Desde que se había separado de su mujer —de su compañera, decía él—, iba ya para tres años, Francisco Javier Núñez Blesa, Paco o Paco Ja para los amigos, solía pasar algunos fines de semana fuera de la pequeña ciudad de provincia en la que tenía instalada su consulta de dentista. El sábado se levantaba temprano, preparaba la maletita de ruedines que había comprado al efecto y se iba sin pérdida de tiempo a coger un tren o un autobús —no le gustaba nada conducir— para alguna ciudad o pueblo no siempre de las proximidades. Visitaba allí algún museo, alguna exposición que hubiera, la catedral o las iglesias más notables, y se pasaba horas callejeando sin rumbo no sabía si buscando algo o saliendo al encuentro de algo o más bien sin buscar ni perseguir nada, sólo andando, mirando, tal vez discurriendo o dándole vueltas a algo si ello no fuera ya igual que decir sencillamente andando.

Tanto el sábado como el domingo, pero especialmente este último, comía en alguno de los restaurantes que le aconsejaba la guía que había adquirido también para el caso, y el sábado por la noche buscaba algún local con música en vivo o bien alguno de esos viejos cafés que todavía tienen algo —decía él como si los demás no tuvieran ya nada— y allí se pasaba el rato leyendo tranquilamente la prensa y mirando en derredor, tratando incluso de hablar o pegar la hebra con alguien aunque no fuera una mujer. ¡Estás chapado a la antigua!, le dijo la chica con la que entabló su última relación íntima duradera —no llegó a durarle un mes—; “un tipo que lee los periódicos durante horas, y encima de papel, y se puede pasar todo el santo día en un café o caminando sólo por caminar no va ya a ninguna parte por muy dentista que sea”.

Desde entonces, y nunca supo si también por llevarle la contraria, resolvió emprender sus pequeñas escapadas de fin de semana, una al mes como mínimo y casi siempre dos. Aquel fin de semana, el fin de semana que inauguraba oficialmente la primavera, había ido a la capital. Tras una agradable velada en un céntrico local —tan céntrico que se llamaba Café Central— con buena música de jazz y buen ambiente, había pasado la noche con una mujer entrada ya en años como él pero todavía hermosa o más bien todavía con un hermoso cuerpo, con un cuerpo envidiable a sus años, según había pensado en seguida, aunque él no lo envidió sino que realmente lo tuvo.

“Eso de que realmente lo tuvieras está realmente por ver”, estaba ya oyendo que le decía a la vuelta, cuando se lo contara, su amigo Rafael Sánchez Garcés —Sánchez Gasset para los amigos—, profesor de filosofía del instituto e incansable caminante, con el que se le pasaban las horas volando mientras platicaban caminando por las orillas del río o, durante las tardes más frías de los fines de semana que no se marchaba, en el viejo casino provinciano.

— Bueno, pues no te lo creas —le contestaría.

— No es que yo me lo crea o me lo deje de creer; no es eso —le diría seguramente como ya antes le había dicho muchas veces—. Es que las cosas que se cuentan no son cosas porque hayan podido existir (realmente, como dirías tú) sino que son cosas porque se cuentan. Es el cuento, la palabra, lo que las hace existir realmente, con un realmente que, aunque tenga que ver, es muy dueño y señor en relación a la realidad que las pudo originar o no. Anota eso: tiene que ver, tiene que ver algo con la realidad, tiene que vérselas con ella y comprenderla, dicho sea en todos los sentidos de la palabra y por lo tanto de la cosa.

— ¿Así que, según tú —se veía ya preguntándole por hacerle hablar tal vez más que por otra cosa—, yo no he estado realmente con ese cuerpo o, por así decir, con ella porque realmente estuve sino porque te lo cuento? O dicho de otra forma: si hubo allí un “ella” que valiera, un “ella” y un “yo” que no eras tú ni podrás serlo jamás sino que fui yo, si hubo algo y se hizo algo donde no había nada, no es tanto porque lo hubiera y se hiciera sino porque te lo cuento. Es decir que, si ésas tenemos, el hecho —el hecho real y corriente—, de la misma forma que el pecho real y, en este caso, te lo aseguro, nada corriente, no es real porque fuera sino que es porque te lo he dicho. O sea que si no se dicen las cosas a lo mejor han existido, pero desde luego ya no existen. No habría así realmente otro hecho más real que el dicho, que es lo que hace ser a las cosas lo que son o ser reales. La mentira, entonces, haría la realidad lo mismo que la verdad, primos gemelos.

—Así es. No “a lo hecho, pecho” —le había replicado ya otra vez ante un caso semejante al de su fin de semana en Madrid— sino “a lo pecho, dicho”, porque si no se cuenta, el pecho tocado o, dicho en otras palabras (¿hecho en otras palabras?), la materialidad originaria del pecho empírico corre el riesgo de desaparecer, de no haber sido tocado, que es como decir de no haber sido tout court —según decían los dos pronunciando a la española todas y cada una de las letras como para no dejar escapar nada de lo que esas letras dijeran.

