Ahora que, para decirlo como lo dijo en el generoso comentario a unos versos míos hace casi veinte años Luis Alberto de Cuenca, todo parece ser en torno nuestro “conforme y según”, por fuerza ha de resultar natural que cualquier fervor, cualquier muestra de convicción adherida a alguna idea o sentimiento de tal modo absoluto como para dar forma a una acción de vida, se hagan extraños, puede que a duras penas tolerables, únicamente accesibles a la imaginación de épocas o de culturas ajenas. Y esto debe ser cosa de nuestro tiempo —o sea, cosa histórica—, pero seguramente también será cosa de siempre, o sea, cosa de la edad.

Porque no tendrá nada de raro que una vez pasada y bien pasada la juventud (en el caso de aquellos versos míos, ya postrera, aunque sostenida en pie creo que sobre un voluntarismo literario aferrado a cierta verdad, para entendernos, del corazón), nuestra representación imaginaria nos la ofrezca en yunta con el fervor aquel, hasta dar por hecho que con la pérdida de la juventud ha de llegar siempre, necesariamente, la de cualquier evidencia no ya apoteósica, sino sencillamente afirmativa de la realidad y de nuestro sitio en ella, y sobre todo de la realidad de la que hablan nuestros poemas, como ocurría, pensamos, antes de que todo fuera mordido por la duda.

No me cuesta ningún esfuerzo llamar ahora a aquellos versos míos fabulosos, románticos, surrealizantes, y también cirlotianos —mi generoso amigo profesaba como yo esa devoción, y creo que la seguirá profesando—. Iba con ellos desde luego un afán mitográfico; llevaban consigo el empeño proclamativo de un mundo esencial, que, únicamente hecho de verdad poética, parecía sin embargo resistir al otro, circunstante, al que, no obstante, aquel puramente poético no anulaba, sino al que transfiguraba o transustanciaba en una especie de materia o de geografía espiritual. “La vivencia lírica”, como se titulaba uno de los artículos publicados por Cirlot en los años cuarenta en la revista Entregas de poesía de Juan Ramón Masoliver, “tiende a una proyección recíproca —amorosa— de los dos mundos”, decía el poeta. Así que en esos momentos de lirismo privilegiado, se venía a hacer posible lo imposible: que de las esencias imaginarias —y de su tiempo sin tiempo— tuviéramos alguna experiencia real. A la inversa, también sucedía que las imágenes de la naturaleza exterior que tenemos por más nuestra, por más auténtica (y yo tenía una muy interiorizada conciencia de la propiedad de unos paisajes, a los que concedía, pues, un valor metafísico) ganaran rango analógico de elementos imperecederos, no ya del reino de la existencia, sino del reino del ser, una vez cristalizados en el atanor del arte que habría suprimido de ellos —como decía Cirlot en el artículo aquel— “todo lo superfluo, todo lo inútilmente repetido de nuestra existencia”.

Henchida de pasión y casi guiada por ella, aquella idea la poesía parecía muy capaz de hacer valer los superiores derechos de la verdad imaginaria por sobre la verdad objetiva y común del mundo existente y, desde luego, por encima de los de la otra verdad política o consensuada del mundo histórico. Pero el tiempo pasa. El voluntarismo acaba siendo abandonado al darnos cuenta, en fin, de la indiferencia de lo real con respecto a nuestros deseos. La edad. Y también de la injusticia selectiva que significa imponer aquello esencial y, por tanto, imaginario, por sobre lo carnal, lo real, lo sensible —así pues, “lo superfluo”, que diría Cirlot— en lo cual vivimos y amamos para nuestra dicha y nuestro dolor. Y vemos también que los momentos alumbrados en la susodicha “vivencia” son precisamente eso, momentos, como si dijéramos puntos acotados de una  plenitud discontinua, como lo son los milagros y las experiencias estéticas, pese a que el poeta, y sobre todo el poeta o el artista surrealista o visionario, actúa en la sugestión de que el orden simbólico ocupa la vida práctica a tiempo completo.

