Las niñas siempre dicen la verdad (2018) y Los planetas fantasmas (2022) de la sevillana Rosa Berbel (1997), ha tenido una buena recepción por lectores y críticos próximos al realismo, a pesar de ser el segundo más complejo respecto a la mímesis de ese corte, realista. La poeta sevillana se presentó con la perspectiva de la edad, funambulismos y circunstancias, reivindicación o denuncia, con dos libros unitarios y colindantes en algunos aspectos. Me refiero asuntos como el desasosiego e incertidumbre ante el futuro, el fin de la infancia, denuncias de género, la relevancia de eros o el deseo, el amor/desamor, a veces envueltos en el sarcasmo, y otros atados a la reflexión con que emprende el camino de la madurez, en su evolución en algunos registros hacia un simbolismo bien trabado en el 2022. Un libro en el que también restaba protagonismo a los asuntos más escabrosos y de género, con que se presentó del 2018, y donde mostró capacidad para sostener un poema largo narrativo con talento en verso libre. La inicial propuesta se ha ido mostrando en su evolución más simbólica, incluidos los guiños a la pérdida de los referentes miméticos en Los planetas fantasmas. Además de poseer mayor originalidad en la perspectiva y envoltorio del imaginario entre el fin de la fiesta y los “cosmológicos”, mayor simbolismo y complejidad, maneras de decir menos directas o declarativas. En cualquier caso, en la poesía de Berbel priman el deseo y el amor/desamor, el sentimiento de pérdida, la incertidumbre ante el futuro de «una generación desalentada» (2018: 719), el sarcasmo, el desasosiego de una edad, entre otros ocasionales como la denuncia de abusos sufridos en redes o por el hecho de nacer mujer (2018). Ciertamente estos ocuparon lugar solo en 2018, muy en consonancia con el momento en que vivimos. Su palabra clara (independientemente de algunos simbolismos y pequeños hermetismos en su evolución) sin ampulosidades, ni logolalias (todo lo contrario), narrativa (cada vez menos, pero presente), sin excesivos riesgos en cuanto a los tropos, poco abundantes, pero propios y originales, supieron hablar de la capacidad para contar un mundo singular en sus desasosiegos, aunque a veces cayera en declarativismos secos. Eran libros subscritos a un querer decirse sin sucumbir a la narratividad huera, sin caer en amplificaciones, y puestos al servicio de contar un haz de conmociones y cuestionamientos, escondidas interrogaciones y emociones de toda índole. En fin, cuanto se ha venido en llamar “Poesía de la edad” desde la perspectiva de una joven (que recuerda haber dejado de ser niños “antes de ayer”) en un momento de tránsito.

La poesía de Rosa Berbel, obviamente, no ha surgido de la nada. Sus anclajes en el realismo de los 80/90, y en las propuestas poéticas del fragmento y malestar del 2000 de esa tendencia, parecen insorteables. También las deudas con la evolución del realismo desde el particular silabeo, procedimientos retóricos y fórmulas me sugieren aplicadas lecturas de Carlos Pardo (también diferenciadas), en lo fundamental. Evidentemente solo son eso, ecos y rastros de aprendizajes, diferentes en algunas cuestiones, en otras no tanto, como las que adopta ante la incertidumbre (algún eco de Gil de Biedma, igualmente, en «Sisterhood»). En cualquier caso, y fuera ya de ese ámbito del origen, su propuesta alterna poemas relativamente largos y breves que se combinan y alternan entre pespuntes simbólicos, analogías y los símbolos del tiempo o del paisaje, por ejemplo, entre otros domésticos, que intentan ejemplificar el momento emocional del yo y su circunstancia, junto a otros más declarativos o preocupaciones intelectuales (la belleza). Si en algo destaca Rosa Berbel es en el saber contar perplejidades y situaciones emotivas, con una sobresaliente capacidad de análisis de las sensaciones del tránsito desde la adolescencia a la madurez. O, si se prefiere, ese estar en el alambre y en las inseguridades del amor/desamor, las perspectivas inestables o inescrutables, la reivindicación del deseo desde el ser mujer. También su problemática, a veces no muy deseable, como el ser víctima de la violencia de género, frente a la pureza del amor y el deseo. Sin duda la escritora sevillana sabe construir libros unitarios, narrar con acierto, zambullirse en el análisis de todas esas emociones, transmitirlas con crudeza y profundidad (pienso en «El final de los ritos» (2022: 53), estupendo), aunque haya lugares vacíos, pretenciosos o intrascendentes poéticamente y vacuos. También parece bastante exagerado escribir cosas del tipo, la “calidad excepcional de sus poemas”, como hace Fernando Aramburu, el buen novelista de Patria y formidable escritor de crónicas de fútbol. No me lo parece. No le hace ningún bien además al estupendo y apetecible decir (de una sola manera, el verso libre, y con registros tonales próximos), de la poeta sevillana. Excepcionales son César Vallejo, Federico García Lorca o Pablo Neruda, por ejemplificar por lo breve. Por eso cuando Luis Bagué, habla de la irrupción de un Big Bang lírico, me parece igualmente muy desproporcionado con la realidad de sus poemas, aunque sean libros inteligentes y de poesía que así puede llamarse, en sus diferentes calidades, donde también hay sobrantes. Mucho más ajustada (y cauta) me parece la opinión de Luis García Montero en Infolibre, al hablar de honradez saber mostrar el sentimiento, de no temer hacerlo, y abordar una interrogación sobre la propia identidad desde un presente que reflexiona sobre los avatares del futuro y el pasado (oscureciéndose).

