El Gringo había ido a parar allí hacía muchos años, era callado y rubio, nunca vi a nadie a quien le gustara tanto la cachaza. Contar que la bebía como si fuese agua no es mucho decir, pues todos lo hacíamos. ¡Alabado sea Dios! Pero él se podía pasar dos días y dos noches pimplando botellas y no se alteraba. No le daba por ser charlatán, ni buscaba pelea, ni cantaba canciones de otros tiempos, no te venía con recuerdos de disgustos pasados. Callado era, callado se estaba, sólo sus ojos azules se entornaban, cada vez más pequeños, una brasa roja dentro de cada mirada, quemando el azul.

Contaban muchas historias de él, algunas tan bien atadas que daba gusto escucharlas. Todas de oídas, por supuesto, porque de boca del Gringo nada de cierto se sabía, boca cerrada, que no se abría ni en los días de grandes fiestas, cuando las piernas se volvían de plomo por tanta cachaza acumulada en los pies. Ni siquiera Mercedes, cuya inclinación por el Gringo no era un secreto para ninguno de nosotros, con lo curiosa que era, jamás consiguió arrancarle siquiera alguna información sobre la tal mujer a la que el Gringo había matado en su tierra y sobre el hombre al que persiguió a lo largo de años, por incontables sitios, hasta ensartarle un cuchillo en la barriga. Cuando ella le preguntaba, los días en los que la cachaza era más abundante que el respeto, el Gringo se quedaba mirando no se sabe adónde, con sus ojos menudos, ojos azules, de repente incandescentes, apretados, y articulaba un sonido como un gruñido, de significado dudoso. Esa historia de la mujer con diecisiete cuchilladas en las partes bajas, nunca supe cómo pudo llegar hasta nosotros, tan cargada de detalles, y sobre todo el asunto del mozo, su paisano, perseguido de puerto en puerto, hasta que el Gringo le clavó el cuchillo, el mismo con el que había matado a la mujer de diecisiete cuchilladas, todas en las partes bajas. No sé realmente si cargaba esos muertos sobre su conciencia, pues nunca quiso aligerar la carga, ni siquiera cuando, de tan borracho, cerraba los ojos y sus brasas rojas caían al suelo, a nuestros pies. Y mire usted que un muerto es una carga pesada, ya he visto a muchos valentones soltar su fardo hasta en manos de un desconocido cuando la cachaza apremia. Mucho más si son dos los difuntos, mujer y hombre, con cuchilladas en la barriga… El Gringo nunca se liberó de los suyos, por eso tenía la espalda curvada, de su peso, sin duda. No pedía ayuda, pero por ahí se contaba lo sucedido con todo lujo de detalles y la historia hasta llegaba a ser muy divertida, con sus momentos para reír y sus momentos para llorar, como debe ser una buena historia.

Pero no es una aventura del Gringo lo que quiero contar ahora, eso queda para otra ocasión, porque llevaría su tiempo, no es con una cachaza al tuntún ― sin pretender ofender a los presentes ― como se puede hablar del Gringo y desenrollar el ovillo de su vida, deshacer la madeja de su misterio. Queda para otra vez, si Oxalá lo permite. No, no han de faltar ni la ocasión ni el aguardiente, ¿para qué si no trabajan noche y día los alambiques?

El Gringo sólo aparece aquí, como quien dice, de pasada, pues vino aquella noche de lluvia, a recordarnos que estábamos en vísperas de Navidad. Cosas de allí, de su tierra, donde la Navidad es una fiesta de echar cohetes, pero no aquí, nada en comparación con las de San Juan, por no mencionar las de San Antonio y continuar con las de San Pedro, o con las de las aguas de Oxalá, la del Bonfim, las dedicadas a Xangô, mi padre, y por no hablar de la fiesta de la Concepción da Praia (¡eso sí que es una fiesta!). Porque aquí fiestas no faltan, ni necesitamos ir a pedírselas prestadas a ningún forastero.

