Yo recordaba con horror un bidón en una acera de la avenida Ferdowsi, no lejos de la entrada de un hotel, lleno hasta formar un copete de patas de gallo y lo asocié –durante el pase de Cría cuervos- a la voluntaria sumisión que escoge el espectador de cine cuando entra en la sala. Ningún fenómeno de la vida cotidiana me restablece de tal manera la ilusión de ser dueño de mis actos como la decisión de abandonar el cine cuando no se ha alcanzado todavía la mitad de la proyección. Suele ser un regreso al vacío, acrónico y algo estupefacto; no solamente la calle parece más desierta, los locales animados por un público intemporal que se hubiera trasladado a otra ribera del tiempo sin obligaciones ni compromisos –como si tomaran café y charlaran por una inercia que durase siglos-, sino que no habiendo contado con esa hora que el plan había previsto en una butaca de patio, se levanta íntegra, ociosa y desocupada, como una gratuita ofrenda que el ubicuo y eviterno deber otorga estérilmente al quejoso para demostrarle a la postre que tan sólo sabe malgastarla y convertirla en polvo de tedio. La última ocasión, ni siquiera hace un par de meses, me la brindó un insoportable film de incidentes familiares con el que Visconti vino a demostrar una vez más su reconocido talento para transformar en mal gusto la escasez de sus ideas.

No es fácil levantarse de la butaca y abandonar la sala cuando apenas ha transcurrido un tercio de la película. A la subyugación ejercida por la pantalla se suma la imantación de la butaca, nada desdeñable; es preciso reconocer que –de entre las muestras que ofrecen nuestros cines comerciales- con harta frecuencia son las producciones nacionales las que con mayores garantías pueden brindar al espectador tan inusitada e infrecuente oportunidad. ¡Supremo don del cine español que, adelantándose a los anticuados y corrompidos usos de otros países, ofrece al ciudadano la opción de ejercer su soberanía, su libre albedrío, su libertad de juicio y su independencia de conducta! ¡Y tanto más encomiable el empeño cuanto que, desoyendo durante decenios voces apresuradas que le instan a cambiar de ropajes y actitudes, permanece fiel a su propósito –haciendo incluso sacrificio de las retribuciones que podía dispensarle la taquilla- para procurar al ciudadano un beneficio, más oculto pero más alto, que transformará su afición al espectáculo en el libre ejercicio de sus valores espirituales! Y más aún cuando se piensa que para llevar adelante ese designio tendrá que luchar con la incomprensión, a veces con el ridículo y siempre, siempre, con la estrechez de medios económicos.

A duras penas pude durante un buen rato apartar la vista de aquel bidón lleno hasta rebosar de patas de gallo. Era de noche y los cubos de basura amojonaban el borde de las aceras de Ferdowsi pero la luz de una farola caía de lleno sobre él para acentuar –si cabía- el mórbido color hepático del montón, la granular epidermis de medio quintal de pesuños tan entreverados que resultaba imposible distinguir y destacar con la vista una sola pata entera. Tres veces seguí adelante y tres veces hube de volver, la última sospechando si aquello se movería, por si a una hora dada instaban a rebullirse animados por los postreros tirones de mil haces de nervios desolados e impacientes, confrontados con su definitiva quietud.

Los que como yo van casi siempre al cine a instancia de hijos y amigos que consideran poco menos que una obligación ver determinadas cintas, se pueden hacer cargo de lo difícil que resulta para el hombre remolón y cargado de prejuicios asistir a un espectáculo que, con toda probabilidad, le tendrá fascinado durante dos horas. A poco que esté hecho con algo de talento resulta imposible –real, estadística y socialmente imposible- abandonar la sala. Incluso si cunde el aburrimiento es preferible aguardar al final –con la esperanza puesta en una escena que compense del esfuerzo del tedio o con la resolución de extraer de éste una diversión pervertida- a ganar la calle y volver a casa con la cinta entre las piernas. En el cine todo hay que sacarlo de la pantalla... o del sueño. Resulta imposible divagar y desconectarse de la proyección a menos que alguien –hypnos o la pareja- le saque del encantamiento para sumirle en otro.