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) plantea desde el poema prólogo y su relevancia en indicar un sentido, una nueva situación personal y emocional frente a «(…) aquel tiempo extraño, /los amigos se habían mudado lejos/los lugares antiguos de la infancia/ se habían transformado para siempre/ con la prisa salvaje de los años perdidos» (2018: 9). Y añade «Aunque quizá todo esto/ahora no nos baste» (2018: 9). La cursiva del ahora marca esos dos tiempos a los que va a recurrir a lo largo de todo el libro, aunque no solamente, pero a los que confiere relevancia clave, ratificada con la cita de Rosana Acquaroni: “Y que no recordabas/que la infancia termina/cuando se incendia el bosque de los niños” (2018: 13). Con ese prolegómeno se da comienzo a las cavilaciones: «¿No era esto madurar: elegir cosas/y esconder la elección a los demás?» (2018: 15) …o, tras un juego infantil rememorado, el de girar hasta marearse, la capacidad enigmática, misteriosa, hermética y sugerente de los trazos en el aire que se abandonan, en ese mundo de analogías ajustadas con el vértigo: «Pero el hallazgo era nuestra suerte:/descubrir que los trazos del cuerpo y sus excusas/ condicionan el resto del paisaje» (2018:16). Trazos que se dejan y vértigo en el presente…

En la primera sección del libro y la “extrañeza” de la «Niña que no reconoce su cuerpo» (2018: 17), cuenta en «Deseo» (2018: 17), el despertar de una pulsión de la que se puede ser víctima. Y así ocurre, con explícita referencia a en el título a la película Sisterhood, donde el acoso en redes es protagonista: «No sé si es suficiente con la rabia, / las múltiples aristas del carácter, / no sé si protegernos suficiente/ la piel o la memoria de los abusadores» (2018: 21). Un asunto sobre el que vuelve en el poema que da título al libro, Las niñas siempre dicen la verdad. Los hombres, frente a las mujeres víctimas de ellos, son vistos como mentirosos, matan a sus esposas y abusan de niñas. Otro estupendo poema reportaje, por decirlo a la manera de José Hierro, donde se recorre no solo el abuso, sino las consecuencias del mismo en la víctima y lógicos sentimientos de odio. Poemas con sus correspondencias en «Retrato de familia» (2018: 23) donde el amargo sarcasmo, muy presente en su poesía se aplica al concepto de “familia” irónicamente, pues marca lo contrario, el desamor, y más visto desde los ojos de la niña en medio del conflicto y voz del mismo. Todo concluye, como no podría ser menos, en la desazón, y en el deseo de que la mujer león del poema «Frente a Dythrambe de Leonor Fini» (2018: 33), saltara del cuadro y agrediera a los hombres, aunque sea un imposible y reconozca: «la anécdota es/ solo una anécdota, / una mota de polvo/ sobre el gusto impecable de la historia (2018:34). En cualquier caso, y pensando en la Poética de Aristóteles (1.448ª), los pinta como Dionisio, tal como son, y denuncia.