Bueno, el Gringo se acordó de la Navidad en el mismo momento en el que Porciúncula, el mulato aquel de la historia de nunca acabar, cambió de sitio y se sentó en el barril de queroseno, tapando el vaso con la palma de la mano para defender su cachaza de la voracidad de las moscas. ¿Que las moscas no beben cachaza? Los notables me disculpen, dirán esa bobada porque no conocen a las moscas de la venta de Alonso. Son unas viciosas, locas por un trago, se metían dentro del vaso, cataban su gotita y salían volando, zumbando como abejorros. No había forma de convencer a Alonso, español cabezota, de acabar con esas desgraciadas. Decía, y no le faltaba razón, que había comprado la venta con las moscas, y no iba ahora a deshacerse de ellas por prejuicios, sólo por que les gustase probar un buen aguardiente de Paraty. No era motivo suficiente, también les gustaba a todos sus parroquianos y no iba a echarles por eso.

No sé si el mulato Porciúncula se cambió de lugar para estar más cerca de la luz de la lámpara de queroseno o si ya tenía intención de contar la historia de Teresa Batista y de su apuesta. Aquella noche, como ya he dicho, se fue la luz en aquella zona del muelle y Alonso encendió la lámpara rezongando. Ganas tenía de echarnos fuera, pero no podía. Estaba lloviendo, una de esas lloviznas cabronas que mojan más que agua bendita, penetran en la carne y en los huesos. Alonso era un español educado, había aprendido buenos modales en un hotel donde había sido botones. Por eso encendió la lámpara  y se quedó haciendo sus cuentas con una punta de lápiz. La gente hablaba de esto y de aquello, espantaba a las moscas, cambiaba de asunto, matando el tiempo como podía. Hasta que Porciúncula cambió de sitio y el Gringo gruñó aquella tontería sobre la Navidad, algo sobre la nieve y los árboles iluminados. Porciúncula no iba a dejar escapar una ocasión como esa. Ahuyentó las moscas, tragó la cachaza y anunció con voz suave:

― Fue una noche de Navidad cuando Teresa Batista ganó la apuesta y comenzó una nueva vida.

― ¿Qué apuesta? ― Si la intención de Mercedes era animar a Porciúncula con la pregunta, no hubiera necesitado abrir la boca. Porciúncula no precisaba que le espoleasen, ni se hacía de rogar. Alonso dejó la punta de lápiz, llenó los vasos nuevamente, las moscas zumbaban, convencidas de que eran abejorros ― ¡unas borrachas! Porciúncula dio un buen trago, aclaró la garganta y comenzó su historia. Ese Porciúncula era el mulato mejor contador de historias que he conocido, lo que es mucho decir. Tan letrado, tan fino que, de no conocerse sus debilidades, se podría llegar a pensar que había calentado un banco de escuela, cuando el viejo Ventura no le dio más escuela que la calle y el muelle. Era todo un pico de oro contando historias y, si esta no conmueve, la culpa no es de lo sucedido ni del mulato Porciúncula.

Porciúncula  esperó un poco hasta que Mercedes se acomodó en el suelo, apoyada en las piernas del Gringo, para oír mejor. Entonces explicó que Teresa Batista sólo apareció en el muelle después del entierro de su hermana, unas semanas después, el tiempo que tardó la noticia en llegar a donde ellas vivían, un tanto lejos. Vino para saber la verdad de lo ocurrido y se quedó. Se parecía a su hermana, pero el parecido tan sólo era de cara, exterior, no por dentro, pues aquel aire de María del Velo no lo tuvo ninguna otra, ni lo tendrá nunca. Fue por eso por lo que Teresa se llamó toda la vida Teresa Batista, el nombre con el que nació, sin que nadie tuviese la necesidad de cambiárselo. Además, ¿quién se acordó alguna vez de María del Velo como María Batista?

Mercedes, preguntona, quiso saber quien era finalmente esa tal María y el por qué del apodo del Velo.

Era María Batista, la hermana de Teresa, explicó Porciúncula con paciencia. Y contó que nada más llegar María todo el mundo la llamó María del Velo. Por aquella manía suya de no perderse una boda, la mirada arrebatada por los trajes de novia. De esa María del Velo se habló mucho en las inmediaciones del muelle. Era una belleza y Porciúncula, con presunción, decía que, cuando rondaba el puerto de noche, semejaba una aparición llegada del mar. Se hizo tan del muelle como si hubiese nacido allí, aunque, en vez de eso, vino del interior, vestida con pingajos y todavía con el recuerdo de los golpes. Porque el viejo Batista, su padre, no toleraba bromas y, cuando supo lo sucedido, que el hijo del coronel Barbosa había tomado las prendas de la chiquita, todavía verdes, como guayaba amarga, hecho una fiera, agarró el bastón y le atizó hasta cansarse. Después la puso de patitas en la calle, no quería una mujer de la vida en su casa. El lugar de una mujer de la vida es una esquina de la calle, el sitio de una perdida está en una calle de perdición. Así le gritaba el viejo, bajando el bastón, lleno de rabia, de rabia y de dolor, al ver a la hija de quince años, bonita como una sirena, deshonrada, sin otra salida que la prostitución.