Un día, por decirlo así, nos parece que todo eso viene a ser lo mismo que ocultar la verdad. Y que, en efecto, más bien se canta en el gozo y la pena de las experiencias sensibles, en la conciencia de su discontinuidad. Pero el caso es que esto no me exige, ni mucho menos, emprender el repudio de aquel poeta y renunciar a su aprecio, para mí asociado al recuerdo de la juventud. Sería muy desagradecido. Y, sobre desagradecido, injusto, con el tipo de injusticia que se cometería si aquella juventud y sus fervores fuesen ahora enjuiciados por un tribunal senescente en aplicación de leyes de un régimen derrocado. Pero para entender del todo la naturaleza de la injusticia que podríamos cometer con Cirlot es importante retener aquella frase, en la que él llamaba precisamente “amorosa” a la comunicación entre esos mundos que ahora nos parecen antagónicos, el de las esencias imaginarias y el de la existencia superflua y real, el del sueño de la plenitud y el de la intermitencia de sus instantes en la vida. Porque esa consideración da cuenta, precisamente, de la conciencia reflexiva con la que el propio Cirlot acometió la dualidad y su tragedia. Y porque es exactamente en esa calidad “amorosa” como la experiencia que cura de la dualidad misma de los mundos —“la vivencia lírica”— declara su pertenencia a una tradición literaria y filosófica antigua y venerable como pocas, que finalmente brota, creo yo, de manadero platónico. Pero vayamos por partes.

Mi primera intención en este recuerdo de Juan-Eduardo Cirlot cuando se cumplen cien años de su nacimiento, era evocar al menos tres encuentros no expresivos precisamente de su admiración (que ya he expresado otras veces) sino enfilados a su crítica, a las razones por las que Cirlot pudo ir alejándose de las sintonías de un poeta, ya no joven, que viajaba ahora, digámoslo así, más bien sobre el otro caballo de los que arrastran al auriga platónico, el que, en vez de entregarse al fervor, se refrena. Yo creo que Cirlot fue, desde luego, un poeta de raza romántica y profética, y que lo fue —esto es decisivo— sin sombra de ironía, sin distancia, es decir, en el anhelo de que la “vivencia lírica” no fuera esporádica, sino vislumbre real de una temporalidad continua, de una vida verdadera, de la vida que, heideggerianamente, llamaríamos “auténtica”. Y el poeta-profeta, completamente persuadido de su convicción, no podrá conceder nunca que la verdad de su canto se circunscribe a su subjetividad, o sea, que consiste en un fragmento más del mundo de fragmentos innumerables entre los que, en nuestro régimen cultural, la verdad yace —política, institucionalmente— diseminada; nunca dudaría, por decirlo así, de la verdad de su poesía, incluso extramuros del poema.

Por lo demás, nadie podrá decir de Cirlot como de alguien particularmente irreflexivo; no hay que olvidar su ingente obra en la crítica de arte o en el comentario literario, que su congruencia intelectual tiñe, eso sí, del mismo y unitario profetismo de su poesía. Ninguno de los filósofos de la tradición, venía a decir Leo Strauss en cierta página sobre Spinoza, pensó que la verdad de su proposición pudiera ser punto menos que absoluta, aunque hoy cueste, por lo visto, entenderlo. Pero también podríamos decir que la operación poética propiamente moderna, antes que consistir en la renuncia a esa verdad absoluta, viene determinada por el acotamiento de las condiciones en las que su expresión puede resultar objetivamente eficiente, entre los linderos de un espacio específico y cerrado de experiencia al que llamamos, justamente, poema; lo otro, la eficiencia de esa verdad a las afueras de ese objeto, será más bien un asunto especulativo. Pero esto quiere decir, en el fondo, que ya no hablamos de la verdad, sino de la verosimilitud, que es lo propio de los realismos y de todas las estéticas históricas sustentadas sobre una congruencia puramente interna. Por ejemplo, la que venía a proponer Robert Langbaum en su libro célebre, con él que tiene que ver la primera de las tres circunstancias, una personal y otras dos estrictamente literarias, con las que me proponía inicialmente ilustrar el alejamiento que creí sentir de Cirlot a medida que cobraba conciencia de la juventud perdida y me iba alineando con otras poéticas, más propias de los que llamaremos “los hombres sensatos”.

El nueve de diciembre de 1988 mi cabezonería me hacía creer aún que la subjetiva verdad de lo vivido como sentimiento podía manifestarse poéticamente como una razón objetiva. En aquella fecha, que recuerdo al verla impresa en un libro, pregunté con más o menos impertinencia por Cirlot —ya sabía yo a grandes rasgos su opinión y la de sus amigos— a Jaime Gil de Biedma, quien leía por última vez sus poemas en la Residencia de Estudiantes. Y le pregunté incluso por Julio Garcés, el amigo de Cirlot de quien yo iba a publicar, precisamente por intercesión de Luis Alberto, la poesía completa. Fue muy amable, muy gentil, muy lejano, los recordó a los dos —“sí, el que se fue a América…; mándamelo…”—; pasó por alto mi otra ingenua y descarada pregunta pública sobre sus imitadores y su gusto o no gusto por la música de acordeón… Yo sentía mi admiración por JGB de manera tan totalmente incompatible con la de Cirlot como sin duda era, pero debía ocultármelo, si es quería —como, de hecho, quería— seguir a resguardo de la metafísica mitográfica de mis poemas.

