Una hebra recubierta de vida,

soldada por arduos deseos de permanecer aquí

y seguir abrazando a los que te lloran,

a los que dicen adiós a la bruja,

la más bruja de todas,

y que arde dentro de las venas principales de sus manos

como si fuera flexible y azul

y les llevara a acariciarte.

Hilo de cobre para anudármelo al cuello

llegado el día preciso

y acabar con este paripé de indiferencia,

el teatrillo de despedida

y las plañideras que sólo se acuerdan de uno

cuando uno ya no está.

Metros de cable con hilo de cobre

robado en la noche de tu muerte

mientras yo te arropaba y recogía tus cosas,

tapaba con las sábanas el pie que empezaba a estar frío

porque ya se sabe,

no te gusta que te vean con las uñas sin arreglar.

Nadie te cortó al fin el pelo, como tú querías,

y se burlaban como con vida robada

algunos de tus rizos color de cobre

apoyados sobre los hombros,

vengándose del intento de acabar con ellos.

Cobre, como un consuelo de tontos,

el premio del que no alcanza la meta

sino detrás de los otros,

como tú y yo,

como todos cuando dejan de estar.

“El incremento del precio del cobre

dispara los hurtos”, leí aquella noche,

y me conformé.