Cuantas más actitudes estéticas y más atentos sentidos se ponen en acción, en la contemplación o en la lectura de la obra menos espacio deja para una interpretación propia de la misma, quedando relegada la divagación a aquellos planos de la memoria o la sensibilidad que han quedado en libertad por la decisión autónoma del artista o por la índole del producto que suministra. En efecto, una obra bien hecha –sea una narración, una sonata, una fachada o un óleo- no permite que se ejerza la capacidad de recreación por el plano en que discurre y nadie puede divagar ni añadir nada musical mientras escucha el piano ni concebir algo arquitectónico, cuando contempla una fachada, fuera de lo expuesto por la propia piedra. Y así la obra bien hecha en un plano de la sensibilidad se puede definir como aquella que cierra todo el campo de la fantasía en dicho plano. En contraste, la divagación puede discurrir transportada por el vehículo de aquellos sentidos menos afectados por la experiencia estética y, sobre todo, por aquellas “formas” estéticas adquiridas por la experiencia que no se hallan presentes ni interfieren apenas en el acto: la narración con la melodía, ésta con la estampa, la estampa con el recuerdo de aquélla; así acuden los rumores de una leyenda pagana que parece esconderse tras las sombras de un jardín umbro y la mirada del enigmático conspirador –casi oculto por los visillos- replicará siempre a la curiosidad del inocente aficionado que contemple la fachada de Sansovino. Una frase del violín deja muy pocas dudas acerca del carácter cromático de la melancolía.

Y bien, el film no permite que el espectador se vaya por su lado. Sobre todo si se piensa que no tiene donde ir, a menos que gane la calle donde no es probable que le espere –en esa hora vacía y gratuita- un bidón repleto de patas de gallo. Dejando la guerra de lado y algunos actos de la carne imprescindibles para su equilibrio, tal vez sea el cine lo más absorbente que el hombre ha inventado. Tan absorbente que si está bien hecho apenas puede reparar en los detalles... por falta de tiempo, no puede volver atrás ni por lo general desviar su mirada del centro de la pantalla ni perder una frase ni recapacitar sobre el sentido de una escena que se le ha escapado si no quiere verse metido en una mayor confusión ; a lo más las dudas se despejarán a la salida –como en los exámenes- preguntando a quien tenga capacidad para responder. No digo que no haya lugar para la ambigüedad cinematográfica pero sí afirmo –sin ambages- que me “es más difícil concebir una película dudosa que una estrella que baile”. Por eso sin duda son los detalles tan importantes, porque el espectador no debe caer en ellos. Y si eso ocurre y no responden a lo que se esperaba de ellos... es mejor abandonar la sala y ganar la calle, pase lo que pase. ¡Loor al cine español que con riguroso y casi científico esmero descuida de tal modo los detalles que permite al espectador ganar la calle sin la menor sensación de haber sido defraudado en cuanto la protagonista, al llegar a casa, se deja caer en su lecho a sollozar y acude su madre a prestarle consuelo!.

La verdadera revolución –la segunda y más decisiva-, según he leído en alguna revista especializada, la aportó el cine hablado. A partir de ese momento, todas las formas tradicionales de la experiencia estética se concentran en la narración cinematográfica: la atención dramática a una escena que es consecuencia de lo ya visto y antecedente de lo que vendrá, sin posible vuelta atrás, sin la menor opción para la relectura; la audición musical de una frase que sólo en la armonía se enlaza con el resto pero que por sí misma requiere la presencia de todo el espíritu; la fijación de toda la mirada por una imagen pictórica fuera de la cual no hay más que sombras; la retentiva literaria de una narración cuya memoria, por si fuera poco todo lo anterior, gravita durante toda la proyección. Una experiencia tan extensa sólo se soporta si es intensa y un fallo en cualquiera de las categorías tradicionales de la experiencia estética –la dramática, la musical, la plástica y la literaria- supone por lo general el hundimiento de todas las demás. No hay doctrina del repoussoir que valga para el film; no hay posibilidad de abandonar el primer plano –si existe- para descansar la vista con la quietud del paisaje de fondo; no hay desplazamiento ni en el eje ni en la magnitud, como en el  San Jerónimo flamenco todo él ocupado por la vista imaginaria del lago, los acantilados y los quiméricos castillos, mientras el santo apenas se distingue en un rincón, arrodillado y casi oculto por un cedro; no hay digresión gratuita, como el relato inserto en la novela y apenas hay cambio de tono, de modo o de compás. En el film hasta la incoherencia debe ser coherente.

