Sobre Cesare Pavese y sus Diálogos con Leucó[1]

En 2008 habría cumplido sus cien años. Pero su cuenta se quebró a los cuarenta y dos, en 1950, al suicidarse en aquella habitación de un céntrico hotel en Turín. Ahora se le ha recordado —como hacemos en Madrid— en muchos lugares y en variados coloquios y reseñas, a la vez que se reeditan puntualmente muchos de sus libros, en español, francés, italiano, y otras lenguas, aprovechando la ocasión de este centenario. Las frecuentes conmemoraciones de estos aniversarios suelen siempre acarrear rituales elogiosos y nostalgias académicas impostadas, y despiertan discursos y glosas de retóricas más o menos académicas y oportunistas. No obstante, pueden servir de pretexto, o de invitación, para volver a leer y comentar desde nuestra circunstancia presente aquellos textos que nos atrajeron y conmovieron por su singular acento hace ya muchos años, y, de paso, meditar y reflexionar sobre su pervivencia actual, descubriendo matices nuevos en los bien conocidos textos. Algo que sucede habitualmente con los textos clásicos, pero también con otros que, por su propia textura poética, diría uno que conservan sugerencias múltiples. Hay textos que apenas envejecen, o que envejecen bien, como los vinos, y sostienen bien el paso del tiempo, o rejuvenecen a la luz de otra mirada.

En mi caso, y supongo que lo mismo les pasará a otros coetáneos, las lecturas de algunos libros de Pavese me suscitan la memoria de las de los primeros encuentros con sus textos, unos cuarenta años atrás. Prescindiré ahora, sin embargo, de todo intento de evocar con nostalgia aquellos años en que en un Madrid tardofranquista y soñoliento comentaba con compañeros de la Facultad lecturas de Pavese, mientras veíamos alguna película del cine italiano neorrealista, en la atmósfera brumosa de un existencialismo de provincias. ¡Qué atrás se ha quedado esa época que ahora veo alguna vez retratada con poco color, en sepia o en blanco y negro! Tampoco quisiera insistir en la evocación melancólica de la silueta personal de Pavese ni en su conocido contexto biográfico, sino que solo pretendo, al socaire de las fechas, comentar la originalidad y el atractivo de una de sus obras: ese extraño libro titulado Diálogos con Leucó, que fue, según él escribió, su preferido, en contra de la opinión de la mayoría de los críticos contemporáneos. Justamente el libro que, de modo muy significativo, quedó en la mesilla de noche del hotel el día de su suicidio junto a la nota final de despedida: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Va bien? No hagáis demasiados chismorreos» [Pavese 1979: 467].

De antemano, debo decir que, de la amplia obra pavesiana, a mí siempre me atrajeron más sus poemas (e incluso los títulos de sus libros de poesía, como Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos) que sus novelas (cuyos títulos son a veces no menos poéticos). Pero, sobre todo, debo alegar que, como a muchos de sus lectores, me impresionaron —por su sinceridad el uno, por su vigor poético el otro—, en la primera y en otras lecturas, sus diarios de los últimos años: El oficio de vivir, y Diálogos con Leucó. (No sé si es necesario advertir que, como es notorio, no soy un crítico de la literatura italiana reciente, ni siquiera un experto en el conjunto de la obra de Pavese; soy solo un lector fiel y añejo de sus obras. Pero, por otra parte, aprovecharé mi oficio de aficionado a los mitos antiguos y a las recreaciones y reflexiones sobre la mitología, para comentar, desde ese ángulo, sugerencias y rasgos propios de Diálogos con Leucó. De ahí el modesto enfoque y el breve alcance de estas líneas.)