Así fue como María Batista se convirtió en María del Velo y acabó por venirse a la ciudad, pues en su tierra, en el fin del mundo, no había futuro para su carrera de meretriz. Cuando llegó, fue dando tumbos de un lado para otro, hasta que acabó recalando en la cuesta de San Miguel, tan niña aún que Tiberia, dueña del burdel donde soltó su atillo, le preguntó si se creía que aquello era una escuela primaria.

Muchos de los detalles de lo sucedido antes y después, Porciúncula los supo por boca de Tiberia, persona del mayor respeto y la mejor dueña de casa de citas que tuvo Bahía. No es porque sea ella mi comadre por lo que elogio su conducta, ella no lo necesita, ¿quién no conoce a Tiberia y no respeta su talento? Buena gente, mujer de palabra, de gran corazón, que ayuda a medio mundo. En el burdel de Tiberia todos forman una sola familia, no anda cada uno por su lado y Dios por el de todos, nada de eso. Todo es armonía, forman una sola familia. Porciúncula era muy leal a Tiberia, persona de la casa, siempre estaba encaprichado con alguna de las chicas, siempre dispuesto a arreglar una tubería, a cambiar las bombillas fundidas, a arreglar las goteras del tejado, a echar de una patada en el culo a cualquier atrevido mala bestia que le faltase al respeto a alguien. Pues fue Tiberia quien se lo contó punto por punto, y así pudo así desarrollar su historia de principio a fin sin tropezar con ningún obstáculo. Se interesó tanto, porque, nada más encontrarse con los ojos de María, estuvo perdido por ella, con una de esas pasiones sin remedio.

María, nada más llegar, era la benjamina de la casa, no había cumplido ni dieciséis años, estaba muy mimada por Tibéria y por las mayores, que la trataban como a una hija, la colmaban de caprichos. Le regalaron hasta una muñeca para sustituir a una de trapo con la que ella jugaba a novios y casados. María del Velo hacía la vida en el muelle, le gustaba escudriñar el mar, cosas de gentes del interior. Apenas apuntaba la noche, hubiese luna o lloviese, lluvia fina o aguacero, ella deambulaba a orillas del mar, esperando a la clientela. Tiberia la reprendía riéndose: ¿por qué María no se quedaba en el burdel, a sus anchas, vestida con su bata de flores, esperando a los ricachones, locos por una chica joven como ella? Podía incluso conseguir un protector rico, un viejo que se encaprichase con ella, y así tendría buena vida, regalada, sin necesidad de dormir con unos y con otros, a razón de dos o tres por noche. En el mismo burdel, sin ir más lejos, tenía el ejemplo de Lucía, a quien visitaba una vez por semana el magistrado Maia, que le regalaba de todo. Consiguió hasta un empleo de portero para el vago de Bercelino, el novio de Lucía. Tiberia se sorprendía también de que María no hiciese caso a Porciúncula, estando como estaba el mulato consumido de pasión por la chica, y que durmiese con unos y con otros, menos con él. Con él iba de la mano por Monte Serrat, mirando el mar, o bien iba a su lado, con remilgos de novia, cuando salían a comerse un buen plato de pescado en un velero, en las noches de luna. Le contaba al mulato las bodas a las que había ido, la belleza del vestido de novia, la largura del velo. Pero a la hora de acostarse para lo que es bueno, a esa hora le daba las buenas noches, dejando plantado a Porciúncula, chafado.

Así lo contó Porciúncula aquella noche de lluvia cuando el Gringo recordó la Navidad. Por eso me gustan las historias que cuenta: ni siquiera para salir airoso el mulato cambia lo sucedido. Bien podía haber dicho que se la había beneficiado, incluso muchas veces. Eso era lo que todo el mundo pensaba, de tanto como les habían visto juntos en las inmediaciones del muelle. Podía haber presumido, pero, en lugar de eso, contó exactamente cómo había sucedido y para muchos de nosotros no fue una sorpresa. María se acostaba con uno y con otro, disfrutaba, no era que no le gustase. Pero, después de acabar, se había acabado, no quería ni conversar. Que le gustase con ese gusto sin fin, de enfermiza pasión de sufrir por no verle, etc., así, ¡ah!, a ella no le gustó nadie. A no ser que le hubiera gustado el mulato Porciúncula, pero, entonces, ¿por qué nunca se acostó con él? Se sentaba con él en la arena, metiendo los pies en el agua, jugando con las olas, escudriñando el final del mar que nadie consigue divisar. ¿Quién vio ya el fin del mar? ¿Algún notable? Disculpen, pero no lo creo.

