En el bar de costumbre soy atento auditorio                   

de un borracho feliz, adolescente,

cuyo pulso derrama hermosas confidencias.

No son originales,

acaso ni pretenden ser creídas.

 

En su infancia fue víctima de una escuela rural

- el asunto es común y se repite

con alguna frecuencia –

y aprendió a odiar los libros con odio precoz,

como sucede siempre que aprendemos con sangre.

 

Memorizó de paso reyes godos,

algo de geografía,

la sibilina historia de Caín,

la prueba de los nueves

y el uso de la m delante de p y b.

 

Porque nada es eterno aquel encono

se fue desvaneciendo como luz de crespúsculo;

en un hipermercado – limpiando estanterías -

descubrió por azar

el polvo acumulado de los clásicos.

 

Aquel hallazgo fue clarividente:

quiere ser narrador, o siquiera poeta;

no le arredra ignorar cómo literatura se convoca,

ni pone a su deseo ningún sello de urgencia.

Que Cervantes escribiera El Quijote

a los cuarenta y tantos

le hace ser optimista.