No estoy acostumbrada a la esperanza

Seguramente tú estás hecho de energía oscura, ésa que los astrónomos dicen que mantiene, desafiando todas las leyes de la física, en constante expansión el universo desde la explosión inicial. Probablemente eres así y no puedes evitar la destrucción que produces a tu alrededor. O quizá sólo yo provoco en ti esa fuerza oscura con la que me has lanzado hacia el otro extremo del universo. Has creado entre nosotros,en secreto, una distancia infinita que a mí me ha sumido en la confusión y la tristeza. No soy capaz de sobreponerme a la marea que la violencia de tu engaño ha levantado en mi mente. Yo creí ser más fuerte que tu dolor, me engañé pensando que una voluntad decidida puede enfrentarse al destino y dominarlo, que mi amor permitiría allanar las dificultades, sortear las trampas del camino, incluso conseguir que te sintieras ligado a mí cualquiera que fueran las circunstancias de nuestras vidas, que el paso del tiempo y la entrega de estos años tejerían entre los dos una red de complicidad indestructible. ¡Qué inmenso error! Me convertiste en tu juez, en una pesada carga de la que te despojaste, como de una estrella apagada, con gélido desdén. Y aquí estoy derrotada, escondida, temblando de frío y miedo, esperando que llegue un poco de luz a los escombros de esta galaxia en ruinas en la que me he refugiado, como los soldados de un ejército vencido que no quieren ser capturados, pero que tampoco tienen ya valor o fuerzas para seguir combatiendo.

Tengo por delante años de exilio, de no querer ver ni ser vista, tratando de recobrar el aliento y sobrevivir en lugares donde nadie habla con quien está sentado a su lado. Lugares siempre en penumbra en los que, casi en silencio, viejos piratas, desertores de todas las guerras, que hace siglos vendieron su alma al diablo, apuran el líquido brillante que les llama desde el fondo del vaso.

Ellos son la única compañía que puedo soportar porque sus cicatrices hacen las mías menos visibles, su dolor vuelve el mío menos áspero y no me engañan haciéndome creer que no estoy sola.

 

 

 

Baile de debutantes

Escucho una voz de niña enfadada y luego la veo salir del parque y dirigirse a la calle volviéndose, de vez en cuando, para insultar a unos chicos que se ríen de ella. A los chicos no puedo verlos porque unos arbustos los ocultan, sólo oigo sus risas y sus comentarios burlones.

Ella parece furiosa y sus ojos azules y redondos, como los de una actriz de cine mudo, están velados por lágrimas que, valerosa, logra contener.

En el silencio del domingo por la tarde cualquier pelea, por pequeña que sea, supone un acontecimiento y en algunos balcones comienzan a asomar las cabezas de mis vecinos, tan aburridos como yo, intentando enterarse de qué está pasando.

Debe de tener unos catorce años y seguramente por eso me resulta llamativa la soltura con la que maneja palabras tan soeces. Siento la tentación de preguntarle si le han hecho daño o si necesita ayuda pero me da la impresión de que probablemente lo interpretaría como un entrometimiento de vieja.

Es una chica flaca, de caderas y espalda aún estrechas pero se ha vestido como si fuera a posar para la portada de una revista hortera. Quizá esa sea la razón que explique que las risas de sus amigos le parezcan tan humillantes. Se ha puesto unos vaqueros ceñidos de talle muy bajo sujetos en la cadera por un pañuelo rojo y una camisa anudada justo por debajo del brevísimo pecho. Deja a las vista un cuerpo larguirucho y prometedor pero poco apropiado para una vestimenta tan exuberante. La contradicción le confiere un aspecto extremadamente frágil.

Como si hubiera adivinado lo que yo estaba pensando y quisiera desmentirme escupe al suelo con rabia y levanta airada la cabeza, en la que un turbante rojo, como su camisa, sostiene una altísima coleta.

Va caminando delante de mí, apretando altivamente el paso porque dos de los chicos del parque han salido tras ella. Uno lleva al otro sentado en el manillar de su bicicleta y en ese extraño equilibrio de idas y venidas detrás de la chica, este último trata de excusarse echándole la culpa a un tercero ausente. Las excusas me suenan tan familiares, tan repetidas, tan inútiles y,  al mismo tiempo, tan eficaces.

Ella va cambiando el tono de sus respuestas con tanta facilidad que obliga a pensar que estaba deseando hacerlo desde el principio y el chico se baja de un salto del manillar y continúa caminando junto a ella. La conversación, a partir de ese momento, sigue en un tono mucho más bajo y el ciclista se retira sin decir nada.

Ya no puedo escuchar lo que dicen pero, de repente, siento una enorme fatiga. Al verlos juntos, uno al lado del otro, me parecen aún más jóvenes de lo que había creído; ella le saca un palmo y eso suele ocurrir cuando los chicos no han llegado aún a la edad del estirón. No son más que dos niños ensayando un juego extenuante que los tendrá entretenidos, al menos, los próximos cuarenta años.

 

 

Al caer la tarde

Solo necesito una mecedora para pasar la tarde. ¡Qué espíritu tan pobre el mío!. Como a una niña en su columpio, el movimiento me parece suficiente ocupación, me acuna y me acompaña. Atrás y adelante, subir un poco y luego bajar, uno, dos... Siento pasar el tiempo sin dolor y sin afán en la mecedora blanca de mi abuela. La recuerdo a ella, tan lejana, como me veo a mí ahora: adulta, abstraída, extraviada en un laberinto oculto en la parte de atrás de sus ojos, mirando sin fijar la vista en ningún sitio, dejando pasar la tarde sin hacer nada, sin decir nada, sin esperar nada.

Me arrullan el ruido suave de la madera que se balancea sobre el mármol y el roce de las viejas cuerdas que trenzan el asiento al estirarse. Música de tres notas que se repiten, en orden, una y otra vez mientras me voy quedando a oscuras.

Ensayo para mi vejez, solo probable, muchas tardes así. No quiero ver la tele, tan sórdida como acostumbra, sentada en un sillón inmóvil, ni siquiera oír la radio que chorrea palabras grasientas. Mejor mecerme en el silencio y el olvido.