Quien estaba realmente encaprichado era el mulato Porciúncula, que no pasaba una noche sin buscar a María a orillas del mar, vigilando sus contoneos, queriendo naufragar en ella. Así mismo lo contó, sin ocultar nada, y entonces aún le dolía su pasión, su voz conmovía. Por el hecho de estar encaprichado como un perro sin dueño, husmeaba en todo lo que fuera novedad sobre María del Velo, y Tiberia le iba susurrando cosas al oído. Y de ese modo él fue desovillando la madeja, poniendo los andamios de la historia de María hasta el asunto del entierro.

Cuando el hijo del coronel Barbosa, joven estudiante bien parecido, desvirgó a María, en vacaciones, ella no tenía aún quince años, pero había desarrollado su cuerpo y sus pechos de mujer. Era una mujer tan sólo exteriormente, porque por dentro era todavía una niña, que jugaba todo el día con una muñeca de trapo, de las de a doscientos reales en la feria. Conseguía un retal de tela y cosía para la muñeca un vestido de novia, con su velo y todo. Los días de boda en la iglesia, en aquel lugar del fin del mundo, allí estaba María vigilando, con los ojos fijos en el vestido de la novia. Sólo pensaba en lo bueno que sería ponerse un vestido así, todo blanco, con un velo largo y flores en la cabeza. Hacía vestidos para la muñeca, charlaba con ella y todos los días le organizaba una boda, sólo para verla con el velo y el tocado. La casó con todos los animales del terrero, especialmente con la vieja y ciega gallina que era muy buena para hacer de novio porque no salía corriendo, se quedaba agachada, obediente en su ceguera. Además, cuando el hijo del coronel Barbosa le dijo a María: “Tú eres ya mayor para casarte, muchacha. ¿Te quieres casar conmigo?”, ella le contestó que sí, si le regalaba un velo bonito. Pobrecita, no se dio cuenta de que el muchacho estaba hablando en lengua culta, y casar, en su idioma elevado, era acabar con su virginidad a la orilla del río. Por eso María aceptó confiada y se quedó esperando hasta el día de hoy el vestido de novia, el velo, el tocado. En cambio, se ganó una zurra del viejo Batista y, cuando se supo del asunto, el nombre de María del Velo. Pero no perdió la costumbre. Expulsada de casa, no había boda a la que no acudiese a mirar, ahora escondida en la iglesia, porque una meretriz no tiene derecho a mezclarse en la ceremonia. Cuando el joven Barbosa, el mismo que le había hecho el favor, se casó con la hija del coronel Boaventura, ¡ceremonia muy comentada!, allí estaba ella para ver a la novia, tan hermosa, una hidalga, con un vestido como nunca se había visto, algo asombroso. Fue así como María llegó a este muelle y atracó en el burdel de Tiberia.

Para ella no era diversión ir al cine, ni al cabaré, bailar, la taberna con cachaza, un paseo en barco. Lo era sólo asistir a las bodas para contemplar el vestido de la novia. Cortaba fotos de las revistas, de novias con velo, anuncios de tiendas con trajes para casarse. Todo lo pegaba en las paredes de su cuarto, novias y novios, sacerdotes, cortejos. Con retales, sobras de tela, vestía de novia a su nueva muñeca, regalo de Tiberia y de las demás. Una niña, todavía tan niña que le decía a Tiberia como una loquita: “llegará el día en que yo me ponga un vestido de estos.” Se reían de ella, contaban chistes, hacían bromas, pero ella no cambiaba.

 Por aquel tiempo, el mulato Porciúncula se hartó de esperar. Estaba cansado de pasar por tonto, de pasear de la manita, escuchando la charla a orillas del mar. Todo hombre tiene su orgullo, y se dio cuenta de que no tenía sentido,  era mucho sufrir, y no estaba por la labor de morir de pasión, que es la peor de las muertes. Se fue con Carolina, una mulatona entrada en carnes, que andaba echándole los tejos. De María del Velo se olvidó con unas cachazas y con las risotadas de Carolina. Nunca más quiso hablar del asunto.