Numerosos amigos –todos ellos más jóvenes que yo, que en buena medida han madurado en la cultura de la imagen y muy aficionados al cine aun cuando –observo- su entusiasmo va decayendo a medida que se alejan de los treinta años- constantemente me reprochan mi incomprensión hacia el séptimo arte, mi incultura cinematográfica y mi apego a los prejuicios elaborados a lo largo de cuarenta años de espaldas a la pantalla. Las acusaciones son exageradas y ni que decir tiene que, incapaz para discutirlas, no me siento nada conforme con ellas. He visto mucho cine –a lo largo de cuarenta años- casi todo él malo, que es lo más formativo; es decir el que, una vez asimilado, más ayuda a degustar el bueno. Creo que como cualquier individuo de mi edad y educación, me ha sido dado ver mucho cine comercial y muy poco cine –recurriendo a una denominación que no entiendo cabalmente- de autor; ha sido, en definitiva, una gran suerte para mí pues de haber frecuentado el cine de autor hoy sería –sospecho- un hombre profundamente amargado. Pero, por encima de todo, tengo la certidumbre (de la que ningún amigo me puede apear) de que cuento exactamente con la cultura cinematográfica precisa para extraer de un film todo el beneficio que se puede sacar. Lo mismo me ocurre con el drama, con la novela y la pintura al óleo. No me ocurre lo mismo con la poesía, la música y la arquitectura, disciplinas cuyas manifestaciones me dejan siempre la insufrible sensación de que me sobrepasan, que hay algo en ellas que siempre me perderé por ser incapaz de aprehender sus últimas consecuencias. (En cuanto a la danza clásica cuento con la convicción y la cultura necesarias para estar seguro de que cualquier manifestación de esa mortificante actividad siempre me producirá horror). No tengo demasiado respeto por las experiencias estéticas –cualitativamente diferentes- de los especialistas y no creo que el film –bueno o malo- sea otra cosa que un producto para profanos. Todo depende de la clase de profano que se sea y ningún conocimiento técnico o profesional puede venir en ayuda del espectador si aquello que le muestran no le satisface en cuanto hombre común y medianamente culto. El manejo de la cámara, el dominio de los actores, las delicadezas del montaje, el respeto al eje... son cosas que pueden ser de utilidad (cuando se toma asiento en la butaca) siempre que lo que a uno le muestren tenga el interés macroscópico de todo espectáculo, un producto organizado con vistas a cierto vulgo.

No creo que se pueda definir con una palabra ese nervio conductor y tenso que sin asomar jamás a la pantalla, enhebrando todas las escenas, permite que toda la proyección desde el principio hasta el fin tenga interés y tal vez un único interés. Supongo que no siempre será de la misma clase; ora la gracia, ora la compasión, ora la intriga... no lo sé, todo lo que se quiera, todo de lo que –con su conocido talento para el disimulo, la perversión, la vulgarización de lo exquisito- carecen un Visconti o un Rocha. Un sentimiento bien llevado basta no sólo para llenar una hora y media sino para alcanzar el supremo espejismo de que esa hora y media no pueda ser otra ni puede cumplirse de otra manera. Por ejemplo, el aburrimiento de tres niñas huérfanas durante los últimos días de sus vacaciones de verano. Es la misma declaración –desde la perspectiva de los seis, ocho o diez años- de Nizan en el pórtico de Aden-Arabie: “Je ne laisserai personne dire que c’est la plus bel âge de la vie”. Pero el aburrimiento es siempre una consecuencia, nunca lo originario ni lo primordial. Existe un pathos que crea el clima de aburrimiento que no se despejará mientras aquél se inmovilice, de la misma manera que sólo el viento levantará la niebla.  El pathos se halla por doquier: en las fotografías con que ya no se distrae la abuela paralítica, como ya no se alimenta la persona desganada que picotea unas avellanas; en la soledad de una criada rezongona que muestra sus ubres como inmóviles testimonios de antiguas concusiones carnales; en el baile de tres niñas dos a dos que sólo esperan gracias a él transportarse más allá de esa abyecta edad que nada –sino pequeños deberes y reprimendas- les puede ofrecer. Y más allá del horizonte de las niñas, la terrible sospecha de que –a la vista de lo que han vivido sus mayores- lo que les va a ofrecer el tiempo venidero es mucho peor. En el espejo cronológico por el que transcurre la película –dejando de lado ese abstracto futuro desde el que una de las supervivientes vuelve hacia atrás su mirada- no ha lugar a esperar que mitigue el aburrimiento; tan sólo del colegio con sus clases –por la ocupación del propio tiempo desde fuera- puede llegar un alivio cierto.

