El Booker Internacional, galardón que destaca la obra más significativa de cuantas novelas se tradujeron y publicaron en lengua inglesa, ha reconocido en su última edición al búlgaro Gueorgui Gospodínov con su último trabajo Las tempestálidas, obra que fue traducida al inglés por Angela Rodel. Su versión en español también vio la luz el pasado 2022 publicada por la editorial Fulgencio Pimentel y cuya traducción corrió a cargo de María Vútova y César Sánchez.

Trufada de homenajes a Thomas Mann o a Borges —entre muchos otros referentes literarios—, el búlgaro Gueorgui Gospodínov nos ofrece una novela en la que se revela un fenómeno que podríamos designar como singularidad espaciotemporal; siendo una obra clasificable bajo el epígrafe de historia contemporánea o el de autoficción y en la que el autor y un extraño personaje —su desdoble literario, una suerte de alter ego hecho epítome de su pensamiento utópico— recorren el recuerdo y el tiempo que ayudó a construir la memoria personal del individuo y colectiva del pueblo, de la sociedad en la que éste se enmarca. A lo largo del texto se cuestionan remembranza e identidad, tiempo vivido y tiempo mitificado; ideas sugerentes en las que podemos encontrar elementos de reflexión y no pocos paralelismos entre aquel pasado identitario del este de Europa y el que etiquetaríamos como “nacional”. En sus páginas el autor imagina la construcción de “cronorrefugios” en los que reencontrarse con la felicidad idealizada de alguna década memorable o, al menos con cierto amparo y seguridad en un pasado que crece incesantemente alimentado por todos, por el tiempo colectivo de cada sociedad, y que amenaza con invadir y suplantar al presente.

Gospodínov también nos expone las cuitas de envejecer, de caer en la senil demencia, de ofrecer un cuidado alternativo que revierta la desmemoria, o incluso de considerar la eutanasia cuando el mundo y cualquier esperanza se desvanecen, pues “de hecho, lo primero que desaparece con la pérdida de memoria es la propia idea de futuro”. Su sugerente narrativa nos conduce y nos coloca frente al drama del desvanecimiento del yo, llegando a conmovernos con pasajes como aquel del agente delator, que por conocer el pasado del abuelo al que espiara muchos años atrás, se verá convertido en única memoria para el otrora acechado. Pero también despliega un importante carga de ironía en la forma de aproximarse a estos asuntos, siendo un gesto “marca de la casa” —tal y como pudimos intuir al leer poemas como “El conejo amoroso”, recogido en la antología Poesía búlgara contemporánea (Olifante, 2021)—, demostrando un don para generar ideas e imágenes con las que conectar con el lector.

La utópica opción de volver a vivir otro tiempo a nuestra elección, como individuos o de forma colectiva, es explorada con distancia y pesimismo, con un sarcástico descreimiento en las posibilidades del hombre en hacer las cosas mejor, incluso al repetir eventos y consecuencias bien conocidos (incluso las terribles), apostando a que declararíamos la guerra para que la guerra no se repitiera pues, como el búlgaro nos ilustra, cualquier día es el 28 de julio de 1914 o el 1 de septiembre de 1939. Críticamente nos plantea qué pasado sería el predilecto en cada lugar de la Europa, en un ejercicio da como resultante un análisis emocional del carácter de los pueblos que la componen y a través de un breve recorrido por su historia, sus ideales y sus fantasmas.

Al fin, la literatura es el cronorrefugio más asequible. Allí se contienen otros tiempos y otras vidas a las que podemos volver a nuestro antojo. En ella podemos refugiarnos, soñar otro futuro, pero recordando que en la vida, a diferencia de la novela, no existe argumento y que “tarde o temprano, toda utopía se convierte en novela histórica”.

 

Gueorgui Gospodínov. Las tempestálidas, Logroño, Fulgencio Pimentel, 2022.