Sé que la poesía es indispensable, pero ignoro para qué

Jean Cocteau

 

Un ser de letras ordena unas letras. Yo tengo poco que ver

Darío Jaramillo

 

 

 

 

 

En 1989, con la elección de  “Poemas de amor, I”  como el mejor texto sobre este tema de la poesía colombiana (con más de diecisiete mil votos en el festival La poesía tiene la palabra), la obra de Darío Jaramillo Agudelo demostró ser apreciada y seguida por un público amplio, fuera de los canales habituales de la recepción de un género usualmente minoritario. Sin embargo, versos como los de las series que conforman “Poemas de amor” y “Amores imposibles”, no sólo tienen como mérito el reconectar a los lectores con el mundo de lo sentimental, tan escasamente explorado por la tradición de la escritura moderna, sino que también elaboran una lograda síntesis de influencias cultas y populares que, de manera sutil, enfrentan problemáticas formales y retos discursivos propios de la poesía y las artes más ambiciosas de las últimas décadas del pasado siglo XX.

En efecto, el lenguaje de Darío Jaramillo, en el ciclo que va de Cantar por cantar (2001) a Cuadernos de música (2008), es inusual por su depuración y contundencia pero, además, resulta engañoso por su artificiosa sencillez: esta versificación espontánea, grácil y elocuente, siempre imaginativa y clara, representa el punto de llegada de una escritura diversa e incesante muy cercana a los importantes cambios de paradigmas que instituyó el pasado fin de siglo.

De tal modo, aspectos que van adquiriendo relevancia entre la última poesía de nuestro idioma –la disolución del sujeto y los límites de lo afectivo, la indeterminación y el azar, la autonomía no referencial de lo literario, la imbricación de alta y baja cultura, la contaminación de diversos estilos y géneros,  etc. – están presentes tempranamente en los libros de este autor –que, como se sabe, también incursiona con solvencia en la novela y el ensayo- de forma peculiar, casi secreta. Quizá la precoz manifestación de dichos rasgos en esta obra, alejada en apariencia del intelectualismo posestructuralista francés y estadounidense, ilustra algunas de las bendiciones de la llamada creación periférica: aquellas en la que la renovación de propuestas responde, ante todo, a una lógica interna que reconoce una sensibilidad distinta que se anticipa, intuitiva e individualmente, a la voluntad colectiva de asumir discursos y formas de ruptura.

Así, antes de desarrollar esta lectura, será necesario recalcar que Darío Jaramillo no es un poeta abiertamente intelectual, programático o de una explícita ambición discursiva extrema. Sus declaraciones en entrevistas lo muestran como un autor que prefiere desarrollar sus obsesiones y pareceres exclusivamente en la propia escritura, donde precisamente estos conflictos e intereses se configuran con más contundencia. No obstante, tal opción férreamente individual de ningún modo defiende la alienación artística pues su conexión con el mundo concreto es rotundamente sensorial y, en no pocas ocasiones, estos intensos intercambios coinciden con temas cruciales de su tiempo o entorno (como el narcotráfico en el caso de la novela Cartas cruzadas publicada en 1995).

Esta alternancia entre lo íntimo y lo colectivo, entre lo real y lo imaginario, entre lo intelectual y lo cotidiano, representa una de las constantes más sugerentes de la poesía de Darío Jaramillo Agudelo. Al respecto podemos remontarnos al primer poema de toda su obra “Biografía imaginaria de Seymour”, de Historias (1974), en el que se anhela la posibilidad de una identidad múltiple, fantástica:

No sé si a ustedes les pasa que se cansan un poco de

la rutina cargante de ser la misma persona

todos los días […]

 

Por eso el hermano de Seymour dijo en una noche

         memorable que le gustaría incluso que todo el mundo

         fuera idéntico.

Dijo que así uno pensaría que todas las personas del mundo

son la mujer, el padre o la madre de uno, y la gente se

pasaría

                   el tiempo

                   arrojándose los unos en los brazos de los otros

                   donde quiera que fuese y que sería muy lindo.

 

Nótese que, pese a la reconocida y asimilada extrañeza existencial, este sentimiento no impide –incluso con pinceladas irónicas- una decidida defensa de la felicidad del individuo. Ya en esta temprana entrega se puede apreciar, entonces, una confluencia entre motivos altamente valorados por la filosofía contemporánea (la muerte del sujeto) y otros anhelos de raigambre humanista o clásica (la calidez emocional, el vivir a plenitud). Esta particular síntesis, que busca una resolución de bienestar físico y espiritual, es corroborada posteriormente en Historia de una pasión (2006), el libro de memorias literarias en el que el poeta cuenta el origen y las constantes de su escritura: “Más que las ideas abstractas, que los principios definidos, me motivan el afecto, el calor de un abrazo, el incendio de la piel amada”.  En este ensayo Darío Jaramillo cifra con contundencia en la imaginación, el deleite, la familia y la amistad las claves de su obra: aquel mundo espontáneo regido por lo afectivo que se vislumbraba ya en el padre que leía al niño, en el abuelo que enseñaba a leer cantando, y en los fieles amigos, destinatarios de innumerables cartas.  En otros términos, la creación verbal definida ante todo como una compañía grata, fuente de humor y refugio de lo emocional.