Ciertamente la horrenda tragedia por la que han pasado las niñas –sobre todo la central y sólo porque a causa de su insomnio ha sido testigo de las escenas más crueles, pues Saura con sumo tiento ha tenido buen cuidado de no manifestar en ella un rasgo de carácter decididamente diferencial- pesa demasiado para que quepa esperar otra cosa; el abandono de la madre y una muerte presentada con sus rasgos más atroces; la sustitución de su ternura por la disciplina ancilar; la culpable frivolidad del padre; el implacable distanciamiento del mundo de los mayores (que se manifiesta en lo sucesivo en la forma de órdenes, miedo, deseos de muerte, antipatía, imposibilidad de llegar al corazón de nadie y menos de la peripuesta, acicalada, estupefacta y sonriente abuela de la que por sus escasos gestos cabe colegir que un día albergó alguna ternura, no se sabe por qué ni por quién) y esa crisálida del vacío que no será capaz de romper una canción, ni una muñeca, ni una pistola, ni una excursión al campo, ni la cháchara agridulce de la doméstica, pautado y acentuado por el paso frente a la puerta del dormitorio –casi siempre en la misma dirección- del fantasma querido de su madre.

Pero el clima del aburrimiento no se consigue así como así; no siendo sino una medida del tempo, un gesto o una expresión pueden bastar para consignarlo pero no para mantenerlo. Aquel detalle que con carácter signaléctico lo denuncia es preciso llevarlo hasta el final; el baile de las niñas se prolongará –sin excesivo entusiasmo- hasta que concluya el disco; el juego del escondite hasta que nada se pueda obtener ya de él; para las adivinanzas de la abuela es preciso repasar todo el retablo de fotografías; la canción es siempre la misma y siempre el mismo, el cuento infantil. La agonía de la madre no puede reducirse a una crisis de dolor y todo el talento de la actriz tendrá que ponerse a prueba en la reincidencia, en la caída –más vertiginosa en cada imagen- en la nada del sufrimiento y de la muerte. Son los grandes momentos del film, cuando el espectador ha de retener el aliento porque ese tiempo vacío, tétrico y sin sentido ha saltado de la pantalla para introducirse dentro de él: la niña insomne que aprieta los párpados para forzar la visión imaginaria que conjugará al poderoso señor de las sombras y del tedio. El tema no puede ser más antiguo y más primario el sentimiento al que apela si la atención se centra en las criaturas desvalidas; pero el acierto es desviar esa atención –gracias a la dureza de las niñas y en particular de la protagonista, que nunca reclama ayuda y rara vez despierta la compasión- de las vertientes psicológicas del drama hacia las alturas de ese tiempo empíreo que sustenta indiferente todos los acaecimientos. En la mejor muestra de su arte que nos ha ofrecido hasta la fecha, Saura ha dirigido su cincel –recreándose en la limitación del escenario, en el enclaustramiento de la acción- para extraer del bloque marmóreo del tiempo la infantil efigie del aburrimiento.

 

(Este texto constituye el prólogo que Juan Benet realizó para la publicación del guión de la película de Carlos Saura, Cría cuervos. Agradecemos a su editor, Elías Querejeta, la autorización para reproducirlo)