regado por la pulcra saliva del cielo

Dra, 1986 (2020: 397)

 

Una excepción

 

De la extrañeza, de la rebeldía, del dolor, de la ternura, de la búsqueda de un Dios esquivo, de la incomprensión en un mundo que no es el suyo brota la necesidad de decir que movió toda la obra de Pedro Casariego Córdoba (Madrid 1955-1993). Entre 1977 y 1987 Casariego concibió los poemarios La canción de Van Horne (1977), El hidroavión de K. (1978), La risa de Dios (1978), Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos) (1979), La voz de Mallick (1981) y Dra (1986), que serían agrupados en Poemas encadenados (Seix Barral, Barcelona, 2003; 2020, en edición ampliada). A este volumen habría que sumar sus poemas sueltos, su pintura, los textos y dibujos de La vida puede ser una lata (1988) o Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul (1988). Verdades a medias (1998) recoge su obra escrita en prosa. El cuento ilustrado Pernambuco, el elefante blanco (1993) fue su despedida.

El poeta madrileño huyó de círculos literarios y de exposiciones públicas, entregado a su “oficio solitario”, a su “manera de estar solo”. Traicionando este deseo, podríamos deslizar su obra poética por esa generación intermedia del final del franquismo y los primeros años de la España constitucional. Dos antologías establecerían el marco temporal: Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet y Postnovísimos (1986) de Luis Antonio de Villena. Entre sesentayochistas, novísimos, postnovísimos, posmodernos y “poetas de la movida”, entre otras tendencias, brilla su obra secreta. Si se ha hablado para estos años de “poetas venecianos”, “poetas puros”, “poetas de la experiencia”, “poetas yonkis” o “poetas secretos”, sin duda Pe Cas Cor se alinearía en una corriente unipersonal de secretismo. Es conocida su condición de abstemio y su distancia con respecto a las estéticas estupefacientes. En su caso son absolutamente naturales, biológicos, los vínculos con la poesía neosurrealista o neovanguardista, con la cultura pop y, en definitiva, con lo que se puede llamar “poesía de la diferencia”. Su obra está más cerca de los Poemas humanos de César Vallejo o Poeta en Nueva York de Federico García Lorca que de la obra de cualquiera de sus contemporáneos.

Isabel Bellido, Manuel Rico o Joaquín Ruano recogen en sus estudios de la época dos hechos culturales, ambos de 1984, que hablan de apertura y de nuevas formas en el arte: el Congreso Narrativa en la Posmodernidad, celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y la aparición del número 1 de la revista La Luna de Madrid, altavoz de la movida. En esta publicación, muy pronto, José Luis López Aranguren puede escribir ya su desencanto ante una euforia superficial y sin demasiado sentido: “Sumidos en el Paro, la Delincuencia, la Marginación y la Pasión. También viviendo en el Reencantamiento. En la Esperanza sin Fe. Esto es la Posmodernidad.” (Bellido, 2017: 2)

Igualmente, Joaquín Ruano se refiere para los primeros años 80 a la existencia de posmodernos y ácratas. Estos últimos optan, “ante el desencanto de la realidad, por la fuga”, por “negar la mediocridad circundante” y encuentran su salida en la promiscuidad, la locura, la drogadicción y la homosexualidad. (Bellido: 2017: 3) Al margen de la nueva libertad conquistada, entre los poetas sigue habiendo un orden oficial, el de los poetas que publican en editoriales de prestigio, que imponen un nuevo canon, y ese otro orden de las voces que se desmarcan por diferencias sociales, estéticas o personales o que simplemente no constan. Este es el espacio de Casariego. A este respecto, es significativo el título del artículo de Isabel Bellido: “De cómo la movida mató a los poetas”, que trata de explicar la cara b, el desasosiego ante la complacencia.