Planes de futuro (2018: 37), título de la segunda parte y del poema que le da nombre, retorna a esa mirada ácida y sarcástica, proyectada en esta ocasión sobre un cuestionamiento de la realidad (desde sus amargos augurios en los que, seguramente, no querría verse), de una familia media en mitad del camino de su vida, y sus «miedos felices» (2018: 43). Ironías que llegan a «Femme fatal con prisa» (2018: 58) y que se agrían en «Sala de espera para madres impacientes» (2018: 67), donde continúa el desasosiego y la reflexión, agria y sarcástica, sobre la circunstancia de la mujer que «no debe cambiar nunca sus horarios/ por asuntos exactamente propios» (2018: 68) entre otros asuntos próximos y tratados con ironía amarga. En cualquier caso, además de esa incertidumbre ante el futuro o «el peso de la vida con sus dudas» (2018: 48), late en el libro un tono agrio y de denuncia, que ha gustado por ello y por la indudable unidad de mirada, amén de por su accesibilidad. Y no les falta razón desde esa perspectiva, próxima a los reportajes de José Hierro, salvadas las distancias, pero donde me parece que aún falta un poco de magia en el saber decir en conjunto, aunque haya excepciones. En cualquier caso, Rosa Berbel mostró talento y capacidad para sostener el poema largo narrativo espléndidamente.

El libro de referencia, Los planetas fantasmas (2022), arranca con una cita de Juan Luis Guerra: «Es un amor que contamina» (2022:13), para hablar de amor y deseo, inseguridades ante el futuro, de inestabilidad económica, precariedad, en un libro de referencia del contarse desde lo joven. La primera parte viene trufada de todo ello, poemas de deseo y amor/desamor, soledades, con un tinte hermético en ocasiones y un querer decir más de lo que en realidad dicen como en «Gota fría» (2018: 25). Otros estupendos, caso de «El final de los ritos» (2022:53) donde los cambios hacia la madurez le llevan a comparar etapas o «aquel tiempo en que mudar/era solo mudarse (2022: 31). Se trata del momento en que se ha perdido el miedo a los enigmas, también la acritud de algunos momentos primer libro, y donde priman los interrogantes e inseguridades, el desasosiego a pertenecer en el futuro a la insuficiencia material de cierta clase media (vista con sorna agria) y el «no logramos llegar a fin de mes» (2022: 39), junto a las miradas sobre “la fiesta” y el “final de la fiesta” de la inocencia (quizá con un guiño a Carlos Marzal, pero con un tono y sentido diferente).

La sección segunda y con el poema que le proporciona título «La conquista del paisaje» (2022: 57), vuelve sobre el modo de hacer narrativo y simbólico de una situación emocional y sus incertidumbres. Y así la «ficción del oasis pareció sostenernos/por un tiempo. Nos protegía la idea del refugio, /el recuerdo del agua nos saciaba/. Suceden tantas cosas mientras nos falta el agua…/ Sin embargo, el deseo/ es una lengua única.» (2022:58). Sin olvidar la reflexión posterior: «El ojo del futuro se abría a nuestros pies/y dentro de él veíamos a Dios. /O a un enigma de Dios. /Tan real en su textura/como una alfombra mágica» (2022: 59). «El ojo del futuro» se abría ante sus pies como un precipicio, parece decir contextualmente, y donde irrumpe ese breve irracionalismo del «enigma», más o menos identificado con la idea del enigma de la divinidad, al que había renunciado explícitamente en el libro anterior, o donde confirmaba el sentido, simbólico en este libro, mucho más que en el previo, sobre el amor o la vida: «Una existencia breve, dispuesta a la esperanza» (2022: 21), o ese «Velar por el futuro» (2022:69) o  «proteger el futuro/de las desolaciones del lenguaje»(2022: 73). O, si prefieren, «Ignoramos aún lo que seremos» (2022: 53), el «futuro impermeable (2018: 10) o «inescrutable» (2022: 49), a la par de los deseos de olvidar la familia y «librarnos de su historia» (2018: 33). Ese pasado pesa y lo deseable está por llegar: «Cuando digo mañana nos convoco» (2018: 41). «Cuando acabó la fiesta», tercera de las secciones, aborda el sentido de la magia, el deseo y la celebración del deseo. O  la insoportabilidad de la belleza desde los lenguajes “impuros” que apelan en este caso a un simbólico espacio doméstico con el explícito título: «Limpieza general» (2022: 67) y la hermosa mancha de la belleza, la belleza que ensucia y atrapa, entre sensaciones de extrañeza «una virtud alegre/un esplendor que bulle/que explota y nos alcanza» (2022:73).