La búsqueda de esta sobriedad existencial marca el tono de la poesía de Darío Jaramillo y ha hecho que sea reconocido, en las letras colombianas, como un continuador de lo que Charry Lara llamó la tradición de “lirismo, intimismo y expresividad” de José Asunción Silva, Aurelio Arturo, Eduardo Carranza y Giovanni Quessep. La escritura del autor de Tratado de retórica, desde muy pronto, busca el virtuosismo del tono menor contra la inercia de un lenguaje grandilocuente y desgastado, sea por el conservadurismo modernista o por el brillo de metáforas ingeniosas o ingenuas de cierta vanguardia.  Esta mesura de filiación clásica ha sido señalada también por Sergio Pitol, sobre Cantar por cantar: “Un libro de plena madurez, en la línea de los estoicos, de un rigor ascético, en el mejor sentido de la palabra”. Sin embargo, en nuestra opinión, lo determinante en la obra de Darío Jaramillo Agudelo está en su asunción de un sutil y constante elemento de riesgo, que lo lleva a intentar conciliar estéticas y presupuestos dispares, que para otros autores serían irresolublemente antagónicos.

 

Buscando una voz entre lo popular y lo metapoético

 

La extrañeza de la subjetividad moderna se define típicamente en la melancolía, en la nostalgia de otro orden, ese anhelo imposible por conciliar lo fugaz y lo eterno que reconociera Baudelaire. Si bien tal sentimiento resulta común prácticamente a toda experiencia humana, la exploración de lo emotivo, en el ámbito de las letras y las artes, ha sufrido un paulatino cuestionamiento por la reiteración con la que dicho tema ha sido explotado por los medios de comunicación. Una situación que ha terminado por consolidar un impase comunicativo que, lamentablemente, se manifiesta con contundencia en el reducido número de lectores de poesía contemporánea.

La obra de Darío Jaramillo, desde su primer libro, aboga por revertir esta tendencia, decantándose por lo emocional, desenvolviéndose en un universo de circunstancias concretas, acontecimientos y anécdotas personales, que buscan comunicar resonancias íntimas.  Desde el reconocimiento de este propósito se aprecia mejor también la naturalidad con la que a lo largo de esta poesía se aborda lo popular, no como rasgo decorativo, sino a la manera de una nota vital que reconcilia con la realidad tangible.

En consecuencia, la poesía de Darío Jaramillo cuida no alienar a sus interlocutores, por lo que, estilísticamente, renuncia a alardes herméticos o experimentalistas, apoyándose en una elocución sensorial, con un marcado gusto por la paradoja, actualizando para tal fin ciertas lecciones surrealistas y de la antipoesía latinoamericana. No se trata, por lo tanto, de una escritura rupturista, pero sí de una muy atenta a integrar nuevos retos como, de forma notoria, una reflexión a partir del diálogo con otras artes: la música (el bolero y la ranchera, pero también Bach, Satie o John Cage) y la plástica (Juan Antonio Roda). No obstante, la naturalidad del habla será siempre una meta para el poeta, la cual le permitirá fusionar sutilmente tanto el culturalismo y el trópico como lo popular y lo elitista, a la manera de un rapsoda de nuestro tiempo que anhela la renovada síntesis del cuento y la canción. 

En esta línea Darío Jaramillo ha publicado recientemente en El poema en la canción latinoamericana (2009) un conjunto de impresiones sobre uno de sus intereses predilectos: la posibilidad de una poesía popular contemporánea. Ya en Poemas de amor (1986) su escritura asumió en la práctica la búsqueda de un difícil equilibrio entre la emoción y su recreación artística, con los notables resultados de aceptación antes referidos. Pero, una vez más, mucho antes sus versos habían reflexionado el deseo de una voz cercana a la de esas canciones que conforman la banda sonora de la vida emocional de tantos individuos, como en “Love story”, poema de Historias (1974):

                   Digamos que es lindo tener penas de amor

         y disfrazar la noche con la llorosa nostalgia del bolero:

         sin ti es inútil vivir

         como inútil será

         el quererte olvidar:

         digamos que la violeta entre el libro,

         un retrato, acaso la carta donde volcamos toda nuestra falta

                   de vergüenza

         (¿sabe usted lo que es ir desnudo por la calle?)

         quieren decir que sin un amor la vida no se llama vida.