Cirlot venía, dicho con prisa, del surrealismo revivido en la pronta posguerra (pensemos en la exposición española de los collages de Max Ernst de 1936) como una especie de neo-romanticismo; concretamente, en la Zaragoza de su servicio militar (y de Alfonso Buñuel, que practicaba con tenaz dedicación el collage ernstiano). Y pasó luego por diversas etapas en las que al bagaje cultural se fueron incorporando el surrealismo francés, el Dau al Set barcelonés, la simbología musical de Schneider, la antropología, la magia, el cine…, hasta articular una poética cuyo sistema de producción no se explica sin el recuerdo de ciertos mecanismos estéticos no ya modernos, sino muy característicamente conformadores de esa subjetividad moderna que en su versión más radical Nietzsche vio como si fuera un baile de disfraces, en el que los hombres dispersos nos defendemos de la verdad tras una máscara que, según los momentos, puede ser neolítica, sumeria, egipcia, romana, frisia, gótica, etc., etc.. Sólo hay que recordar la inventiva a la que Cirlot apelaba para forjar una especie de ficción apócrifa aprovechando las posibilidades alusivas de las modernas ampliaciones fotográficas de objetos arqueológicos, por ejemplo. Pues bien, de todo esto era él muy dolorosamente consciente; no lo vivía, digamos, enajenadamente, con ironía. Ni lo experimentaba en sesiones de duración convenida, sino con la pretensión de vivir así la vida en su plenitud entera y continua, la vida de verdad. El desgarro entre los dos mundos que atraviesa toda su poesía es la que dicen estos versos célebres del poema-prólogo a Diariamente, de 1949: “Voy vestido de gris. A veces llevo / una corbata rosa”, de un modo luego repetido, más o menos, en muchos otros libros, hasta la reaparición exacta y final en Bronwyn Z, veinte años después: “Ando entre peatones y automóviles / … / Voy vestido de gris y mi corbata / es rosa. / … / Y en esta vida me rodean / seres a los que quiero y que me quieren / más en lo humano siempre, sin poder / entrar en el castillo no visible / de aquellos ´más allá` que me dirigen / sonambúlicamente. // Siempre supe que no era de este mundo, / con todo he sido fiel a su presencia / y me adhiero con fuerza lo que real / se dice, se figura”.

Todos los exteriores, por decirlo cinematográficamente, de Cirlot, todos los decorados de su poesía, todos sus egiptos, sus cartagos, sus países célticos o medievales, reflejan o traducen el paisaje de su subjetividad en condiciones que en nada lo asemejan a un paisaje épico, objetivo, sino que declaran lo que es, un paisaje lírico, como él mismo llamó a su “vivencia”, fraguado como reflejo simbólico de una conciencia de existir partida y doliente. Más o menos iluminado, Cirlot ve, pero también se ve viendo, y entre ambas visiones hay un hiato que es fuente de dolor, tal como sucede en la experiencia —germen del famoso ciclo poético— de contemplar el rostro de Bronwyn, la protagonista de El señor de la guerra, y al mismo tiempo el de la actriz Rosemary Forsyth, eventualmente asimilados en el tiempo de la ficción narrativa. Ese dolor nacía, sin duda, de la ansiedad con la que el poeta anhela conferir a su experiencia imaginaria una universalidad esencial; y es la herida que cerrarían —aunque sólo teóricamente— los, por así decir, “realistas” aislando de la vida el terreno de su experiencia estética, como en una especie de operación anestésica.