Por acabar de trazar un contexto, diremos que fueron muchas las antologías que dieron cuenta de la poesía de los años 70 y 80. Casariego apenas aparece, y a destiempo, en Después de la modernidad de Julia Barella (1987), 8 poetas raros de José Luis Gallero y José María Parreño (1992) o Poesia espanhola de agora (Lisboa, 1997). Su presencia en los diferentes panoramas de la generación es prácticamente inexistente. De forma general, en esas antologías de los años 70 y 80, frente la generación del medio siglo o los realistas, se reconocen algunos rasgos decisivos: cuidado del lenguaje, cercano a veces a lo intelectual, otras al simbolismo; obediencia exlusiva del poema a sus propias leyes internas, sin alusión directa a la realidad o la sociedad del momento; literatura autorreflexiva, metaliteraria, cuajada de polifonías y alusiones intertextuales; regreso al irracionalismo y lo excepcional; regreso a lo experimental y a todas las rupturas versales, tipográficas y rítmicas; aparición de figuras del mundo mediático y de iconos pop. Estos rasgos no explican la obra singular de Pedro Casariego, pero al menos la sitúan en un ambiente creativo distinto, en ocasiones efervescente y de estímulos rupturistas. Por lo demás, se sabe que las relaciones de Casariego con otros poetas fue mínima y que no era lector de poesía.

Volviendo a la excepción, coincide la etapa creativa de Pedro Casariego Córdoba con la de “malditos”, “raros” o “heterodoxos” como Eduardo Haro Ibars, Fernando Merlo, Leopoldo María Panero, Aníbal Núñez o Félix Francisco Casanova o con la irrupción brillante de Blanca Andreu con De una niña de provincias que se vino a vivir en un chagall (Premio Adonais, 1980). Es esta también la época en que se pronuncian estéticamente los poetas recogidos en Poesía Contracultura Barcelona (2016) por David Castillo y Marc Balls y tantos otros que en diferentes lugares de la geografía española ejercieron su individualismo y su disidencia. El neosurrealismo y lo contracultural, que serían dos de las aspiraciones del arte de esta época, se pueden asociar a la obra del madrileño. Por su parte, la poesía de Eloy Sánchez Rosillo, que en 1978 da a la luz Maneras de estar solo, representaría la otra dimensión, clara, elegíaca y reflexiva, de toda esta modernidad.

 

Abrir el grifo

 

La corta estatura

de 3 de las operadoras camboyanas

precisamente sus 3 portavoces

que reclaman en correcto francés

la recompensa prometida

por la captura de Stirling

permite a Van Horne ver

el estallido de la primera bomba (2020: 27)

 

            Como una bomba estallan los primeros versos enlazados, encadenados, del primero de sus libros, La canción de Van Horne. Intentar explicar cuál es el origen único, el arranque insólito de su poesía nos obligaría, en primera instancia, a escucharlo a él mismo:

 

“Consiste simplemente en abrir un grifo y dejar que manen de ese grifo todos los líquidos y todos los cantos químicos posibles, tratando de hacer acopio de imágenes, robando palabras a los periódicos, expresiones a las gentes, términos a los diccionarios, y luego batiéndolos todos para hacer una bebida que no resulte totalmente imposible de digerir.” (Entrevista, El Paseante, 1985: 99)

 

La obra poética de este “cometa”, que en palabras de Clara Janés cruzó nuestro firmamento “ardiendo en <hielo celeste>”, fue recogida en 2003, a los 10 años de su muerte, en Poemas encadenados (Seix Barral), con prólogo de Ángel González, al cuidado de sus hermanos y Pe Cas Cor Sociedad Imaginada. Como homenaje, esta vez en el 65 aniversario de su nacimiento, el volumen ha sido reeditado (Seix Barral, 2020), incluyendo algunos poemas inéditos de la última época, con un nuevo prólogo de Javier Rodríguez Marcos y con la intercesión de algunos escritores que coinciden en su entusiasmo por una obra cuando menos singular, imprescindible si nos adentramos en los circuitos mínimos de la literatura de verdad. Antonio Gamoneda, Berta Vias Mahou, Enrique Vila-Matas, Marta Sanz o Ray Loriga, entre otros, firman los textos y escolios que acompañan esta edición y que subrayan el valor irrenunciable de esta explosión de creatividad y talento.   