El título de Diálogos con Leucó se le ocurrió a Pavese cuando ya había avanzado en la redacción de esos «diálogos breves» (según una carta del 20 de febrero de 1946). De la breve serie de diálogos mitológicos el más antiguo, titulado «Las magas», lo escribió el 13 de diciembre de 1945, y el más tardío, «Los hombres», el 31 de marzo de 1947. El mismo 20 de febrero redactó el prólogo o «Prefación a los dialoguillos», un texto muy bien meditado, presente también en El oficio de vivir y que conviene leer con detenimiento para entender su empeño;[2] en efecto, esas líneas ilustran muy bien la actitud de Pavese al recurrir a esa mitología. Que en el mito se vea un lenguaje sui generis, un instrumento singular para expresar simbólicamente una realidad, o una percepción colectiva —y a la vez de uso muy personal— de una realidad que no puede presentarse de otro modo, es decir, que está más allá de los moldes expresivos de la lógica, no es una idea original. Ya los pensadores y poetas alemanes del siglo xviii habían abundado en esa autonomía expresiva del mito como un código propio con su propia poética y su trascendencia en el ámbito imaginario, y, desde luego, por sus lecturas Pavese conocía muy bien todas esas teorías simbolistas.

Furio Jesi, temprano y perspicaz comentarista de esos textos, ya lo había detectado, notando cómo la visión pavesiana enlaza con ese idealismo simbolista, y se aparta tanto de la interpretación funcionalista de Malinowski como de la anterior teoría ilustrada, evolucionista, de Sir James Frazer:

Es significativo que Pavese, por lo que respecta al valor simbólico del mito, rechace la teoría de un sentido «empírico», como decía Malinowski, para aceptar más bien, —aunque no de un modo ortodoxo— la de Kerényi, es decir, la que parece derivar no de una indagación puramente etnológica, sino de las especulaciones sobre el símbolo con acentos diversos en el ambiente de la poesía germánica, pero más en conexión con la teoría de Goethe que con la de los románticos [Jesi 1972: 146].[3]

Con su pregnancia imaginativa, el mito servía para calmar mejor esa inquietud inextinguible a la que hace alusión; el mito tiene una contenida riqueza y alude a realidades que no alcanza la lógica habitual. Como Pavese dice en otro lugar: «Un mito es siempre simbólico, por esto no tiene nunca un significado unívoco, alegórico, sino que vive de una vida encapsulada que, según el lugar y el humor que lo rodea, puede estallar en las más diversas y múltiples florescencias».[4]

Pavese conocía varias mitologías, no solo antiguas, sino también de tierras lejanas, como lector y editor de libros de antropología en la editorial Einaudi, y por eso resulta mucho más interesante su declaración y su reflexión de que solo la de los antiguos griegos, la más conocida por los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones. En principio, porque sus mitos estaban ligados a una educación, y también porque la riqueza de esa mitología, transmitida por una larga literatura, recreada poéticamente a lo largo de siglos, resulta incomparable, y revela una curiosa y singular «madurez mítica», ligada a su tradición en un marco histórico y espiritual de extenso horizonte. Insiste en ello:

La fascinación de los mitos griegos nace del hecho de que posiciones inicialmente mágicas, totémicas, matriarcales, fueron —por la elaboración ágil del pensamiento consciente sobrevenida en los siglos x-viii a. C.— objeto de nuevas y profundas interpretaciones, de contaminaciones, de injertos —todo ello presidido por la razón—, y de este modo llegaron a nosotros con la riqueza de toda esa claridad y tensión espiritual, aunque también abigarradas de antiguos sentidos simbólicos ajenos [Pavese 1979: 304].

Los mitos conservan una fuerza poética propia, singular, que puede ser invocada o resucitada por un buen intérprete. De ahí su potencial literario; y también su alcance especulativo.

Debes guardarte —sigue diciendo— de confundir el mito con las redacciones poéticas que de él se han hecho o se están haciendo; precede a la expresión que se le da; no es esa expresión; en su caso se puede hablar perfectamente de un contenido distinto a la forma (aunque de una forma por sumaria que sea no se puede prescindir jamás); y esto lo prueba el hecho de que el verdadero mito no cambia de valor, ya se exprese en palabras, con signos, o con música. El mito es, en suma, una norma de un hecho ocurrido de una vez por todas, y extrae su valor de esa unicidad absoluta que lo alza por encima del tiempo y lo consagra como revelación. Por eso se produce siempre en los orígenes, como en la infancia. Está fuera del tiempo [Pavese 1979: 305].

