Tu me oyes, Enrique,
en ese mundo vuestro del enigma
y de la soledad.
Aquí,
mientras pasa el verano
con su rumor de estrellas,
y las olas meditan,
y la luna es más tibia
pensada sobre el mar de las preguntas,
y los sueños insisten en descifrar la noche,
hay una copa tuya
y una silla que espera
en las mesas calladas de la aurora.
Allí,
en ese mundo vuestro,
quizás haya un lugar donde poder sentarse
para escuchar contigo,
para vivir contigo las reuniones
secretas de la muerte.
Y tal vez haya copas y palabras
y vino derramado en los manteles,
y un recuerdo lejano de nosotros,
el eco de la vida.
Así,
el tiempo con su niebla y con sus emociones
devuelve el corazón a su pasado.
Estamos todos juntos. Las ausencias
son otra forma de seguir presentes,
en una realidad que no es tan sólo
la llama de un recuerdo,
sino la vida misma,
lo que va con nosotros, porque es nuestro,
cuando todo se pierde,
aquello que nos hace
como la luz al día
y la sombra a la noche.
Ahora
los dos somos amigos del naufragio
y el mar puede reunirnos
para seguir hablando en dos orillas.
Es un destino propio de los seres mortales
negarse a que la muerte interrumpa una cita.