 

Visionario ciego

             Roberts aúlla como una cometa

              y yo aúllo como esa misma cometa  :

               mis dedos definen

                su cuerpo de angustia  :

                 él dice

                  que mi cintura es un crisantemo

                   cuya elegancia

                    nos santifica  :

                     ¿armoniza mi perfume

                      los naipes

                       de su tiempo?

 

                                               S. 82.

                                          (Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos), 2020: 331)

 

Como Tiresias, el poeta es un visionario ciego, capaz de ver más allá de nuestra propia ceguera. El precio de esta lucidez y de esta deserción de la realidad es alto:

 

Hay

muchos

mundos

pero yo no

estoy

en

ninguno.

¿Sabré

morir?

Vivir

no he sabido...

 

Así se exponía en Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul (Árdora, 1998: 41). En cada uno de sus libros mordemos la fruta de una imaginación desbordante, irisada de hallazgos y transgresiones. Prometeo ha robado el fuego, lo ha transmutado en poliedro vivo de un mundo fantástico, un bestiario huraño, una llamarada de desobediencia y sueño. Prometeo ha sufrido su castigo y ha luchado con todas sus fuerzas para desencadenarse y ser de nuevo el fuego. Así, en el mundo inabarcable de Pe Cas Cor cabrán la risa de Dios, un aviador espartano, Marie “que quisiera ser / una libélula de plata / y no una joven dama / de labios azules” (2020: 163), los unicornios que enmudecen para siempre, el dolor, los sueños de Phil Kierkegaard, la espiga de trigo, Zimmermann y una metralleta descuidada, la fruta para los débiles, el séptimo cielo de Paivarinta, los tigres de la felicidad, los aerolitos que son brujas embrujadas, la morfina, los sastres que visten de belleza la rabia, el pecho de Vanderbilt y una nadadora hawaiana y, por supuesto, los grandes carteles que anuncian el refresco Van-Cola. Parece infinito el paisaje siempre interior, infinita la escenografía alucinada, la geografía incendiaria de alguien que se esfuerza en decirlo todo desde la conciencia abrumadora de que las palabras son insuficientes:

 

Nuestras palabras

nos impiden hablar.

Parecía imposible.

Nuestras propias palabras.

 

                                   N. 0.

                                               (La risa de Dios, 2020: 233)

 

Una lectura crítica de sus formas y sus significados nos llevaría a hablar de adanismo poético, de los contactos entre misticismo y postmodernidad, del inconformismo y el no pertenecer anarquistas (“En algunos lugares la anestesia se ha convertido en la religión universal” (“Berlín”, 2020, 531)), del desencanto (“Una enfermedad venérea / ha troceado el alma a los gorriones” (2020: 407)), de la iluminación y el desarreglo de los sentidos de Rimbaud y Lautréamont, del estado de falencia o intersticialidad que nos ofrece el otro lado de las cosas, del desaprendizaje de los modos convencionales de vivir y escribir (“Lucharé contra todos los que digan / lo que yo digo” (2020: 459)), del mito y lo inconsciente (“Regresemos a la sorpresa del templo griego.” (“Berlín”, 2020: 530)), de la disolución de los géneros, del collage y la fusión que transmiten la superposición existencial de planos, símbolos o realidades, del centro descentrado de Jacques Derrida y la escritura de los márgenes de Maurice Blanchot, del poeta como delirante que hay en Cortázar, de las asociaciones salvajes de ideas (“soy todo lo bondadoso que puede ser un buitre” (2020: 438)), de la escritura automática que no es stricto sensu automática, de la visión irracional (“mi salvaje peregrinación por la nada más vacía”  (2020: 375)) y de la contemplación órfica. Son múltiples las posibilidades de acercamiento a esta obra. Y, sin embargo, desde el sentido más común Antonio Gamoneda nos explica que “más allá de la literatura”, donde “realidad poética” y “realidad vida/muerte” no se distinguen, “carece de sentido definir -poner límites- a la forma o los significados de la poesía de Casariego. Todo es y deja de ser en la misma sucesión/convulsión/disolución.”  (2020: 432) Marta Sanz habla, a propósito de Maquillaje, de “rescoldo romántico y anticipación queer” (2020: 286). “Mi rostro es un antifaz. / Desenterrad mi segundo rostro” pide Casariego en La risa de Dios (2020: 255). La literatura es maquillaje y máscara y hueso y palabras. En palabras de Marcos Giralt, el poeta es “capaz de sentir las sutiles relaciones que transitan por debajo de las cosas. Como si el tiempo hubiese sido abolido y toda la creación se le mostrase transparente.” (2020: 22)