No vamos a detenernos ahora en comentar el trasfondo de estas ideas. Sería fácil conectarlas con textos de Karl Kerényi, C. G. Jung, Joseph Campbell o Mircea Eliade, por ejemplo. Más interesante ahora es subrayar esa conciencia de que los mitos en toda cultura —y muy claramente en nuestra cultura occidental— circulan a lo largo de la tradición como una herencia colectiva, están arraigados en un imaginario que, aun desligado de su función religiosa, se trasmite en la literatura y en el arte, desde los griegos. La tradición reelabora esos mitos en variados formatos y los usa para reflexiones y recreaciones varias. Es lo que Hans Blumenberg ha denominado «trabajo sobre el mito». En su espléndido libro Arbeit zum Mythos H. Blumenberg insistió en la «significatividad» que, en un principio, los mitos aportan a la interpretación humana del mundo.

Desde luego, Pavese no pudo conocer ese libro [Blumenberg 1979], pero habría estado muy de acuerdo con sus tesis sobre la «constancia icónica» de esos relatos que son una y otra vez recontados y reinterpretados. Y que, de modo ingenuo o irónico, vienen a calmar esa inquietud ante la realidad cósmica inventando un trasfondo de figuras fantasmales. Pavese, no solo poeta y novelista, sino ensayista y editor, un intelectual comprometido, conocía varias mitologías, pero era muy consciente de que solo la de los griegos, al menos para los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones.

Como ya se ha dicho, los mitos pueden presentarse en formas literarias diversas, y eso sucede ya en la antigua literatura helénica. Tanto la épica como la lírica y la tragedia griegas relatan cada una a su manera los mitos del repertorio tradicional. Y el diálogo puede también servir para ese fin, aunque no sea una de las maneras más usuales y espontáneas para contar ingenuamente los mitos. Elegir ese formato de los diálogos breves —que no apuntan a la mera narración, sino que colorean dramática o irónicamente el texto, con un toque de subjetividad al poner la narración en boca de determinados caracteres—, es seguir un cierto modelo literario. En la tradición griega el de los diálogos de Luciano; en la italiana, los de Leopardi.[5] (En contraste con los opúsculos del satírico de Samósata, en los de Pavese, que no pretende caricaturizar a los dioses y héroes, no hay tono burlón ni rasgos cómicos, pero sí una inevitable ironía poética, de tintes melancólicos. En esa línea está, desde luego, próximo a Leopardi. La elección de ese formato, de forma muy consciente, subraya esa intención irónica.)[6]

Como se espera, la forma del diálogo breve tiende a rememorar los mitos desde miradas subjetivas. No se trata de resumir los relatos míticos, sino de aludir a ellos y rastrear en ellos sus rasgos inquietantes o notas enigmáticas. Es muy significativo de su idea el hecho de que Pavese anteponga a cada texto unas líneas que resumen de manera previa la escena y cuentan quiénes son los actores del breve encuentro, para situar al lector, que podría desconocer o no recordar ese contexto, por más que los mitos sean conocidos. Digamos que, aunque los personajes sean conocidos, no suelen ser de los más habituales en los tablados de la mitología. Al sesgo de su evocación de los textos clásicos, los encuentros y diálogos abren una perspectiva propia, insinuando aspectos y cuestiones que nos hacen reflexionar sobre la condición infeliz de hombres y dioses, con un toque existencialista y subversivo, de acentos ácidos e irónicos, ecos de su propia inquietud.

Como señala Lorenzo Mondo, bajo la superficie mitológica se desliza una inagotable inquietud:

El sentido último de estos Diálogos parece resolverse en una contrastada inquietud religiosa, en una anámnesis torturante y recurrente. Conviene de todos modos subrayar su complejidad, su carácter irreductible a una lectura unívoca. Es un libro de fugas y retornos, de ocultamientos y de emergencias. Presenta una arquitectura ambiciosa que a cada paso se desmonta, se abre a representaciones y argumentaciones divergentes, en un continuum que refleja el fluir de una conciencia indecisa [Mondo 2006: 152].