         Digamos todo esto:

         que la soledad, que la nostalgia, que el ayer que vivimos,

         son apenas esta noche que no te veo mirándome a los ojos.

           

Buscando en parte definir en el ensayo lo planteado durante años en el poema, Jaramillo Agudelo se pregunta si la diferencia entre la poesía llamada culta (la del texto impreso, la de ver) es irreconciliable con la poesía popular (la de la canción, la de oír; en Latinoamérica representada por boleros, tangos y rancheras), si, efectivamente son capaces estos géneros musicales de condicionar la sensibilidad emotiva de miles de personas, o si, en última instancia, los homenajes y referencias de autores canónicos como Borges, Neruda y Gelman son sólo parte de un anecdotario sentimental o  “Algo tienen estas palabras al ser dichas y oídas como para convocar la emoción poética, algo que la poesía para el ojo tendría que buscar también o, por lo menos, no excluir”.

En este ensayo el poeta recuerda que la tradición de la poesía escrita es reciente si la comparamos con su vertiente oral y que, por lo tanto, la renovada búsqueda de puntos de contacto entre ambas expresiones –que coincide con el ocaso del proyecto ilustrado- puede ser ventajosa. Citando a Manuel Vázquez Montalbán, Darío Jaramillo incide en que, dentro del canon literario occidental, estas fronteras tampoco han sido nunca del todo precisas: “¿No tuvieron los escritores en lenguas romances una inseguridad secular de satélites viles y degradados, expulsados de la galaxia de Homero, Sófocles, Horacio, Virgilio y Cicerón?”. A la luz de un dato evidente y curiosamente omitido, el poeta inicia un análisis más profundo, que desea delimitar la naturaleza de lo poético:  

Los valores que posee la canción pertenecen a la órbita de los antivalores de la poesía para ver. Ésta exige distancia y la distancia –que es tiempo– trastoca el significado, modifica y atempera el impulso y convierte todo, todo es todo, en palabras. La poesía para leer está hecha de palabras silenciosas. En cambio, lo esencial en las canciones es la inmediatez de la emoción.

 

Esta reflexión plantea al menos dos aspectos importantes. En primer lugar, el hecho de que la anhelada clave sentimental, regida en gran parte por factores de temporalidad y contexto, expresa también diferencias culturales: matices de experiencia vivida en un espacio y un tiempo específicos. Así, en Latinoamérica la canción popular puede preferir una intensidad emocional matizada por el humor, mientras que en sociedades plenamente industrializadas, como la francesa o la española, el cinismo y el distanciamiento nihilistas resultan más apreciados. 

En todo caso, más allá de subjetividades, en la apuesta por contar y cantar, lo crucial en Darío Jaramillo Agudelo radica en que la importancia de lo narrativo se vincula a la capacidad de seducción del relato decimonónico: “Quisiera envolver al lector, raptarlo para la historia”. Es decir, el poeta insiste en recuperar siempre el poder alucinatorio de la palabra. En consecuencia, Jaramillo Agudelo se declara influenciado por narradores decimonónicos como Julio Verne, Mark Twain y Marcel Schowb, además de que toda su poesía está plagada, indistintamente, de homenajes a escritores y seres de ficción. El último paso de esta larga convivencia con lo narrativo sería la propia práctica de la escritura novelesca.

         Pero, como antes el autor mezclaba el relato con el canto, su novelística está filtrada a su vez por la poesía. La obra narrativa del artífice de Cartas cruzadas, pese a que busca la inmediatez del diálogo con un destinatario definido (de allí la predilección epistolar), se desarrolla también bajo una reflexión metapoética, un constante cuestionamiento sobre los mecanismos de la creación literaria, explorando para este fin la interrelación entre la lectura y la escritura que subyace al origen de todo texto. Señala Alfonso Vargas Franco, que en libros como La muerte de Alec (1983), Cartas cruzadas (1995), Novela con fantasma (1996) y Memorias de un hombre feliz (2000) la reflexión de los personajes acerca de asuntos estéticos es frecuente, lo que indica que lo metapoético deviene también clave en su producción narrativa: un rasgo que no hace sino extender planteamientos y obsesiones de la obra en verso. En dicho trasvase de los conflictos y condicionamientos de un género de escritura a otro se vislumbra, por lo tanto, un enfoque que, obedeciendo a una necesidad personal, tiene también en la construcción experimental o azarosa uno de sus puntos de apoyo.