De acuerdo con ellos, desde cierta inocencia hermenéutica, creo que podría ser un error, en casos como el de Casariego, abordar su poesía desde lo que consideramos normal, racional, convencional. En su obra, desde el inicio, la normalidad es otra cosa, cercana a una exploración abisal, delirada y nostálgica del primer lenguaje, de aquel que aún era la realidad.

 

Tú mi Dios

Tú que conviertes al siervo en siervo

Tú que conviertes el huerto en huerto

                                   la piedra en piedra

                                   el amor en amor

 

Tú abrazando brujas y santos y hielos y otras naciones amigas

 

Tú tan tormenta de vida y yo tan tormento de nada

necesito que me invadas despertando sueños

o apagando mis infiernos de fuego con Tus dragones de agua bendita.

 

                                   (“Tú mi Dios”, 1980, 2020: 460)

 

 

La voz desbocada

 

En Pedro Casariego Córdoba la escritura fluye siempre, se enlaza o se desliga y se desencadena para precipitarse sobre nosotros como una catarata. De La risa de Dios, por ejemplo, dice que “salió como un torrente, muy libremente” (1985:101). Y este torrente viene de un gran venero original.

 

recordé que los cometas no se peinan nunca

 y comprendí que el cometa no se había distraído

            el cometa

             se dirigía

              inconsciente y certero como aguja de brújula

               a un lugar muy concreto

                del paisaje que me contenía

 

temí que el lugar fuera yo

 

                                   M. 61.

                                   (La voz de Mallick, 2020: 377)

 

En cualquier caso, estamos ante una escritura desatada, quizá la única que se aproximaría a traducir el mundo de dentro, el interior múltiple. En su viaje a las profundidades, en su extracción de la piedra interna, Casariego da la sensación de estar mostrando, como si fuese el ruido de los campos magnéticos que somos, el ruido de su propia consciencia, “el silencio móvil del alma” (1985: 101). La sinfonía rimbaudiana que se remueve en las profundidades, las criaturas inconscientes de Gustavo Adolfo Bécquer, las que pugnan por salir a la luz, están aquí también y aparecen ante nosotros como un géiser increíble.

Ante una voz desbocada como la del poeta madrileño, la crítica no puede sino enmudecer. El poeta es un delirante. Una intuición mística o mítica o trascendente o metafísica hay en la fuente de sus poemas, lo que se traduce consecuentemente en el lenguaje. Ya Jacques Maritain se había referido en La intuición creadora en la poesía y el arte al “hecho de que los artistas modernos luchen por liberarse del lenguaje racional y de sus leyes lógicas”, insistiendo en que “nunca como ahora prestaron tanta atención a las palabras (…), pero ello sólo a fin de poder transfigurarlas y quedar libres del lenguaje de la razón discursiva” (1955: 126). La necesidad de deshacerse de la razón lógica es uno de los tatuajes poéticos de Casariego.