Los Diálogos son un texto de difícil lectura, de un oscuro simbolismo, que puede desconcertar a más de un lector, como de hecho sucedió en su tiempo;[7] un texto que pareció extravagante e inconfortable a los críticos y a los filólogos, con la honrosa excepción del clasicista Mario Untersteiner, uno de los grandes estudiosos del pensamiento griego y un intelectual de singular sensibilidad e inteligencia, que desde muy pronto comprendió todo el alcance poético y la originalidad de la obra. El desconcierto que produjo el libro en la crítica contemporánea lastimó, sin duda, a Pavese, que había puesto en esos Diálogos mucho de su sentir y pensar más íntimo. Pero él quiso asumir esa decepción con un cierto orgullo, y con irónica alegría.[8]

¿Por qué el título de Diálogos con Leucó? En principio, podríamos ver en él una alusión al nombre de su amada de esos años: Bianca Garufi. Pero, además, Leucó es diminutivo de Leucótea, «la Diosa blanca», una figura mítica de discreto relieve en el repertorio antiguo, divinidad menor, pintoresca y marina, muy al margen de los grandes dioses del Olimpo.[9] Ino Leucótea tiene solo una aparición relevante en la literatura griega. Aparece en la Odisea, canto v, versos 333 y siguientes, para auxiliar a Ulises, zarandeado en su balsa por una furiosa tempestad enviada por su enemigo Poseidón. Surge del mar como una gaviota y le habla y le da un velo mágico con el cual el héroe debe arrojarse al borrascoso mar, y sobrevivir hasta llegar náufrago a Feacia. De los veintisiete diálogos del libro de Pavese, solo aparece en dos: el primero, el de «Las magas» (donde charla con Circe y se evoca el episodio del encuentro de Ulises con la maga que transforma a sus huéspedes en cerdos y lobos), y, más adelante, el de «La viña» (donde anuncia a Ariadna, abandonada por Teseo, la pronta llegada de Dioniso). La diosa es una confidente marginal de los amoríos de Circe y Ariadna, amantes de héroes aventureros y seductores. Junto a «Las magas» hay en el libro solo otro encuentro inspirado en la Odisea: «La isla», donde dialogan Calipso y Odiseo. (Nuevo tema del abandono y el amor insatisfecho).

De todos modos, recordemos que, siendo el primero de los diálogos, «Las magas», marcó el camino a seguir; fue algo así como un ejemplo para los demás encuentros. Ya en ese texto está el motivo recurrente en tantos otros: la inmortalidad divina se enfrenta a la existencia mortal, y una y otra condición se revelan como insatisfactorias. Los héroes siguen su camino, mientras que las bellas inmortales, tanto Circe como Calipso, se quedan en sus islas abandonadas. Dejándolas atrás los astutos héroes se apresuran hacia un destino que acaba en muerte. Pero la inmortalidad no es tampoco garantía de felicidad. Los héroes pasan, sin que el amor los retenga, y las diosas se quedan solas con el recuerdo de una relación fugaz. No sé si Pavese pensaría también en el extraño destino de Leucótea: una mortal que, en su desesperación, se suicida arrojándose al mar, pero a la que los dioses le conceden, raro privilegio, la condición de diosa en las profundidades marinas. De allí emerge para auxiliar a Ulises. Pavese sentía pasión por la Odisea homérica, y tuvo un tenaz interés en buscarle una nueva versión italiana. Me parece evidente que en esas imágenes de la parlera Leucótea late el recuerdo del pasaje homérico, aunque la gaviota y el velo ahí no se mencionen.