Unos años después, cuando yo ya no creía ni vivía tan genuinamente los poemas que escribía —pero aún los escribía— di con un retrato de Cirlot en el segundo volumen de las memorias de Carlos Barral, el más próximo correligionario, quizá, de Gil de Biedma en los años en los que ambos se relacionaron con aquel personaje para ellos sin duda pintoresco, estrambótico, el poeta-profeta tocado, no obstante, con un borsalino de ambigua pulcritud surrealista. Esas páginas de Barral, estupendas, que recuerdan a Cirlot en Los años sin escusa (1977), hablan del coleccionista de espadas cuya fotografía tomada por Català Roca tantas veces ha sido reproducida… Por lo visto, Cirlot, “una de las personalidades más ricas en sorpresas y contradicciones del mundillo cultural barcelonés de aquellos años”, hacia mitad de los cincuenta se presentaba de continuo en casa de Barral (por lo demás, vecino entonces de Tàpies) a fin de dar captura, en intercambio de otras piezas, a una daga francesa del siglo XV propiedad del poeta de Calafell. Al fin la consiguió mediante una apuesta, para perderla de nuevo años después a favor de su antiguo dueño en la negociación para la edición de un libro, precisamente, sobre Tàpies. “La fe surrealista —dice el memorialista— había movilizado en él unas zonas disparatadas de irracionalidad que una inteligencia nada despreciable fundía en forma de filosofía monstruosa y, naturalmente, dogmática”. Y esta es la cuestión: más que lo real y lo fabuloso, más que una divergencia estilística, la incompatibilidad entre Cirlot y las inteligencias poéticas de lo que el mismo Barral llamaría “operación realismo”, se encuentra en lo que vendría a ser una disputa acerca de la especialización poética, de la circunscripción de esa experiencia a un territorio específico, de la amplitud de la verdad en relación con la poesía. Cirlot habría arrostrado la escisión de su subjetividad tras atisbar, entre mundos, el sueño de una plenitud continua, mientras los otros habrían acotado de partida el terreno poético hasta encajarlo en el espacio cerrado de unas experiencias eventuales. Para estos, el punto de vista de quien concede a la poesía el campo de expansión completo de la vida, sólo puede ser considerado monstruoso, como asimismo “dogmáticas” las excursiones estéticas del según los días medieval o mesopotámico Cirlot a los mundos perdidos de la historia del alma.

Finalmente, la tercera mención que en desapego de Cirlot me proponía sacar a la palestra, es un fragmento de carta de Gabriel Ferrater a Gil de Biedma de 1959, en el que sin hablar, en concreto, nada de él, se dice mucho, casi todo, del meollo de la diferencia; en la cita de Ferrater es, además, donde aquel viejísimo asunto amoroso que da cuerpo a una historia entera de la poesía, cobra de pronto una reviviscencia llena de resonancias. “Creo que ese conjunto de poemas centrales en tu libro expresa muy bien —dice Ferrater a la publicación de Compañeros de viaje — algo que, para decirlo en jerga sacristánica, es uno de los rasgos definitorios del ser ético de los hombres de nuestro tiempo. Se trata de que somos sensatos —los que lo somos— sin tener razones para serlo. Lo somos porque ´nos lo son`, porque la vida lo es, y al irnos conformando a la vida y con la vida, nos lo volvemos; y de pronto nos damos cuenta de que lo somos, y nos coge de sorpresa. Vivimos en tiempos en que sólo los locos disponen de justificaciones de alto calado, de teorías bien redondas y de eficacia patentada: los locos inocentes son existencialistas o superrealistas o pintores abstractos, y los locos marrajos son católicos o comunistas, posturas todas ellas de alto prestigio. En cambio, el camino hacia la aceptación de la vida como es —el ´viaje` de tu libro— lo recorre uno sin músicas y más bien furtivamente”.

La cita incluye cosas importantes; una de ellas, claro, consiste en el quizá rudo realismo con el que Ferrater habla de “la vida como es”, pasando por alto lo que el mismísimo Juan de Mairena, patrono titular de los hombres sensatos, pensaba de esa pre-existente realidad objetiva: “es el milagro que obra el espíritu humano y el tomarla en vilo hazaña de gigantes”. O sea, que se trata con ella de una ficción (pese a que sea la ficción o mentira sobre la que se asienta la vida política en el régimen vigente del tiempo) y por tanto de un tiempo “real” que es, después de todo, una completa producción cultural. Pero sobre todo es que no ya la verdad, sino la objetividad de esta “vida como es”, descansa, en fin, sobre su condición funcionalmente necesaria a un antagonismo táctico, según el cual queda dibujado con claridad, frente al realismo que se postula, todo lo fabuloso, disparatado, inexistente, cosa, pues, de los locos, ya sean inocentes o marrajos. Los otros mundos. Pero es así, también, como ese acotamiento de la poesía a la experiencia del hombre común (lo que en definitiva sería el hombre en su estricta condición política) se parece mucho a lo que Eric Voegelin observaba que había hecho Hegel como providencia previa a la construcción de su ajustado, cerrado y perfecto sistema comprensible: “suprimir la pregunta”.

