Maté a la anciana porque se me hizo insoportable su presencia. Si lo sé, no le hubiera dicho que había abandonado mis estudios universitarios y que venía a la capital a buscarme la vida. Todo me pasó por tratar de ser atento, por condescender a su insoportable locuacidad. También fue mala suerte que me hubiera correspondido sentarme a su lado, y que no quedase ni una plaza libre en el autocar. Así, ella no hubiera ido dándome la matraca con eso de que debía retomar mis estudios y aplicarme, que luego, cuando concluyese la carrera, lo tendría mucho más fácil para alcanzar una buena posición. Yo no sé en qué mundo vivía aquella vieja, ni qué puñetera posición podría alcanzar yo con mis estudios de Filología Clásica. El caso es que una y otra vez me ponía de ejemplo a sus propios hijos, que disfrutaban, según ella, de una envidiable posición. Y mientras me restregaba el éxito de sus vástagos, de vez en cuando se pasaba la lengua por las encías superiores, haciendo que su bigote, mal depilado y lleno de pliegues, ondulase como el lomo de un reptil. Lo que yo no acababa de entender, mientras me reconcomía por dentro, era cómo esos hijos, si de verdad les iba tan bien, no ponían a disposición de su madre un coche particular, con chófer y todo, en vez de hacerle recorrer el país en un vehículo proletario.

Como de costumbre, el autocar efectuó una parada técnica en un área de servicio. Ya habían bajado todos los viajeros y sólo quedábamos la vieja y yo: ella en el asiento del pasillo, revolviendo en su enorme bolso, y yo, mientras, acorralado en la butaca correspondiente a la ventanilla. Su demora se debía, según dijo, a que necesitaba echar mano de unas tijeras, aunque no me aclaró para qué demonios precisaba en aquel momento semejante utensilio.

Diez minutos después, el conductor, que ya se disponía a ocupar su asiento, la encontró espatarrada en medio del pasillo, con las dichosas tijeras hundidas en el gaznate. Según manifestaron algunos testigos, todavía agonizaba, pero poco se pudo hacer por ella. Si no fuese porque me retorcí el tobillo, al saltar aquella zanja, dudo que los de la Benemérita ?tan oportunos? me hubiesen echado el guante.

 

Zombi

Yo nunca quise ser enterrado. Me estremecía la idea de una muerte aparente y un posterior despertar bajo tierra. Imaginar la descomposición de mi cuerpo, al que siempre he cuidado y alimentado con esmero, tampoco me resultaba agradable. Y pensar, asimismo, que, en un futuro más o menos distante, arqueólogos, antropólogos, o cualquier otra especie de profanadores de tumbas, pudieran entretenerse removiendo mis huesos y especulando sobre su condición, me incomodaba una barbaridad.

Yo prefería que mi cuerpo fuera entregado sin contemplaciones al fuego  purificador y definitivo. Así lo he manifestado siempre. Y también, que mis cenizas fuesen aventadas a la orilla del bravo mar que me vio nacer. Pero mi repentino fallecimiento no me permitió dejar este asunto debidamente estipulado mediante el documento pertinente. Y la bruja de mi mujer, que conocía mis angustias mejor que nadie, llegado el momento nada hizo por que se cumpliera mi voluntad; al contrario, me encerró en esta húmeda y pútrida sepultura, adquirida a propósito para fastidiarme. A la muy zorra no le fue suficiente con verme muerto, y aún hoy continúa atormentándome. La pérfida, siempre que viene a traerme sus hipócritas flores ?suele hacerlo una vez al mes?, aprovecha para insultarme y para menoscabar al máximo mi orgullo. Por ejemplo, no hay visita en la que no me refiera de forma minuciosa los excesos sexuales que perpetra con sus jóvenes y vigorosos amantes, a los que recluta en los sitios más indecentes y sufraga con mis suculentos ahorros. Pero ella aún no se imagina el craso error que ha cometido no respetando mi anhelo. Aunque lo sabrá pronto: cualquier noche de éstas, cuando pase a visitarla.

 

Una aventura micológica

            El día anterior había llovido, así que, a media tarde, me puse la ropa y el calzado apropiados, tomé el bastón, la canastilla de mimbre y la navaja, y me fui al bosque próximo a mi domicilio a buscar setas.

                         Después de un comienzo infructuoso, detrás de unos arbustos descubrí una colonia inmensa, con magníficos ejemplares individuales (Lactarius deliciosus), pareados (Boletus aereus) y adosados (Boletus edulis). Su peculiar disposición, no sé por qué, me recordó a las macro urbanizaciones de hoy en día.

                         Inmediatamente, me arrodillé, navaja en ristre, dispuesto a apoderarme de los mejores especímenes; pero, antes de que pudiera echar mano a ninguno de aquellos hongos tan estupendos, del interior de los mismos comenzaron a salir seres diminutos: docenas y docenas de duendecillos y duendecillas. Por sus gestos y gritos amenazadores, rápidamente deduje que lo que pretendía aquella encolerizada marabunta era recriminar e impedir mi propósito recolector. Entonces salí corriendo despavorido y no paré hasta caerme por el terraplén del que, horas más tarde, fui rescatado ?con pérdida del conocimiento y traumatismos de diversa consideración? por una pareja de excursionistas que me trasladó hasta el hospital. Mis salvadoras, pues se trataba de dos chicas, fueron muy amables: durante el tiempo que estuve en observación, permanecieron siempre a mi lado, pendientes de mi evolución. Así y todo, algo en ellas me resultaba inquietante. Aunque no podía distinguirlas bien, porque soy miope y en el percance me había roto las gafas, cuando les mostré mi agradecimiento, las dos parecían bastante turbadas; me dio la impresión, incluso, de que sus mejillas adquirían, de repente, ese rubor tan atractivo que lucen las amanitas más deletéreas.