Nuevamente, de un modo fuera de lo común, esta opción metapoética se presenta sin mayores alardes intelectuales, a través de un enfoque naturalmente lúdico. Nótese como la mirada del ensayista también destaca casos en los que se traduce a una sensibilidad popular tradiciones poéticas cultas, como la del centón:

Es la historia de un amor de Jorge Trejos Jaramillo es una narración construida ensartando 21,320 pedacitos de canciones uno detrás de otro, sin nada más, sin pegante. Una proeza que narra un desamor hilando frases prestadas de la canción. El Niágara en bicicleta. La muralla china reproducida con palitos de helado.

 

         Este tipo de reflexión se manifestó originalmente en su poesía, bajo el influjo de Jorge Luis Borges y Nicanor Parra, en Historias (1974) y Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía- (1978). Borges  brindaría a Darío Jaramillo dos herramientas poderosas: el ejercicio de la contradicción y la bondad (siendo casi adolescente, el poeta colombiano conoció al maestro argentino, recordando vivamente la predilección del autor de Ficciones por dicha virtud). Nicanor Parra, a su vez, le otorgaría una temprana desconfianza ante el lenguaje poético, abriéndolo a las posibilidades de lo coloquial, de lo lúdico y del sentido del humor.  

Se observa así, desde los primeros libros de poemas, una natural inclinación para procesar influencias antagónicas. Estamos, por lo tanto, ante una mirada que asume lo poético como un fenómeno moderno, sin estridencias, pero nunca ajeno a los contrastes: una poesía escrita desde la cotidianidad de la vida urbana, en ciudades todavía pequeñas –Medellín y Bogota- , amables pero que a la vez desvelan sus contradicciones y necesidades secretas, irresolubles o sólo atenuadas por el afecto y la imaginación.  Borges y Parra: la tradición de una modernidad distinta, ecléctica,  propia de la periferia, que en este caso promueve la consecución de un equilibrio desde lo precario. El punto formal  a conciliar sería precisamente la brecha entre la poesía del ver y la poesía del oír, algo que se resume en un comentario sobre  Tratado de retórica: “Creo que en ese libro hay un acto de fe en las palabras, que es de algún modo opuesto y de algún modo igual a lo que hacía Parra”. Esa convicción, ecléctica y abierta -expresada en el gusto por lo narrativo y el respeto a la sintaxis- lo conduce a asumir entre todas las alternativas la de comunicar emotivamente. De allí el interesarse por la canción como instrumento y símbolo de comunión: el poema a la manera de un canto silencioso para ser leído, que reproduce artificialmente la inmediatez de lo vivido y que, siendo parte de lo culto y de lo popular, reflexiona sobre sus propios recursos en el vaivén emocional que surge entre el amor y el desamor. Mejor escuchemos la voz del poeta en “Amores imposibles, 4” de Cantar por cantar :

                            La música sostiene los amores imposibles,

                            los alimenta con la presencia etérea de una canción,

                            una canción que es la nuestra aunque sólo la oiga

                                      solo.

                            El amor imposible guarda equilibrio perfecto

                            sobre la cuerda de una guitarra,

                            se embriaga con la dulce nostalgia de una polonesa,

                            se estremece con una voz entre gemido y canto.

                            Entonces el amor imposible se convierte en guitarra,

                                      en piano

                            o es el sonido de una voz.

                            La música es el tiempo presente de los amores

 imposibles.

 

         La maestría de Darío Jaramillo Agudelo en el difícil género del poema de amor lo convierte, con entera justicia, en uno de los pocos poetas contemporáneos con una obra de cierto alcance masivo. Pero, como sucede con la buena música popular, no puede sorprender tampoco que haya muchos niveles de sentido imbricados en dichas sabias canciones.

 

Cantando desde el platonismo hasta la desintegración del sujeto

 

         En la poesía de Darío Jaramillo se reconoce fácilmente la presencia del amor platónico como uno de sus pilares discursivos. Sin embargo, a diferencia del modelo petrarquista, dicho idealismo, llegado el momento, será contrastado sin contemplaciones por el desamor y por una imaginación que acepta las limitaciones y paradojas de lo emocional. Entonces, desde nuestra perspectiva, lo decisivo de tal obsesión viene a ser lo que desvela como anhelo de trascendencia pese a reconocer la imposibilidad de la plenitud amorosa.

En efecto, situado en el paso de la sensibilidad moderna a la posmoderna, para Darío Jaramillo, la literatura y las artes ofrecen fundamentalmente un refugio que combina la acción y lo imaginativo, pero sin pretender que éstas lleguen a constituir del todo una realidad autónoma. Nótese que, asimismo, lo religioso –la alternativa organizada de plenitud desde lo inmaterial- es una reveladora ausencia en esta obra, precisamente porque la poesía moderna, como aspiración laica, no requiere apelar a lo religioso para expresar su espiritualidad.