Pavese recurre a los mitos griegos —o, mejor dicho, a figuras y coloquios fingidos entre los personajes del imaginario mítico— para dar expresión a sus propias inquietudes y desasosiegos, como si en esas imágenes y en sus destinos trágicos hallara un medio para expresar de modo enigmático anhelos sin respuesta. Bajo las máscaras de héroes y dioses nos invita a asistir, a través de ese intercambio de reflexiones y recelos,[10] a unos coloquios en un mundo de sombras. Como un pasaporte para ese fantástico teatro de sombras, como un velo de Leucótea para sobrenadar en la tormenta, extrae del viejo repertorio helénico esas figuras míticas, un tanto desconcertantes. No le interesa referir las hazañas prodigiosas de los dioses y los héroes, no evoca con retórica escolar el fulgor de esas fantasías, sino que comenta, a través de esas charlas, despedidas, fracasos, desilusiones, amores sin rumbo, quiebras de la felicidad. Ni la condición divina ni la arrogancia heroica son satisfactorias, y se anhelan en vano una a otra.[11] El destino resulta absurdo e inevitable, y las preguntas se estrellan contra un muro. La selección de personajes y de episodios con final amargo es muy característica. Podríamos recordar, aplicada al juego con los mitos, la frase de Derek Walcott: «Los clásicos consuelan, pero no bastante». Solo queda un furtivo placer, o un ambiguo consuelo, en las palabras, en los razonamientos sobre el pasado y el destino, en el juego con las imágenes de esas figuras fantasmagóricas, marionetas ilustradas del teatrillo de la memoria, marginales al Olimpo de los Felices.

Leucó —en la Odisea— emerge del fondo marino como parlera y blanca gaviota. (Las diosas antiguas gustan de esas metamorfosis en veloces aves.) Le aconseja a Ulises abandonar su almadía, y, tan solo abrigado con su velo, echarse a nadar en el mar embravecido. Ulises, un tanto desconfiado siempre ante las ayudas divinas, obedece al rato, y así llega dos días después a la isla de los feacios. Apenas arriba a la costa, desnudo y náufrago, arroja el héroe de nuevo el velo al mar, como le dijera la diosa marina, y prosigue su complicado regreso. Resulta un estupendo símbolo ese misterioso y mágico velo: un salvavidas prestado por la furtiva diosa metamorfoseada en parlera gaviota, una diosa que antes había sido una mujer de existencia trágica.

Podría decirse que los mitos pueden usarse, como el velo mágico de Leucó, a modo de salvavidas ocasional para náufragos en apuros. En esos breves coloquios puede darse cabida a las emociones y anhelos de nuestra propia condición humana ­—humanas son las figuras de ese repertorio fabuloso. Pero solo por un tiempo; es inevitable tener que devolver el velo más o menos pronto al mar, y enfrentarse de nuevo a la inquietud cotidiana. Para la mayoría de sus lectores de entonces, como ya hemos subrayado, Diálogos con Leucó resultó una obra muy extraña, una extravagancia difícil de aceptar en la trayectoria del novelista y poeta comprometido con la ética y estética del realismo contemporáneo. Podemos explicarnos el rechazo general de la crítica, desconcertada y escandalizada, un rechazo casi unánime. Ante ella Pavese, como ya hemos dicho, se sintió dolido, sorprendido hasta cierto punto ante su incomprensión; aunque luego se jactara, como hemos notado, de cierta alegría ante ese rechazo. Para él era la obra que mejor lo definía, en su complejidad, su inquietud poética y existencial, y por eso escribió —en carta a una amiga y poco antes de su suicidio— que la consideraba su «carta de presentación ante la posteridad» (biglietto di visita presso i posteri). No fue así para la gran mayoría de su público lector.

Debemos, pues, apreciar ese gesto suyo cuando quiso dejar, no por azar, sino con plena consciencia de su sentido, el libro de los coloquios míticos, como un testimonio de sus inquietudes sin respuesta, como una nostalgia hacia el paisaje antiguo, como un paseo entre sombras y fantasmas de otros tiempos, entremezclados los ecos de la infancia y las siluetas de diosas y héroes, con su extrañeza y su cálida y ambigua familiaridad, voces antiguas resonando para expresar angustias y dudas de siempre.

Releer los Diálogos con Leucó, un texto tan ambicioso y mucho menos leído de lo que merece, y a la vez recordar cuánto significaron estos breves dramas para su autor puede ser, aquí y ahora, un buen esfuerzo intelectual a la vez que un cordial y amistoso homenaje al gran escritor. Considero, por otra parte, que es uno de los textos más interesantes de un humanista del siglo xx, uno de los raros «clásicos» europeos del siglo, un magnífico ejemplo de la inagotable capacidad de sugerencias que —más allá de cualquier retórica y de la acartonada erudición clasicista— guardan todavía los antiguos mitos griegos.