Así, bajo ese «paisaje extraterrestre» (2022: 79) donde ha situado su extrañeza y estado emocional, preocupaciones y pulsiones, en esos «planetas fantasmas» y en su travesía por el «paisaje obligatorio» (202: 81), ha esquivado el realismo del libro anterior «traicionando del todo/ el referente» (2022: 83), pues la poeta desea escapar del paisaje real, cambiarlo, pues «Ni los mundos posibles/ni los mundos reales/ existirán jamás para nosotros» (2022: 83). El libro ha trasladado el discurso a un plano simbólico, que desea explicar bajo la palabra «devoción» (2022:86), en el poema de cierre del libro y el ciclo mágico de la simbólica irrealidad, de manera explícita. Siempre dentro de esa arquitectura de la “fiesta” que se acaba, y esa imaginería plena de imágenes amorosas en un libro que empezaba con «Nuevos propósitos» (2022: 15) y donde «La fiesta había acabado para siempre» (2022: 15) o «La fiesta terminó/ y la casa ya no es nuestra casa» (2022: 85). 

Canción de juventud, y sus satélites, esta de Rosa Berbel, vividas desde una mirada que mantiene que «El poema se construye en la verdad» (2018: 44), aquí y ahora, añade, como poética, junto a la belleza impura. Verdad que sitúa a la autora en un camino que va desde cuanto M.L. Roshenthal llamó poesía confesional en un célebre artículo, «Poetry as confession» escrito para The Nation en 1959, a la denuncia de género y su puesta en escena pues «lo personal sigue siendo político» con Kate Miller. El término confesión no implica un realismo mimético al ciento por ciento, obviamente, sino también la traslación de problemáticas y cuestionamientos, afianciamientos: «Hemos perdido el miedo a los enigmas» (2022: 35), por citar alguno de los muchos posibles. En el caso de Berbel priman los del amor y la incertidumbre, entre otros ya señalados, y que imantan Los planetas fantasmas. Un libro bastante distinto al inicial, Las niñas siempre dicen la verdad, pese a ciertas contigüidades de asunto, pero donde el tono y la fórmula giran hacia un imaginario más complejo, simbólico, ambiguo y fantasmal. «Las emociones crean realidades» (2022: 19) y también fantasmas atados a analogías con el paisaje y el tiempo de los que, con originalidad, se ha servido también para asumir contar el presente, la des/esperanza y el deseo. Y lo ha hecho de manera muy convincente, compleja y apetecible, para convertir estos dos libros en poesía, que así puede llamarse, desde la exclusividad del verso libre como única propuesta en ese sentido. Sin duda algunos críticos han exagerado sobre su alcance, o eso me parece, pero lo cierto es que la poesía de Rosa Berbel, sobre todo este último libro, está entre los mejores que he leído de poesía joven española, junto a los iniciales de Julieta Valero, o Ana Gorría de Clepsidra (2004) y Araña (2005) o Los salmos fosforitos (2017) de Berta García Faet, entre otros. El volver a cantar desde el yo, con claridad y oficio, verosimilitud y mundo personal, nos ha traído la grata sorpresa de la poesía de la joven poeta sevillana Rosa Berbel desde el realismo (cada vez más simbólico), para completar un panorama donde el irracionalismo parecía tener en los últimos años más presencia.

 

Rosa Berbel. Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018) y Los planetas fantasmas (Tusquets, 2022)

*Fotografía de Fátima Rueda.