad: el amanecer, la puesta de sol, el paisaje otoñal, el estío, los primeros signos que anuncian el cambio de estación, cuando la ciudad vuelve a cobrar todo su protagonismo: «Cae la noche de verano sobre la pequeña ciudad. Se derrama sobre ella como tibio rocío. Empapa primero lo alto y desciende enseguida, con lenta prisa, sobre las cosas de los hombres».

A pesar de su estructura libre, dos personajes perduran y confieren cierta cohesión al conjunto: el primero —y el más relevante—  es la inmutable ciudad, en la que no es difícil entrever los inconfundibles trazos de su amada Ávila natal; en segundo lugar, acaso menos evidente, la del poeta, que aparece y reaparece fugazmente; ya como personaje protagonista de algunas historias, como «El poeta y la rosa», «El muro de cristal» o «El camino del poeta»; ya como discretísimo observador de esas peripecias cotidianas, que inspiran buena parte de las historias.

 En Historias de la pequeña ciudad se describe cabalmente un apasionante itinerario de formación espiritual y vital, que tiene como nervio central el mundo de las emociones y las cuestiones de alcance universal: el amor, la familia, la fugacidad temporal, la frustración, la vejez o la vocación literaria. Temas que son tratados desde la intimidad, desde el secreto mundo interior de unos personajes vistos siempre con comprensión y ternura. Como abulense de pura cepa, sabedor de que la mirada debe proyectarse siempre hacia ese místico «hondón interior», Pascual Pareja ha tratado de elaborar una auténtica historia de almas humanas y, al mismo tiempo, ha querido salvar e iluminar la memoria de todos esos seres desconocidos para la mayoría, pero decisivos en su proceso de maduración, pertenecientes a su propia «intrahistoria» personal. El escritor logra su ambicioso empeño apoyándose en una suerte de sabiduría contemplativa, en un modo concreto de situarse ante la realidad. Es la suya una auténtica pedagogía de la mirada. Se trata de una forma de sentir y de observar indisociable de una concepción antropológica y aun existencial genuinamente cristiana. Porque, llegados a este punto, habrá que manifestarlo sin ambages: Historias de la pequeña ciudad se presenta como una obra hondamente religiosa. Sirva de ejemplo ilustrativo el tono elegíaco que preside la emocionante semblanza a José Antonio, protagonista de «Un hombre bueno», perfecto ejemplo de un ars moriendi cristiano, que se opone a la gélida mentalidad clínica que domina en la secularizada sociedad de nuestros días.

Terminada la lectura, un imperativo estético y vital se impone: el necesario regreso a la autenticidad, la restauración urgente de sacralidad de lo cotidiano.  Antonio Pascual nos enseña que el milagro es vivir, y que este acontece aquí y ahora, ante nuestra superficial indiferencia. Reivindica el autor el sentido de todos los pequeños gestos, mínimos y mundanos; de una preciada liturgia de la parvedad, desde una óptica personalista. Y, por añadidura, el amor a sus seres más queridos, a los habitantes desconocidos de la pequeña ciudad.

En realidad, Historias de la pequeña ciudad, bajo su engañosa apariencia de obra conformista y modesta, ha sido concebida como una auténtica reprobatio contra cierta literatura, obstinada en la exaltación de lo sórdido, plácidamente entregada a una vacua y nihilista celebración de las miserias humanas en sus aspectos más degradantes; como balsámico antídoto contra el solipsismo deshumanizador que invade la sociedad de nuestros días y que ha ido permeando de forma paulatina en la creación literaria. Antonio Pascual Pareja se sabe peregrino de su tiempo, rara avis en el parnaso contemporáneo; mas, a pesar de esta condición de escritor confinado a la incomprensión, se afana en mostrarnos la posibilidad de otros cauces literarios igualmente legítimos.

En efecto, cabría colegir, asumiendo todo lo que se ha comentado hasta aquí, que Historias de la pequeña ciudad brilla como creación singular, casi inaudita en el actual panorama literario, extemporánea tanto en lo que atañe a sus fuentes literarias como a sus firmes convicciones estéticas. Aboga Pascual Pareja por una literatura de la gratitud y del bien, enraizada en una concepción cristiana de la persona. En suma, una certeza ilumina las páginas más sublimes de Historias de la pequeña ciudad: el retorno a la patria de lo invisible, a la auténtica morada de los poetas verdaderos. Así se dice a las claras por boca de Francisco: «La vida nunca cesa. Siempre ocurren cosas. En cada lugar lo hacen de una forma distinta, única. Aquí la luz es otra. La ceguera es cosa de los hombres».

 Parece casi una paráfrasis del conocidísimo capítulo XXI de Le Petit Prince: «L’essentiel est invisible pour les yeux». Escuchemos nosotros, ingenuos pero apasionados lectores, sus sabias exhortaciones; salgamos, pues, de nuestra ceguera y vayamos al encuentro de lo invisible, celebremos el don siempre subyugante de la existencia; el auténtico milagro, el más luminoso y el más recóndito, la dicha de vivir y de sentirnos vivos, ante la realidad, misterio incesante, inabarcable.

 

 

Antonio Pascual Pareja. Historias de la pequeña ciudad. Valencia, Pre-Textos, 2019.