Sabido es que a Azorín le gustaba mucho salpicar sus textos con palabras antiguas, pasadas de moda, cuyos significados sólo estaban al alcance de quienes, como él, eran muy dados a fatigar constantemente los diccionarios o de quienes —sobre todo en los pueblos, desempeñando oficios ancestrales— las usaban como moneda corriente en sus parloteos. Palabras como alcaller, adunca, aljezares, antuvión, barbiponiente, baladres, bodigo, cojijo, copela, companages, flámulas del cañar, granzones, profincuo, recazo, taravilla, zalagardas…, que en un tiempo no tan remoto corrían de boca en boca en gentes que no eran bachilleres pero sí rudamente cultas (valga el oxímoron), en el sentido de que eran capaces de machihembrar cada término lingüístico con su propia cosa, cualidad o ambiente, haciendo más próximo y más sustantivo el trozo de realidad referido por ellas. Ha bastado, sin embargo, un breve transcurso de tiempo y la creencia de que cualquier campo de la realidad se ha ido transformando poco a poco hasta el punto de que parezca no ser ya la misma realidad de antes, para que se piense que esos vocablos precisos y limpios no sirven ya hoy, y han acabado arrumbados en el repositorio del olvido por anticuados. Azorín, sin embargo, se servía habitualmente de tales palabras, pues natural era para él que quien las encontrara en sus libros hace sesenta o setenta años no se extrañara de verlas, conociendo al momento su exacto significado. A esto Azorín lo llamaba pobreza de léxico, que es la que debiera de practicar el poeta, el orador o el escritor que quisiera hablarnos con propiedad de las cosas del mundo. Pero, ¡ay!, de nosotros y de los bachilleres (y también de los universitarios) de ahora, que no es sólo que no sepan qué significan términos tan poco usuales como alcaller, adunca o antuvión, sino que posible y hasta probablemente ni se les pase por la cabeza buscar su significado en un diccionario, tal y como hacía el mismo Azorín.

«Acerico» bien podría ser una de esas palabras antiguas que ya hoy casi nadie maneja pero que Florencio Luque (Marchena, 1955) ha querido rescatar de ese fabuloso y rico repositorio plagado de palabras que un día estuvieron llenas de vida, espolvoreando con su sal y su pimienta toda clase de conversaciones, pero que ahora, por desgracia, están a punto de expeler su último aliento si no es que han pasado ya definitivamente a mejor vida. Para quien no lo sepa un «acerico» es una especie de pequeño cojín en el que nuestras madres y abuelas clavaban los alfileres o las agujas que usaban para sus costuras. Pero, claro, ¿quién es el guapo o la guapa que en la actualidad tiene un set de costura con todos sus útiles y cuando, pongamos por caso, se le descosa la cremallera de un pantalón busque hilo, dedal y por supuesto la correspondiente aguja que debiera de estar en su acerico y se ponga pacientemente a coserla? Lo normal es que la mayoría de la gente deje esa laboriosa tarea para otro día... exactamente para el día en que le lleve el pantalón a una costurera más o menos profesional que lo arreglará en un santiamén sin que esa mayoría sepa nada de hilos,  dedales, agujas y acericos.

A tenor de lo punzantes y agudos que son los aforismos de Florencio Luque, se diría que el título que le ha puesto a su libro (Premio Internacional Artemisa de Aforismos) le sirve de metáfora para hacerle ver al lector lo que de acerico tiene la realidad, que, mutatis mutandis, vendría a ser el aparentemente blando y confortable cojín al que agujerea con sutileza e inteligencia para descubrir lo que de verdad esconde. Y desde esa perspectiva metafórica, no son pocos los aforismos que en el libro de Luque no actúen como una aguja o como un alfiler cuyos pinchazos penetran en lo más hondo de la realidad para hacer que esta supure por su herida no tanto una corriente espesa de sangre como un río manso de esperanza en creer que puede ser mucho mejor de lo que piensan los pesimistas y los apocalípticos. Por eso se atreve a decir con inocultable seguridad que «Siembra agujas quien cosecha esperanzas» o «Quien se da, renace» o, más aún, «Quien salva a otro salva al mundo».

Y como además de aforista, Florencio Luque es poeta, son muchos los momentos en que sus frases podrían pasar por versos sueltos, en los que no es infrecuente que aparezcan envueltos en una elipsis verbal, recurso literario morfosintáctico muy común en la poesía y que tan bien se adapta al género del aforismo, puesto que minimiza aún más el ya de por sí mínimo número de palabras que se suele emplear en la construcción de cualquier aforismo (que, por cierto, en el caso de los que componen Acerico no sobrepasan en general las cuatro, cinco o seis palabras). Esas frases, esos versos sueltos, esas elipsis, que insinúan, sugieren o evocan algo que solamente la sensibilidad de un poeta puede percibir más allá de lo que el común de la gente ve («Corazón de guijarro, eco de agua», «Árbol de sueños, frutos de humo», «Reloj, nido de cenizas» o «Umbral de vida, puerta de laberinto») y que normalmente, en el caso de los poetas, viene acentuada por su prodigiosa capacidad de imaginación para establecer correspondencias, símiles o relaciones entre un sinfín de cosas precisamente disímiles. Quizá por eso, por tirar de imaginación, el libro está dividido en cinco apartados cuyos epígrafes remiten a algunas de las formas más etéreas de la realidad: Visiones, Sueños, Tiempo, Laberinto y Lienzos. Y es que, como dijo Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría, vivimos vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Tan imaginarios, en fin, que no es de extrañar que el propio Luque llegue a afirmar en un momento dado que «Todos nos parecemos a un desconocido», idea en cierta medida afín, por su falta de engreimiento, con esa otra frase tan célebre que dice: «Me llamo Eric Satie, como todo el mundo». Porque tal vez Florencio Luque intuya, en último término, que el desconocido al que se parece también lleva su mismo nombre.

 

Florencio Luque Alfonso, Acerico, Córdoba, Detorres editores, 2023.