Cuando volví a casa para el entierro de mamá
Julia había pensado en todo. Sólo quedaba
echarme a llorar, pero no lo hice. Fui directamente
a su dormitorio. Las cosas seguían
cada una en su sitio. Nuestros retratos
de primera comunión en la mesilla de noche, el gato
con los anillos de mamá insertados en la cola,
un libro del que sobresalía el marca páginas
hacia el final, su despertador de agujas al que olvidaba
darle cuerda, aunque siempre se despertó puntual
cuando hacía falta estar a una hora para algo
importante. ¿Puedo lavarme las manos? Conoces
el camino, respondió. Voy a preparar un té.
¿Quieres? Si es rojo, sí. De camino al baño
crucé por delante de mi habitación, de la que había
sido mi habitación, pero pasé de largo. Al mirarme
en el espejo comprobé que la espinilla de la ceja
me había dejado un feo cerco rojo. Con agua fría
las ideas parecen volver a su sitio. Solo que hoy
no tenía ideas que ordenar. La toalla todavía
conservaba el perfume de mamá. El de jabón
de Marsella. Mi dormitorio se había convertido
en cuarto de estudio. Con un ordenador
y unas estanterías de tek y un sofá-cama verde
botella. No estaba mal. Sencillo. Práctico. Julia
tenía buen gusto. Voy a subir
al Complejo dentro de un rato, me dijo. De acuerdo.
Puedes dormir en la cama de mamá.
Si no te importa, añadió tras unos segundos
de silencio. No me importa nada. ¿Quieres
que te prepare algo de comer antes de irnos?
Gracias, pero no tengo hambre, mentí. Cuando quieras.