Ambos tipos de poeta, el loco y el cuerdo, el poseído y el sensato, tienen, como decíamos, una antiquísima historia. Y el final de la remonta se encuentra, creo yo, en la misteriosa manera con la que el Fedro platónico parece ser a la vez (aunque no al mismo tiempo, sino más bien primero una cosa y luego la otra) un diálogo sobre el amor y un diálogo sobre la poesía —y sobre la retórica, el discurso y la escritura—. Pues bien, aquí es donde la frase antes retenida de Cirlot acerca de la proyección que, según él, comunicaba los mundos esencial y existencial, imaginario y real, sensato e insensato, recobra toda su densidad. Que sea amorosa, propiamente erótica, determinada por el deseo, la comunicación capaz de suturar en una continuidad existencial el abismo que desgarra los paisajes del alma y los de la vida práctica en una dialéctica irresoluble, convierte sin remisión al poeta en amante. (El amor es creador, ya lo sabemos). Pero nada diríamos con ello acerca de nuestra disputa si no concretásemos de qué amor hablamos, más exactamente de cuál de los dos amores a los que el Fedro se refiere. Hay que tener en cuenta que, mientras uno de ellos —el del primer discurso del diálogo— se correspondía con la ceguera irreflexiva de una posesión entusiasmada, al otro más bien le cuadraría lo que el propio texto llama “sensatez” o buen sentido creciente a lo mejor. Pero el caso es que en lo que puede parecer una especie de palinodia, el diálogo emprende luego el elogio de la manía por encima del buen pensamiento y su territorio acotado. “Aquel que sin la locura de las musas —dice Sócrates aunque lo atribuya a Estesícoro— acuda a las puertas de la poesía, persuadido de que, como arte, va hacerse verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de hacer, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos”. Y también: “tanto es más bella la manía que la sensatez, pues una nos la envían los dioses y la otra es cosa de los hombres.” ¿En qué quedamos? Todo se aclara un poco si pensamos que, más que una contradicción inexplicable, lo que el texto platónico nos muestra es la compatibilidad que para el griego existía entre la sinrazón poética y la inspiración religiosa. En concreto para Platón, cuyo desvelo podríamos resumir en el afán de rescatar le eficiencia del lenguaje sagrado por vía racional. Algo sin duda imposible, porque en ese espacio también específico y acotado —el religioso—, la mentira podía igualmente dejar de serlo, pero volvía a ser mentira contemplada desde afuera, racionalmente; también ahí lo insensato tenía su función, que perdía en el desdoblamiento.

Lo que estuvo vedado a Cirlot, en suma, fue, la construcción de ese paréntesis dentro del cual la integridad de lo real queda garantizada (para la razón) aunque interinamente suspendida (por la imaginación). Cirlot sentía la imposibilidad de esa suspensión, y por tanto lo irresoluble de la dialéctica de la que mana el dolor. El muy filosófico Cirlot, el nada inconsciente ni irreflexivo Cirlot, el platónico, el casi siempre heideggeriano Cirlot, acaba siendo el poeta contemporáneo que actualiza la relación del amor y la poesía con rasgos más atentos a sus raíces. Su mera consideración de la dualidad significa ya hacerse cargo de la división de los mundos, que sólo a través del amor, según él, se comunican. Y junto a ese arrostramiento, es como si la ficción antigua y la suspensión moderna respondieran, en efecto, a una verdad, pero mediante lo que antes hemos llamado con Voegelin “la supresión de la pregunta”.

Aun así, verba non res; las teorías tienen una claridad que la realidad desbarata. Ni siquiera nuestros poetas sensatos, políticos e históricos, ignoraron lo suprimido ni acotaron la verdad en “lo que inútilmente se repite”, como la teoría experiencial proponía. En “Pandémica y celeste”, sin ir más lejos, el poema quizá más alto de Jaime Gil, aparecen explícitamente los dos amores, el de Urania y el de Pandemos, el celeste y el terrestre, el divino y el humano, como en el discurso de Pausanias; ahí, al lado de toda la eventualidad promiscua del sexo, también se dice del “verdadero amor”. Y está también la observación de Ferrater acerca, precisamente, del “balanceo de la emoción (…) que carga alternativamente sobre el platillo de los apetitos fantásticos —por así decir— y sobre el de la objetividad…”. Ocurre, pues, que suprimir la pregunta no significa, naturalmente, suprimir el dolor, acabar con el sentimiento de la disociación, con la lástima de la discontinuidad. Ya lo sabe quien, incluso mucho después de despertar, recuerda el amor vivido en un sueño.