 Sin el amor total ni la religión, el anhelo de trascendencia será resuelto desde la escritura sólo en contadas ocasiones y por  acción del azar. Dicho trayecto será más sencillo, según Darío Jaramillo,  si la subjetividad que otorga sentido al mundo se torna ligera y se confunde lúdicamente con otras identidades y experiencias ajenas.

Así, para el autor de Cantar por cantar la disolución del sujeto y la acción del azar no impiden realmente cierto legítimo afán de trascendencia. De este modo, se sugiere también un camino hacia la  anhelada reconciliación de lo posmoderno y lo moderno.  Darío Jaramillo Agudelo libro a libro nos recuerda que las respuestas y los consuelos de la poesía son parciales y efímeros, alcanzando a ser bellos y efectivos precisamente a partir de su precaria condición.

Con el propósito de contrastar este planteamiento, haremos un rápido recorrido por las colecciones del poeta, incidiendo en retos y problemáticas propios de la tradición culta contemporánea, notablemente la interrelación de las artes y las fluctuaciones entre la disolución y la trascendencia del yo.

 

Historias (1974)

 

Darío Jaramillo inicia su obra con un proyecto decididamente metapoético: las “Biografías imaginarias”, poemas en los que aparecen reflexiones a partir de Marcel Schowb,  Blaise Cendrars y Graham Greene. El joven poeta difumina desde muy temprano las fronteras entre la realidad y la ficción, pues los aventureros de bibliotecas y geografías exóticas se confunden indistintamente con los personajes literarios (v.g. Seymour, de J.D. Salinger).

Ya en esta primera entrega el estilo, en su sentido de gesta artística moderna o de ruptura, parece secundario frente al anhelo de intensidad: sólo aquella creará la verdad literaria que se celebra en los homenajes metapoéticos. El lenguaje escogido para estos fines, curiosamente, es decimonónico y popular, siguiendo la estética de la canción que explora los sentimientos, como el bolero y la ranchera.

En otros términos, la ambición mayor del poeta está en alcanzar esa maestría que constituye una realidad verbal a través del canto (“Entonces, / para qué la tarde / si no para fatigar el olvido, / para huir un poco de la antigua soledad del día / hacia la noche”). Un impulso clave para el aliento narrativo y la convicción que sostienen el conjunto de anécdotas, públicas e íntimas, que entreteje el libro. En Historias Darío Jaramillo se muestra como dueño de una imaginación autogenésica profundamente aferrada a lo literario (como un universo paralelo), que en última instancia forja un espacio que no procura ser real, si no más gratificante (“Quisiera ser la quinta rueda del carro / tempestad / Peras en el olmo / ser nada y estar en todo”).

La ironía y el humor,  presentes en esta obra, son  paradójicamente humanos, pues nunca ceden al cinismo. Junto a dicha sensibilidad,  algo cercana a la mesura de lo clásico, también se expresan ciertas notas discordantes: aparece la llamada de la otredad, en el poema “Historia de mi hermano” que, pese a sus limitaciones, desvela a la poesía como una actividad mágica que prolonga la vida. 

 

Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía- (1978)

        

En Tratado de retórica Darío Jaramillo se debate entre el poder de la palabra visionaria y el escepticismo, para asumir que, de distinta manera, ambos son experiencias plenas. En consecuencia, los poemas de la sección “El libro de las mutaciones” representan el aprendizaje de una plasticidad que en su propio despliegue se eleva hasta otras zonas del conocimiento en las que domina totalmente la intuición (“Todos tendremos que madrugar mañana después de una noche de calor y mosquitos, … / ¿cuándo cesará el dolor, cuándo regresará la peste, llegará algún mensaje de tregua, estallará todo por fin?“). Sin apelar a la espiritualidad religiosa, la observación paciente y profunda de la realidad termina por descubrir la presencia súbita de lo misterioso. De otra parte, en textos como “De la necesidad de la poesía” y “Los sueños del poeta” se efectúa una dura crítica, tanto a lo que el autor ha ido construyendo como identidad como al quizá inevitable narcisismo artístico.

El poema que resume esta fluctuación entre la fe y la incredulidad, que impregna tanto la vida como la creación verbal, es “Razones del ausente” (“Y díganle que se llevó consigo algunas supersticiones, tres fetiches, / ciertas complicidades mal entendidas / y el recuerdo de dos o tres rostros que siempre vuelven a él en la oscuridad / y nada”). El poeta reconoce así la alternativa de un lenguaje, que no es esencialista ni formalista, sino algo más humilde y también definitivo: un hábito individual, una manía propia, una práctica personal.