— “A lo dicho, pecho”, “dicho y pecho” —elevaría seguramente la apuesta Sánchez Gasset como en veces anteriores—, toda vez que el pecho corresponde ya ahora, en el ahora de la eternidad futura, esencialmente a lo dicho. De modo que te callas para no darme envidia.

— ¡Ah, con que pesas tenemos! —le podría entonces rebatir—, ¡envidia de los hechos, envidia penis vamos a decir, la envidia que las palabras tienen a las cosas! La envidia de la palabra teta a la teta propiamente dicha. Bueno no, propiamente dicha no —tendría que corregirse— sino propiamente tocada por quien la tocó y no por otro ninguno.

Así se pasaban las horas más crudas del invierno, filosofando o, como decía Rafael Sánchez Gasset, filosofando que es gerundio, que era la modalidad provinciana, pero no por ello menos fecunda, de la filosofía contemporánea. Aquí en provincias hay tiempo, tiempo y asombro, decía. A lo que Núñez Blesa le solía responder: sí, y mala sombra, que también es importante para filosofar.

Ardía en ganas de llamarle nada más llegar para quedar al día siguiente y darle cuenta de todo. Pero ya era como si lo estuviera escuchando: de modo que, resumiendo, el pecho que viste y que tú dices que tocaste —monumental, le contaría él, como la Almudena (el pecho de la Almudena, le faltaría tiempo para subrayar, ya que no podía hacer otra cosa, a Sánchez Gasset)— existe sólo de hecho porque lo has dicho y me lo has contado, o bien en cuanto dicho y contado, y no tanto en cuanto tocado o palpado o quién sabe lo que habrás hecho con el dichoso pecho, dicho también en todos los sentidos; es decir, que es un decir el pecho y que su existencia estriba en su haber sido dicho y contado y no palpado o acariciado o besuqueado o lo que quiera que hayas hecho fuera del lenguaje (pero fuera del lenguaje, amigo mío, decía siempre Sánchez Gasset o, según los días, Sáncheztein, fuera del lenguaje hace mucho frío). Para que me entiendas mejor: dicho y hecho, y no hecho y dicho.  ¿Me sigues?, le diría.

Te sigo, le respondería él como le respondía siempre aunque no fuera verdad —¿pero qué era la verdad fuera del lenguaje?: frío, puro frío—. Sí, la silicona del lenguaje, le podía decir ahora según su experiencia en Madrid; a lo que Rafael Sánchez Gasset, que no en vano era profesor de filosofía y no dentista como él, seguro que le contestaría que no, que no era eso, o bien que, siéndolo también a lo mejor, era fundamentalmente otra cosa o bien la otra cosa en esencia, lo otro en esencia, que parecía una marca de perfume pero era mucho más, lo mucho más que lo que hay. Que el lenguaje te tenga en su gloria, Sáncheztein, le decía cuando ya no valía seguirle, pues no debe de haber otra gloria que no sea una gloria de palabras.

 

***

 

En todas esas cosas iba pensando ya de vuelta el domingo en tren —otras veces había recurrido al empaste como metáfora, el empaste del lenguaje, a lo que Sánchez Gasset le había refutado que el lenguaje, siendo verdad que puede obturar y muchas veces obtura una caries de la realidad, más bien abre ésta o debiera abrirla—, cuando subió al tren un tipo que, por sus trazas y su porte, le obligó a dejar de dar rienda suelta a su viaje verdadero, es decir, a sus conversaciones, todavía imaginarias, con Sánchez Gasset, para concentrarse por completo en mirarlo en realidad.

Alto, pero no excesivamente, bien trajeado y de buen parecer en general, subió al tren segundos antes del cierre de puertas. Fue subir él y cerrarse las puertas, según se dice y según fue, y una vez arriba pareció ir en derechura adonde estaba Núñez Blesa. Iba hablando con el teléfono móvil y, sin dejar de hacerlo —sin dejar de escuchar más bien y de responder con monosílabos—, le preguntó con la mirada si estaba libre el asiento frontero al suyo. Los otros dos asientos estaban ocupados por una señora mayor, al lado de Núñez Blesa, y un hombre de una edad semejante a la suya en diagonal a él.

Algo contrariado —se había hecho ya la ilusión de tener libre durante todo el viaje el sitio de enfrente para poder estirar las piernas a gusto—, le contestó también con la mirada que sí y retiró en seguida el bolso que había dejado en el asiento —su maletita la había dispuesto en el portaequipajes de arriba. Desde el primer momento, como si de un imán se tratara, aquel hombre le atrajo poderosamente la atención. Por alguna razón no podía apartar los ojos de él, hasta el punto de que no tardó en darse cuenta de que podía correr el riesgo de ser interpretado como un verdadero impertinente.