 

BIBLIOGRAFÍA

BLUMENBERG, Hans, Arbeit am Mythos, Suhrkamp, Berlín, 1979. En español, Trabajo sobre el mito, trad. de P. Madrigal, Paidós, Barcelona, 2003.

GARCÍA GUAL, Carlos, Introducción a la mitología griega, Alianza, Madrid, 2007.

JESI, Furio, Literatura y mito, Seix Barral, Barcelona, 1972.


MONDO, Lorenzo, Quell’antico ragazzo. Vita di Cesare Pavese, Rizzoli, Milano, 2006.

MUÑIZ MUÑIZ, María de las Nieves, Introduzione a Pavese, Laterza, Bari, 1992.

PAVESE, Cesare, El oficio de vivir, trad. de L. Justo, Siglo xxi, Buenos Aires, 1965.

PAVESE, Cesare, El oficio de vivir, trad. de E. Benítez, Bruguera, Madrid, 1979.

PAVESE, Cesare, Diálogos con Leucó, trad. de E. Benítez, Bruguera, Madrid, 1980.

PAVESE, Cesare, La literatura norteamericana y otros ensayos, trad. de E. di Fiore, Bruguera, Madrid, 1987.

 

 



[1] Texto publicado en Cuadernos de filología italiana, 2011, Volumen extraordinario, pp. 177-186, y revisado por su autor para esta edición.

[2] La importancia de estas líneas introductorias se ha subrayado muchas veces. Citaré, como ejemplo: «Con el resto, con los dubitativos y con los detractores se ha puesto a salvo: "De haber sido posible, habríamos prescindido bien a gusto de tanta mitología. Pero estamos convencidos de que el mito es un lenguaje, un medio expresivo, es decir, no es algo arbitrario, sino un vivero de símbolos formado —como todos los lenguajes— por una particular sustancia de significados que ningún otro sistema podría expresar". Esto es, insiste en defender el libro contra los silencios incómodos y contra las incomprensiones, y llega a adoptar un punto de altivez y de menosprecio. Parece imposible que Leucó no se entienda, pero me llena de orgullo: quiere decir que es un segundo Faust. Los Diálogos, tan musicales si los comparamos con El camarada, fue la más querida de sus criaturas, como lo demuestran las reflexiones y los bizarros comentarios que le dedica en el diario a lo largo de todo 1947 […] Este sentimiento no está muy alejado del que experimentan, empero, los fascinados lectores», Muñiz [1992: 167]. (Tr. del tr.)

[3] Es curioso que Pavese prefiriera adherirse a esa interpretación simbolista, vinculada a la época del idealismo alemán, y no a las teorías de autores funcionalistas que él había editado en la serie de estudios sobre mitología que dirigía en la editorial Einaudi. Como si su sensibilidad como poeta se impusiera a la del novelista y editor atento a las corrientes más modernas, más pragmáticas.

[4] Cfr. Pavese [1987: 305-64, 308-9]. He citado esa frase en mi libro Introducción a mitología griega, donde resumo diversas interpretaciones modernas de la mitología, desde los simbolistas románticos a Frazer, a Lévi-Strauss.

[5]Lo señala ya Muñiz [1992:111-113]: «Integrándose en esta tradición (iniciada por Platón y por Luciano), Pavese reordena por completo los objetivos de La terra e la morte para mostrar la otra parte de la moneda: ya no (y no solo) el drama humano proyectado en el mito, sino el mito mismo visto en el doble sentido que he mencionado antes, como proyección del drama humano» […] «Acercando a nuestros días la mitología clásica, Pavese intentaba una operación de "extrañamiento" con la intención de impedir que —por razón de la excesiva familiaridad de los lectores con la versión vulgata— se perdiera la fuerza expresiva, pero después utilizaba la familiaridad que los lectores tenían con los mitos gracias a las lecturas escolares como un arma indispensable para dar a su obra la profundidad y la credibilidad de los recuerdos infantiles, el único mito del hombre moderno». Son excelentes también sus observaciones sobre la dificultad y el atractivo, Muñiz [1992: 129]. (Tr. del tr.)