Tratado de retórica plantea que toda biografía es, en gran medida,  imaginaria y que los personajes que la habitan, por lo tanto, no existen sino por el poder de la fabulación. En Darío Jaramillo pronto este descubrimiento abrirá paso al amor platónico, que no es deseo, sino que corresponde también a un uso imaginario, a una idealización, que trasciende lo corporal.

 

Poemas de amor (1986)

 

Este libro, a pesar de tener un tú como interlocutor constante,  pretende indagar en lo emocional y sus fluctuaciones antes que dirigir mensajes hacia alguien concreto. De este modo Darío Jaramillo intenta convertir la experiencia individual en un arquetipo, por lo que se expresa con más intensidad en lo perdido, en la nostalgia (“No es el aroma que llevas como una prenda más: / es tu olor más esencial, tu halo único. Y cuando, ausente, mi vacío te convoca…“). Una alternativa que lleva al poeta a la recuperación de un antiguo modelo: la canción.

Se inicia así la búsqueda consciente de una renovada vía formal para el lirismo. Es decir, en Poemas de amor palpita como reto el atrevimiento de confrontar un universo emocional diluido en las urgencias de la sociedad postindustrial y mediatizado por la comunicación de masas (“Tu voz por el teléfono tan cerca y nosotros tan distantes, / tu voz, amor, al otro lado de la línea y yo aquí solo, sin ti, al otro lado de la luna“. )

Dicha opción indudablemente implica riesgos. Pero, para este poeta, resulta preferible atreverse con lo cursi que lidiar con la frialdad emocional o el cinismo. La aproximación a la canción, por lo tanto, es sutil, ecléctica y cuidadosa, pero no severa: en ella se anhela la calidez emocional y su inmediatez, sin necesariamente copiar estructuras (el coro y sus repeticiones).  En Poemas de amor aparece lograda también cierta intensidad que asocia estos textos a los de grandes recreadores de la pasión erótica surrealista como Robert Desnos o César Moro.

En la alternativa por trabajar este peculiar tono hay asimismo una cuestión de generosidad, que ansía reconectar con ese otro, a veces llamado público. O, como dijera Pessoa: “sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor / sí que son / ridículas”. No obstante, de nuevo, el universo de lo artístico otorga finalmente un refugio, una distancia redentora. En la sección “Colección de máscaras” aparecen Scott Fitzgerald y la música, el monólogo de un “Platón borracho” y homenajes a autores de distinta fortuna como Heráclito, Miguel A. Osorio (Porfirio Barba-Jacob) y J.D. Salinger. Una vez más, observamos la natural confluencia de lo metapoético y lo popular, de lo reflexivo y lo lírico en la escritura de Darío Jaramillo.

 

Poemas de Esteban (1995)

 

Desde su origen como parte del libro Cartas cruzadas, esta breve colección representa un decidido paso hacia un diálogo a partir de la interconexión de géneros: los poemas surgen dando, precisamente, voz a Juan Esteban, un personaje de dicha novela. El quiebre más notable con el resto de la obra de Darío Jaramillo es que textos como “Una noche” y “Nocturno” (repetidos varias veces como título) expresan un yo más oscuro, que vive plenamente el misterio y la sensualidad (“La noche es humedad, sudor de cuerpos, saliva de lujuria, semen, savia reciclando oxígeno”). Es decir, dan voz a otra parte de su ser habitual, una zona recóndita de la identidad, sólo en apariencia sólidamente construida. En estos poemas surge también un mayor contraste entre el escenario y la elocución, permitiendo al lenguaje proyectarse románticamente en la realidad con todo su esplendor oscuro (“La ciudad traquetea como un mecanismo desajustado, / algo le suena sin ritmo a la ciudad de noche”).  En términos distintos, en Poemas de Esteban, siguiendo la tradición de los nocturnos de José Asunción Silva y Fernando Charry Lara,  domina la sombra, en el sentido de Carl Gustav Jung, la cual se despliega implacablemente con la ciudad como telón de fondo.

 

Del ojo a la lengua (1995)

 

El diálogo interdisciplinario continúa con Juan Antonio Roda (1921-2003), pintor y grabador colombiano de origen español, cuya obra recorriera distintas facetas de las vanguardias y el arte abstracto. El reto de Darío Jaramillo, planteado con amistosa gravedad por el propio artista, consistió en encontrar un correlato poético para grabados concebidos desde el indeterminismo pictórico. Este planteamiento dio origen a un experimento que, bajo el pretexto de establecer un comentario y un homenaje a la obra plástica, indaga en la relación de lo abstracto con lo concreto y, por último, en los límites del arte y la poesía como medios expresivos (es fundamental en este sentido el texto “26 letras para un prólogo”). .