En aquel pasaje, Porciúncula pidió más cachaza, y fue servido. Alonso daba la vida por una historia bien contada y la historia llegaba a su fin. El fin fue aquella gripe que años atrás acabó con medio mundo. María del Velo cayó con fiebre, era muy delgada, no duró ni cuatro días. Porciúncula solo lo supo cuando ya estaba muerta. Andaba medio desaparecido, debido a que le perseguían por causa de un tal Gomes, barraquero en Agua dos Meninos, furioso por una partida de cartas. Además, entrar en una timba con Porciúncula era tirar el dinero. Gomes jugó porque quiso, hizo mal en quejarse después.

Estaba Porciúncula esperando que amainase el temporal, cuando le llegó el aviso de Tiberia, metiéndole prisa, María le llamaba con urgencia. Cuando llegó, acababa de morir. Tiberia le explicó el ruego hecho en la agonía de la muerte. Quería ser enterrada con vestido de novia, con velo y tocado. El novio, dijo, era el mulato Porciúncula, tenían que casarse.

Era una petición de lo más absurda, pero era una petición de muerta, no tenía más remedio que satisfacerla. Porciúncula preguntó cómo iba a conseguir un traje de novia, una compra cara, y con la tienda, de noche, cerrada. Le parecía difícil, pero no lo fue. ¿Pues no sucedió que todas las mujeres, del burdel y de la calle, cayéndose ya de viejas, cansadas de la vida, pues no se volvieron costureras, y cosieron un traje con velo y tocado? En seguida se juntó el dinero para comprar flores, consiguieron la tela, encajes no se sabe dónde, encontraron zapatos, medias de seda, guantes blancos, ¡hasta guantes blancos! Una cosía una parte, otra pegaba una cinta.

Porciúncula dijo que no había visto nunca un traje de novia semejante, de tan bonito y tan lujoso que era, y él sabía lo que decía, pues en los tiempos de su pasión por María anduvo mirando muchas bodas, ya estaba aburrido de ver tanto traje de novia.

Después vistieron a María, la cola del vestido se salía de la cama, caía por el suelo. Tiberia trajo un ramo y lo puso en las manos de María. No hubo nunca una novia tan hermosa, tan serena y dulce, tan feliz a la hora de casarse.

Entonces, junto a la cama, se sentó Porciúncula, era el novio, y cogió de la mano a María. Clarice, una que había estado casada y a la que el marido dejó con tres hijos para criar, se quitó llorando la alianza del dedo, recuerdo de los buenos tiempos, y se la entregó al mulato. Porciúncula, muy despacio, la colocó en el dedo de la muerta y miró su rostro, María del Velo sonreía. Antes no se sabía, pero en aquel momento estaba sonriendo, así lo contó Porciúncula, asegurando además que no estaba borracho aquel día, ni siquiera había probado la cachaza. Apartó los ojos de tan hermoso rostro, observó a Tiberia. Y jura que vio, que vio de verdad, a Tiberia convertida en un cura, ataviada con todas esas vestimentas de celebrar bodas, con cíngulo y todo, un cura gordo, con aire de santo. Alonso llenó los vasos nuevamente, nosotros los vaciamos.

Y aquí paró el mulato Porciúncula, no hubo forma de arrancarle ni una sola palabra más de la historia. Ya había descargado su difunto encima de nosotros, se había liberado del fardo. Mercedes aún quiso saber si el ataúd era blanco, de doncella, o negro, de pecadora. Porciúncula solamente se encogió de hombros y ahuyentó las moscas. Sobre Teresa Batista, la apuesta que ganó y la nueva vida que había empezado, no dijo nada. Tampoco nadie preguntó. Por eso no puedo contarlo, no soy de hablar de lo que no sé bien sabido. Lo que puedo hacer es contar la historia del Gringo, pues esa la conozco como la conoce toda la gente del muelle. Aunque no sea una historia para contar en una ronda de cachaza con perdón del respetable. Es una historia para una larga sesión de cachaza, una noche de lluvia, o mejor, para un viaje en velero una noche de luna. Aún así, si quisieran, puedo contarla, no veo inconveniente.

 

(Traducción de Antonio Maura)