David Conde Vitalla (Zaragoza, 1997) ha publicado dos libros de poemas, Sube a nacer conmigo (Los libros del gato negro, 2019) y, en la misma editorial, tres años más tarde, El lenguaje de los ojos. Así, Esta hiriente luz que aparece en la colección de La gruta de las palabras, dentro de Prensas Universitarias de Zaragoza, constituye la tercera entrega en su obra lírica. 

El libro se divide en varias partes o capítulos, comenzando con el primero, ‘Osario’. La cita de José Ángel Valente advierte de la presencia de la verdad y la muerte como guías ante los versos, temas que convergen en espacios simbólicos, herméticos y atemporales: “La vida es un cuerpo que todavía ignora / el verdadero tacto de la tierra”. Se habla de la ceremonia de la muerte en plena existencia, con términos como el hambre, con ausencia de labios: “Los besos han desaparecido”. el imprescindible panteón, de dioses de un cielo yermo, será compañía para el lector a lo largo de las siguientes partes. ’Sed y carne’: “¿Dónde refugiarnos/cuando venga el incendio/a convertir nuestros cuerpos en olvido?” 

Existe en Conde una lírica de ciudad abandonada, millones de años de fantasmas y polvo, discuten las razas humanas, las antiguas y las primigenias, volver a la ceremonia: “Quién se preocupa por los muertos / en esta tradición de sepulturas”. Ciudad, creencias, cicatrices. Flores que se elevan, se abren paso entre el alquitrán y la ceniza del suelo, sepultura de la hierba. El poeta asfixiado: “se derrumba el lenguaje / la tímida sentencia de los ciegos”. Volvemos al apetito atrasado: “Tristeza por una memoria / que pasará hambre”. 

En esos mismos rituales a los que el poeta somete la realidad, su discurso: “Alguien arrancó los huesos de la sombra / y escuchó la canción de los flautistas”. La descripción, el detalle, tiene más bien naturaleza de hechicería: “El sol trágico /, evite reflejarse en las cenizas”. Se alejan las musas y la naturaleza se realiza, demuestra que parte del oficio del poeta es la contemplación: “Has alzado el vuelo / los últimos reflejos de la tarde”. 

Y alcanza la segunda parte, “Nuestra tristeza”, con cita de Vladimir Holan, otro oficio, otro lugar, la inspección del poeta: “Y buscas la lengua enterrada / la huella del último grito / porque es posible su desaparición”. Y ve llegar la muerte, une especie de muerte, entre todas, una por cada poeta, por cada poeta: “La noche se aloja en mis ojos, /una especie de muerte". 

Volvemos a las ruinas, a las ciudades, muros de dolor, el silencio por la voz quebrada, ¿y la autoridad? Un dios (en minúsculas), desnudo, mudo, buscando huesos, alimento, mendigando la ausencia de rezos. El camino, otra vez, es parte del poema, como en verso: “Las raíces hieren de caminos el silencio”. Construyen un paganismo lírico: “Una ceremonia desconocida / cuando cese la palabra / desaparecerá / como los muertos”. 

La batalla, la paz, la convivencia de la voz con el silencio. Loa del destino, las transformaciones, el erudito narrador de la muerte: “La idea de la muerte desaparece / ante la muerte”. 

La tercera parte, “Esta escritura”, donde dios y el poeta conviven, acude el silencio: “tu voz desaparece” y el vacío es un hogar cálido para la luz. Recibe y ofrece memoria: “La sed de los muertos / se ha conservado/en las ciudades”, ¿y tu dios? ¿Quién lo necesita? El mito despierta aquí, el poeta anuncia: “Yo soy el cielo que yace, la íntima derrota de los dioses” y sigue, desde la garganta hasta la tinta: “Un himno sordo / el dios que desaparece”. Y entonces, el poeta, David Conde Vitalla, se acerca, avisado, con la mano, la otra mano, puede que sea él, puede que sean otros, pero allí quedarán, muerte y dios: “Alguien vendrá y recogerá estas manos frías”.

 

David Conde Vitalla, Esta hiriente luz, Zaragoza, PUZ, 2025.