Mucho más joven que Núñez Blesa —a no dudar todavía en la treintena—, el hombre no dejaba de escuchar el móvil y de responder a él con una solvencia y una precisión rotundas que en seguida le parecieron a Núñez Blesa fuera de lo común. Todavía no se había sentado —todavía estaba de pie con su chaquetón y todo encima del traje en el escaso espacio que quedaba entre las rodillas de Núñez Blesa y el asiento que iba a ocupar—, cuando sacando de un modo inverosímil de su funda una tableta digital después de haber dejado en la repisilla de la ventana el gran vaso de plástico que llevaba en la otra mano con su pajita correspondiente en el centro geométrico de la tapa, dijo “en seguida le llamo; compruebo los datos y en seguida le llamo”. No dijo más, no se despidió ni tardó un solo segundo en colgar tras haber dicho esa frase. Sólo entonces, con las mismas precisión y solvencia con las que contestaba al teléfono y como si tuviera tantos brazos como una verdadera divinidad india, o bien tanta destreza como un extraño animal o, según pensaría luego, un impecable artilugio técnico, fue cuando se quitó por fin el chaquetón, se aflojó ligeramente el nudo de la corbata, se estiró el traje y, tras atusarse el cabello, largo y pulcro y con un corte de moda, en un gesto que luego repetiría cada cierto tiempo, se acomodó al fin en su sitio sin haber dado la menor muestra de perder mínimamente la concentración.

Segundos, todo ello ocurrió en segundos, o más bien en milésimas de segundo, hubiera estado seguramente por decir Núñez Blesa, aunque eso ya sólo fuera un decir por mucho que Sánchez Gasset o bien Garcés, Sánchez Garcés, hubiera dicho otra cosa de habérselo oído decir. El caso es que, en menos de lo que se tarda en contarlo y sin haber soltado aún, por inverosímil que parezca, la tableta de las manos —el móvil sí que lo había dejado un momento sobre la repisa de la ventanilla junto al vaso de plástico—, en cuestión de nada (cuestión de nada: esto se lo tengo que decir a Sáncheztein, se dijo Núñez Blesa nada más haberlo pensado) el hombre joven impecablemente vestido estaba ya tecleando en su tableta con una concentración rayana en lo impensable. No la abandonó un instante cuando echó en seguida mano del móvil —había sonado en la repisa con un ligero clin tan discreto que apenas si lo oyó Núñez Blesa—, dio un toquecito exacto con el índice de la mano con la que no estaba tecleando e, injertándoselo entre el hombro  izquierdo y su mejilla inclinada como si nunca hubiera hecho otra cosa en la vida, empezó a escuchar lo que le decían con una imperturbabilidad tan rayana en lo impensable como su concentración y respondiendo “sí” de tanto en tanto, “de acuerdo”, “sin duda es posible”, “perfecto”, “sí, perfecto, no hay ninguna duda”.

Se volvió a atusar el cabello por delante, primero por delante apartándoselo de la frente con los dedos abiertos a modo de púas de un peine imaginario, y luego a un lado y a otro —cada cierto tiempo incluso por atrás, por el cogote, con un gesto sólo ligeramente menos sosegado—, y tras haber colgado con lo que, por mucho que no fuera casi nada, todavía era un leve toquecito del índice sobre la superficie del teléfono, marcó otro número en el móvil después de haber leído algo en su tableta con una atención que hizo que se le sombrearan un poco más las ojeras que enmarcaban sus ojos tras las gafas. “Cerrado el acuerdo, ya está”, dijo con un tono que no trasparentaba el menor sentimiento, “sí”, “sí”, “eso es”, y colgó sin despedirse siquiera. En ningún momento dijo “creo” o “eso es lo que me parece”, “podría”, “podría ser” o “vamos a ver”, sino “es”, “eso es”, “no hay ninguna duda”. Por un tipo así le había dejado su mujer a Núñez Blesa ahora iba ya para tres años; es comprensible, le dijo su amigo Rafael Sánchez Garcés caminando juntos por el río, es la marcha de los tiempos, el espíritu del tiempo.

A Sánchez Garcés también le había abandonado ya por entonces su mujer porque, como hecho real, no le hacía caso. Luego sí; luego, igual que antes de irse a vivir juntos, se consagró a ella podía decirse que en cuerpo y alma o, como él decía, en realidad y lenguaje, que es todo uno y lo mismo. A todo aquel que quería escucharle le hablaba de los muchos ratos hermosos que habían pasado juntos, de su belleza —tan irreal que parecía verdad, decía— y del vacío que le había dejado al abandonarlo; un agujero, un verdadero descosido de la vida. Buena parte de los paseos por el río de los primeros tiempos tras la ruptura se podía decir, y así era, que los habían dado los dos con ella, que, como hecho real, nunca les había acompañado fuera del lenguaje, seguramente sería por el frío. De modo que a ambos les habían abandonado por el espíritu del tiempo, por la marcha de los tiempos, eso que seguramente tenía ahora Núñez Blesa ante sus narices y por eso no le quitaba ojo aun a riesgo de parecer desconsiderado.

 

 

 

Nota.- El texto que aquí se presenta comprende las dos primeras partes del relato del mismo nombre.