            En la esfera de la intuición -continúa Maritain-  “penetramos en el imperio nocturno de una prístina actividad del intelecto que, más allá de los conceptos y de la lógica, se realiza en una conexión viva con la imaginación y la emoción.” (1955: 131).

Esta “conexión” nos devuelve de nuevo a los dominios de Orfeo, al oráculo del conocimiento. Por su boca se pronuncian sin freno los dioses o las musas o las fuerzas lisérgicas de la naturaleza y la ciudad. La poesía es, como en la Sibila, adivinación de las profundidades que hay más allá de la razón. Como explica Julio Cortázar, “ser poeta / escritor / novelista / narrador / es decir ficcionante, imaginante, delirante, mitopoyético, oráculo o llámale equis” es siempre algo más (2000: 157). Nunca la retórica sería suficiente para apresar la belleza impulsiva, desoladora, neurálgica de estos poemas, ni la conciencia de este caudal, de esta fuente manida en secreto (“¡Que bien sé yo la fonte que mana y corre, / aunque es de noche!” canta San Juan de la Cruz (1992: 277)), venero, cascada que apenas obedece a una ley de gravedad emocional, a un impulso sagrado, secreto.

 

Dios me ama

             Dios ama mi enloquecer

 

                                   S. 73.

(2020: 327)

 

 “Su origen -le oímos decir a San Juan de nuevo- no lo sé, pues no le tiene, / mas sé que todo origen de ella viene”. El poema de Casariego es un río, un poema río con afluentes y meandros y deltas; difícil entonces explicar con palabras las olas, las corrientes internas, la constante mutabilidad heraclitiana. De igual forma, el escritor chileno José Donoso decía lo imposible o lo inútil de intentar explicar la belleza total de la Historia de Genji o la poesía de John Keats. En Casariego el corazón subjetivo del símbolo acaba por instaurar un discurso oblicuo, irreductible, proteico, en continua transformación, en el que los sentidos se cruzan, se revuelven, regresan o van en direcciones desconocidas, se amplifican o se retraen hasta algo muy esencial, esencialmente inexplicable.

 

Un campo

infestado de cráneos de gorrión y margaritas

que perdió el tesoro

de su materia

y ascendió

tan involuntariamente como un globo

para convertirse

en el ingrávido

delicadísimo pabellón

de Paivarinta

 

                                   P. 7.

                                   (Dra, 2020: 398)

 

Tal vez esta irreductibilidad del hecho artístico, su carácter indomable ante la crítica o la exégesis, tenga que ver con las propias palabras, que no dejan de pertenecer al mundo de más allá.

 

el dolor

    este rinoceronte que no distingue

       y embiste

              desde soledad

                           con la fiereza del desconcierto

                                        y lleva un traje

                                                  de diamantes mal planchados

                                                         y su carrera ciega

                                                          de metros infinitos

llega al ritmo

    blanco y honrado de la nieve

 

“Ahora hablas con el dolor”, 1985 (2020: 515)

 

El rinoceronte del dolor embiste. ¿Cómo decirlo? La fuente escondida que diga esta embestida será fundamentalmente una fuente de sangre y conocimiento:

 

Mi sangre no es sabia;

yo busco un manantial de sangre sabia:

ríos de sangre sabia

para regar mi cuerpo.

                                   (2020: 459)

 

Entre la búsqueda ascética y el sacrificio ritual, el hombre es un manantial y la escritura, “la imitación del torrente”. Su obra entera traduce esta voluntad y esta necesidad amplísimas de bautizarse en el río de palabras, en una apuesta contra las seguridades, los racionalismos, los realismos y las solideces, en una averiguación del yo: “porque yo soy sangre” (2020: 459). “Dejar que manen todos los líquidos” será la consigna líquida de una obra poética “rara”. El manantial fluye contra el tiempo, contra la vulgaridad, al encuentro de un Dios, sea el que sea.

           

El poeta secreto

 

No creo en los ovnis:

he gastado mi fe

viviendo como una serpiente.

