Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Hacemos el amor tan cerca de la cocina,

es tan pequeño este piso,

que llega el olor de las tuberías como un olor de santidad

pegajoso y sucio,

sintético y torcido,

demasiado calor,

por todo tu cuerpo con tatuajes y escamas.

 

Luz de la ciudad, eres blanca como el sol.

 

Conozco gente de cincuenta y cinco años

que ocupa puestos importantes bajo las luces de la ciudad,

que hablan un español inmaculado,

que tienen el poder y la dicha social,

pero que no hacen el amor como tú y yo lo hacemos,

-si es que es amor y no mentira-,

con esos gritos arrancados

-si es que son gritos y no ficciones-

a la piel, a la lengua, al ácido

de las enigmáticas baldosas del suelo,

que apenas aman así, a la manera nuestra,

-rabia y poco futuro, ira y poca compasión-

y yo no entiendo que la vida sea otra cosa

que las blancas cabelleras

de tu carne hipócrita y regiamente desnuda

como si sonasen los himnos nacionales de Francia y Alemania,

de Rusia y España, de Suecia y Finlandia,

no en mitad de una Olimpiada,

sino en mitad de los extrarradios industriales.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

A veces no nos dormimos en la madrugada y pensamos en Marte

y pensamos en las cenizas de los crematorios ascendiendo,

-cuerpos carbonizados, gente que nació para decorar el cielo-,

buscando su tumba en el aire contaminado,

-el aire pleno de cenizas humanas que vienen de la tierra,

culos y lenguas, fémures y sacros, hígados y simiente-,

siete horas seguidas mirando el plafón dorado allá en el techo

de un dormitorio traspasado por ruidos

de coches viejos y lejanos,

de puertas de vecinos que se abren;

y miramos una ventana,

presintiendo a través de las rendijas

la fuerza de las grúas que crean la vida y la historia.

 

Luz de la ciudad, te bebo desnudo.

 

Cuando tenga setenta años y ya no pueda,

ábreme en canal,

y tira mi corazón a los perros.

Y tú come con ellos,

pelea con ellos para que te dejen morder,

muérdelo como tú sabes,

perra,

mi corazón.

 

Te quiero.

 

Te quiero tanto.

 

Te quiero,

como los dinosaurios quieren la luz de las estrellas para beberla de noche,

como los leones en África devoran cebras con los riñones plenos de basura,

como los blancos comen negros con el corazón pleno de ilusiones blancas.

 

Luz de la ciudad, eres mi novia, mi espejo y mi alegría.

 

Me paso las noches gritando.

Contra la oscuridad, contra la luna,

gritando.

Desnúdate, perra,

gritos en mitad de la madrugada,

en mitad de las escaleras de los pisos baratísimos:

exaltación, demasiada exaltación.

 

Todo está blanco.

 

Desnúdate, perro. ¿Tiemblas? ¿Te asusto?

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad, que también ilumina

a los perros,

a los negros,

a los niños,

a los santos,

a los resucitados,

a los ancianos,

a los pobres,

a los asesinos,

y a las mujeres,

a las iniluminables mujeres.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad sobre tu cabello de ceniza Sulamita.

 

Tengo muchas ganas esta noche.

Te mataré. Te lo daré. Te daré eso.

Nos casaremos. Te lo daré, lo juro.

 

Te quiero.