 Nuevamente, creemos hallar en la respuesta tentativa y contradictoria del poeta ciertos rezagos de la indeterminación borgiana (“Si toco, el espejo se queda ciego “). Todo el resultado puede reducirse, entonces, a una serie de “Entrevisiones de asuntos inmateriales”, una forma de justificar la duración (“La pregunta por uno mismo, solamente para que el yo desaparezca”). Es decir, la imposible búsqueda de un correlato poético para la indeterminación pictórica no difiere mucho del sinsabor inicial que enfrenta el escritor al asumir la página en blanco, ni de la incertidumbre sobre si alguna vez se llegará a expresar cabalmente la subjetividad.

 

Cantar por cantar (2001)

 

El aspecto más notable de este libro quizá sea su actualización platónica, la misma que pese a resultar inevitable tras los cambios epistemológicos y sociales instaurados internacionalmente por la modernidad, representa un rasgo poco explorado con ambición artística desde lo literario. El poeta asume en estos versos, conscientemente, una alternativa intermedia frente al miedo al contacto y a la expresión de afecto, a esa anomia tan común en el mundo industrializado (“Vinieron a salvarme los amores imposibles, / amores sin astucia y sin heridas, / amores curativos que no existen“). Frente a la expresión de lo emotivo como un signo de debilidad, en la serie de poemas de  “Amores imposibles”  la respuesta de Darío Jaramillo es clara: el amor y lo imaginario, aunque considerados mayoritariamente como realidades antagónicas,  comparten la posibilidad de ofrecer un refugio, de brindar cobijo, de crear una intimidad emotiva totalmente satisfactoria que nos reconcilia con la realidad.

El enamoramiento se torna así en un medio para reconocerse a través de otro (“Yo no voy nunca solo al fondo de mí mismo, / me acompañan mis amores imposibles / -los amores posibles no me amarían / si conocieran el fondo de mí mismo- “). Con una curiosa mezcla de convicción y distanciamiento, la ternura se ofrece gratuita y unilateralmente, asumiendo de antemano una generosa y digna imposibilidad. Cantar por cantar constituye una obra de madurez, exhibiendo precisión, intensidad y, al mismo tiempo, un pleno reconocimiento del azar, de la inutilidad de los propósitos.

 

Gatos (2003)

 

Este bello y breve libro establece una reflexión, a través de poemas en serie, en torno al gato como personaje arquetípico, a la vez real y fantástico. Darío Jaramillo construye así una curiosa materialización platónica: no la del ideal, versión absoluta de alguna virtud, sino la del misterio corporizado, en la que predomina lo lúdico.

En estos poemas los gatos deambulan como dioses entre cuyos mayores dones están la indiferencia y lo contradictorio (“cuando el espíritu juega a ser materia / entonces se convierte en gato”).  Pese a su logrado tono amable y juguetón, Gatos persigue una respuesta al vacío metafísico (“Dios hizo los gatos para que hombres y mujeres aprendan a estar solos”). El gato constituye entonces una divinidad cotidiana y menor, que se impone no por el miedo sino por su fascinación ineludible.

El gato, como seductor, guarda secretos en su movimiento y se mantiene en un equilibrio, natural y sin atisbo de culpa,  entre el amor y el desamor. En estos poemas destaca una observación minuciosa y siempre trascendida por la imaginación pero, en última instancia y demostrando la coherencia de la obra de Jaramillo Agudelo en su diversidad, también el felino representa una alegoría de la propia escritura y del destino del poeta (“¿Cómo hacer que la palabra me contenga / y yo desaparezca, / hecho silencio, / como se desvanece entre la noche / un gato?”)

 

Cuadernos de música (2008)

 

Nuevamente Darío Jaramillo asume el reto de abordar la escritura desde un diálogo con otra disciplina. Pero esta vez lo que lo obsesiona, a través de la belleza de la expresión musical, es la autonomía de lo artístico para crear una realidad trascendente,  lo que consolida, en última instancia, una vía para los anhelos de espiritualidad. Quizá esto haya producido que el poeta abandone las referencias explícitas a la canción popular para centrarse en la música culta (“Piezas para piano” y “Piezas para violonchelo” son los títulos de las secciones principales), relegando también la aproximación tentativa y experimental de Del ojo a la lengua con respecto a las artes plásticas.