Mi pantalón es azul:

soy extraño y

siento desprecio;

me desprecio a mí mismo

cuando hablo tanto de mí,

porque yo desprecio a los que se desnudan.

 

                 (“Te quiero porque tu corazón es barato”, 1980, 2020: 459)

 

Pe Cas Cor confiesa, desde un pudor radical, “abrir el grifo” y dejar que manen las sustancias del alma, el universo volátil, etéreo, líquido del interior, y también los “cantos”, las canciones preexistentes, la química de las sensaciones o las emociones. Para ello, para que esta transición sea lo más verdadera posible, se dispone a hacer acopio de cuantas imágenes, palabras, expresiones sea capaz, independientemente de cuál sea su origen. Sabe remotamente que traiciona así al arte, al artista secreto. El poeta reniega, descree de quienes exteriorizan su obra.

 

“Yo defiendo un arte que se destruye al ser creado. El artista que escribe un libro o compone música está ya efectuando un trasvase de su alma con lo exterior que la deforma, ya que es imposible describir lo que sucede dentro de uno mismo.” (1985: 100)

           

Trasvasar es traicionar. El propio acto de crear implica renunciar al arte. Desde la conciencia de esta renuncia, Casariego “incurrió” -como dice Ángel González- en diferentes poemarios.

 

“Siempre el artista será una persona que renuncia al silencio móvil del alma, y ha tratado de reflejar con un espejo totalmente imperfecto aquello que es realmente un poema interior.” (1985: 100)

 

Ese “poema interior” es el que atrae y exige toda su atención. Visceralmente, además.

 

“El artista que no sabe que hace arte, realmente lo hace, porque el valor del arte es precisamente la espontaneidad, la fuerza, el entrechocar de células, el río de la sangre.” (1985: 101)

 

Esta posición “mística” es la última revolución posible, la última revancha contra el mundo, contra el espejo que nos distorsiona. Sus poemas se resisten con fiereza a todo intento de clasificación, porque son el trasunto más fiel posible de la pureza de un “alma móvil”, el reflejo más cercano del laberinto de soledad de donde proceden.

 

esta soledad es hija de una altura equivocada

yo tengo el vicio del cielo

soy el único propietario

del aire huesudo y de los pájaros fáciles

 

                        (“Esta soledad”, 2020: 464)

 

El lenguaje es clave en esta mediación entre lo interior y lo exterior. Y Casariego lamenta sus alcances insuficientes, su distorsión de la voluntad original del poema interior. Ante esta situación de irredención, rebeldía e ingenuidad extremas, el crítico de la literatura debe ser consciente de la imposibilidad de reducir a palabras “el vicio del cielo” (“Estoy milagrosamente. / Estoy milagrosamente.” (2020: 459)) o el dolor (“ahora hablas con el dolor / él te dejará porque no te entiende”, (2020: 514)) de sus poemas. Hay una fractura, una revolución, un símbolo en el fondo del fondo que no admite su explicación.

 

soy el perro que en la luna escarba una hoguera de signos

y

        sólo

       la

        muerte

            me hace

              la vida

                imposible.

                                   (“Tu mezquita y tu río”, 1979, 2020: 439)

 

Contra el tiempo, que nos hace la vida imposible, contra la debilidad, contra el aburrimiento, contra la estricta realidad escribió el poeta madrileño. Una metáfora de esta inquisición es la frecuencia con que inunda sus páginas lo divino: Dios, la oración, el rezo, la plegaria, el salmo, las biblias. Cuando incluso el dolor nos abandona, porque no nos entiende, quizá la incomunicación sea una de las muertes de Dios, la muerte del lenguaje. La imposibilidad de hablar con el otro y la imposibilidad de hablar consigo mismo se convierten en estímulo inicial de esta obra inaudita. Este hablar consigo mismo es posible desde el monólogo interior poético del que hemos hablado. “Quien habla solo -había explicado Antonio Machado en su “Retrato”- espera hablar con Dios un día”.