[6] «Para quien sabe escribir, una forma es siempre algo irresistible. Corre el riesgo de decir tonterías y de decirlas mal, pero la forma que lo tienta, pronta a embeberse en sus palabras, es irresistible. (Me refiero, por ejemplo, al género del pequeño diálogo mitológico tuyo» [Pavese 1987: 209]. La originalidad en la preferencia por ese formato, a la vez que la referencia a los diálogos de Leopardi, la señala ya Muñiz [1992: 98].

[7] Cfr. Muñiz [1992: 130]. También Lorenzo Mondo [2006: 149-53] comenta el rechazo casi unánime a la obra de la crítica literaria contemporánea, que no sabía dónde situarla. Con todo, me parece dudosa su observación sobre la influencia de Nietzsche sobre este texto. Pavese había leído El origen de la tragedia en 1940, es decir algunos años antes de pensar en estos «dialoguillos míticos», que distan mucho del fervor dionisíaco, tanto por su estilo como por su contenido.

[8] De nuevo, cfr. Nieves Muñiz [1992: 129]. «Toda una summa de la problemática literaria y de la poética de Pavese. Se comprende así que el autor sostuviera hasta el final la importancia de este libro mal recibido por críticos y lectores y lo definiera como "carta de presentación ante la posteridad" (cfr. la carta a Billi Fantini fechada el 20 de julio de 1950)» […] «El mayor obstáculo con el que se enfrentó la fortuna del libro fue, sin duda, la ambigüedad de su estilo que, situándose a medio camino entre símbolo y alegoría, es a la vez aforístico-oracular (de ahí el uso recurrente de palabras-mito en apariencia sencillas —destino, recuerdo, isla, caminos, rocas, fieras— pero llenas de implicaciones inéditas) y secamente argumentativo (serán los propios interlocutores quienes, en el decurso del diálogo, construyan y aclaren el significado de esos términos). Así, mitos que deben ser desenmarañados, que significa gozar de la dificultad que tienen los lectores para entenderlos ("parece imposible que Leucó no se entienda, pero eso me llena de alegría", (26 de noviembre de 1948), y mitos desenredados». (Tr. del tr.)

[9] Apunto, de pasada, que solo coincide en el nombre con la poderosa Diosa blanca patrocinada por Robert Graves, en un libro que con ese mismo nombre (The White Godess) se publicó algunos años después.

[10] Los mitos se prestan a esas interpretaciones —que unas veces son más irónicas o burlescas, como en los Diálogos de los dioses de Luciano— y otras más melancólicas. Hay en esos relatos un elemento dramático que se presta a ser coloreado con variable tono sentimental, hay en los mitos una cierta ambigüedad o ambivalencia, como señala Muñiz [1992: 98]: «Esta ambivalencia del mito —verdad y mentira, herida y sanación— se proyectaba sobre el concepto pavesiano de catarsis artística, cuya intención de hacer hablar al mito de sí mismo comportaba la imposibilidad de salir de su propio círculo hermenéutico […] De esta maraña y de esta ambigüedad nacerán los Diálogos con Leucó, cierto, la obra más ambiciosa de Pavese, y algo más que una obra aislada». (Tr. del tr.)

[11]Cfr. Mondo [2001: 151-152]: «Los dioses pueden nutrir una soberana indiferencia por la suerte de los hombres (Jacinto muerto a manos del radioso Apolo, —por usar una flor como muestra—), que no excluye una curiosa envidia, como si tuvieran necesidad de ellos. En las criaturas que se enfrentan a un destino mortal, "enriqueciendo la tierra con palabras y hechos", como Odiseo, se consuma paradójicamente una experiencia de libertad negada a los inmortales. Circe llega a afirmar que, para poder salir del tedio de una vida siempre igual, sería necesario morir. Y aquí estaría la novedad, lo que rompería la cadena». (Tr. del tr.)