En efecto, uno de los rasgos saltantes de Cuadernos de música está en que propone una versión renovada del esencialismo, a la manera de un Wallace Stevens no pictórico sino cantado (recuérdese el poema “Peter Quince en el clavicordio” del modernista estadounidense). Pero también resulta inevitable escuchar en estos versos el eco de la duración que proclamara Bergson: “La quietud absoluta elimina el tiempo en esta música/ Oigo el piano sin que los minutos pasen. / Música sin tiempo...”.

Desde esta perspectiva, Cuadernos de música, con sus referencias sutiles que crean un juego de ecos y veladuras,  se puede leer como la aspiración a desentrañar los mecanismos que despliega la música –su capacidad para transportarnos y crear otro tiempo, plenamente subjetivo y fuera del devenir normal- con el fin de reproducirlos verbalmente. El resultado son algunos textos que se convierten en equivalentes a piezas musicales, y otros que tienen vida propia en la poesía.

No obstante, como en toda traducción valida, el poeta sabe que debe ser fiel al sentido antes que a la mera transcripción formal: la escritura de Cuadernos de música es impresionista, crea sensaciones, no se limita a repetir estructuras ni simplemente a conceptualizar o decir. Consecuentemente, Darío Jaramillo opta por un enfoque secuencial y fragmentario, incesante como la lluvia (“Si la lluvia cantara /  sonaría como este piano lento / que da vueltas en torno a un solo motivo.”) 

Al igual que en Del ojo a la lengua, el poeta elabora textos autónomos con respecto a sus referentes y que aluden secretamente a compositores que le han servido de inspiración (en declaraciones el poeta reconoce homenajes a Satie, Chopin, Bach y Winston Marsalis). De modo inevitable, pese a la inicial reflexión sobre la música, se despliegan también temas y figuras predilectos: la espiritualidad, los gatos, la canción, el poder curativo del arte (“Medicina para las malas horas, / oración para el que no tiene palabras“).

El poema final “Some present moments of the future”  presenta un tema amoroso en dos versiones, el cual sirve para incidir en aspectos clave de la propuesta. La repetición de un mismo tema nos recuerda que, como en el jazz, una pieza es su interpretación y, por lo tanto, sin desconocer su belleza, en la música y en la poesía no hay absolutos pues sus resonancias están condicionadas siempre por circunstancias específicas.  Y, fusionando uno de sus motivos más queridos, el poeta nos sugiere también que la música y el amor comparten el ser experiencias inusuales que nos permiten durar fuera de nuestra humana condición. 

En resumen, el objetivo primordial de este libro sería retratar el poder evocador de la música sobre quien la disfruta: “La música no es lo que digo. Lo que digo soy yo invadido por la música”. Es decir, se debe agradecer a la música el poner a nuestro alcance medios que nos permiten alcanzar a ser otros, haciéndonos trascender los límites impuestos por nuestra identidad personal.

 

Y poder volverme invisible a voluntad

 

         Como se aprecia, establecido el inicial e inacabado recorrido por una obra llena de matices, cabe aún preguntarse cuál es el tema central de la poesía de Darío Jaramillo Agudelo. Quizá éste sea uno de extrema vigencia en las poéticas de inicios del nuevo siglo: la celebración de una subjetividad inasible, el escribir desde un yo que acepta su identidad difusa y convive naturalmente con la otredad y lo efímero. Tal peculiar apertura desde lo interior hacia las zonas más variadas de lo concreto es la que permite a este poeta cultivar una voz poliédrica, propia  de un ser simultáneamente culto y popular, espontáneo y artificioso, que se reconoce en el amor y en el desamor, y que, por último, viviendo a plenitud lo sensible y perecedero, anhela también cierto orden espiritual: “Los amores imposibles / -es tan evidente que siempre lo olvido- / son parte de ese mundo imposible / que es mi mundo verdadero.” 

 

En otras palabras, la evolución de Darío Jaramillo sugiere que el poeta no ambiciona ya la materialización del espíritu –fugaz o fantástico, como sucediera notablemente en Gatos- sino que proclama la identificación y el pleno reconocimiento de lo temporal: la poesía y la vida asumidas desde el movimiento, el cual, pese al caos y el azar, también puede conmover y arrebatarnos. Aquella lúcida decisión de aceptar lo precario reconcilia la inestabilidad de nuestro tiempo con la espiritualidad laica que promovieron las artes en el inicio de la modernidad. Un esfuerzo titánico en su ligereza, que permite comunicar una verdad humilde, a la vez eterna y efímera, como la propia escritura, y que se sigue con interés por ser no otra cosa que la Historia de una pasión:

Pasión a riesgo total, en ella no hay experiencia acumulable. Nunca aprenderé a escribir. Y esa elusión también me parece fascinante. Partir de cero cada día, poniendo en cuestión la frase anterior, el párrafo anterior, el mundo anterior, todo lo que va hasta ese instante.