 

Dios nos ama

             oh Dios nos ama

              Dios enronquece

   y disipa tu luz

                Dios predica en tus aleluyas

                 y en tus restañasangres

                  y en tus volcanes

                   y en tu pubis místico

                    y nos ama

                     y en mis misereres

                      y en nuestras biblias

 

                                   S. 93.

                                               (2020: 337)

 

En la línea del intimismo más radical de la intraconciencia, el poeta se lanza a sus profundidades para ser, para buscar esa raíz en que las palabras aún nos permitan hablar. La estructura externa de esta lucidez mostrará un mapa dislocado, en que se acumulan imágenes, conexiones, relaciones de palabras, correspondencias fatales o insólitas o descoyuntadas. El “raconte de rêves” y la escritura automática surreales -aunque en sus poemarios haya una especie de hilo narrativo- están muy cerca. Algo parecido ocurre en las takes del jazz. El músico se dejaba ir sobre un leitmotiv, desde un leitmotiv, y se convertía en cadencia de lo nunca visto, de lo nunca revelado. Esta actitud excesiva, expansiva ante la creación es la que encontraríamos en escritores del confesionalismo más puro. Un buen ejemplo es Anne Sexton, quien se vale del “desorden” espontáneo y la naturalidad bruta en sus textos despojados, sin piel. Casariego, por su parte, puede decirnos:

 

La fatiga me tumba en este jardín perfecto o en esta escombrera de cisnes encantados.

Mañana afeitaré el continuo anochecer de mi garganta.

Torpes como jugadores de golf palpan el sueño mis dedos.

Encima de mí las constelaciones tejen sus monótonas promesas.

Mueve los abedules la ingeniería fácil que despide el paraíso.

Hay perros románticos en todos los seres de cinco letras.

No soy perezoso.

Duermo.

                                   (“Berlín”, 2020: 532)

 

En el fondo de todo esto, hay una idea clarividente: el lenguaje se interpone entre nosotros y lo que queremos decir. Desde una perspectiva similar, Juan Andrés García Román lamentaba la pérdida de ese lenguaje adánico, primigenio, en que las cosas verdaderamente nombraban la realidad. Casariego es igualmente consciente de la pobreza que se deriva de un lenguaje que no es posibilidad, que vive adocenado en su convencionalismo.

El artista secreto, interior, busca una comunicación directa, visceral, contagiosa, con los otros, como en Paul Celan o José Ángel Valente.

 

Vendí uno de mis bosques de petróleo

 entregué el precio a doce de mis lacayos

  y los envié al mundo

   para que consiguieran

    todos los diccionarios

     incluso los de las lenguas más insensatas

      con la esperanza de que algún extranjero

       entendiera el himno

 

                                   P. 58.

                                   (Dra, 2020: 423)

 

¿Quién entendería el himno? A la semántica de un alma viva, en movimiento, se corresponde un lenguaje vivo, abierto, en movimiento. Casariego intenta en su obra restituir esa conexión perdida entre la emoción y el lenguaje. Así, su discurso será salvajemente intuitivo, irónico, fluido, dislocado, virginal. En su boca cobran sentido las experiencias poéticas rupturistas de la contracultura y la exploración de la metafísica del lenguaje.

 

 

 

 

 

Isabel BELLIDO (2017): “De cómo la movida mató a los poetas”. Jot Down. https://www.jotdown.es/2017/01/la-movida-mato-los-poetas/ (diciembre de 2020)

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (2020). Poemas encadenados. Barcelona. Seix Barral.

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (1985). Entrevista para El Paseante, nº 1, págs. 99-102. Cuestionario y edición de Jacobo Siruela. http://www.pedrocasariego.com/entrevista_paseante/

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (1998). Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul. Madrid, Árdora Ediciones

Julio CORTÁZAR (2000). Un tal Lucas. Madrid. Ed. Suma de Letras

San Juan DE LA CRUZ (1992). Poesía. Madrid. Cátedra Letras Hispánicas