De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Los prospectos de cine. De películas. Y las figuritas de barro del belén. Los tebeos del Cosaco Verde. El corcho de mi habitación, con las postales de actores y de actrices. Hace poco aparecieron, en el fondo de una vieja caja de zapatos, en la casa vacía de mis padres. Un sobre, y en el sobre, un montón de postales de actores y de actrices que creía perdidas. La de Marilyn. La dedicada de Marisol. Tantas otras. Pero ni rastro de los prospectos.

            Lo peor, la pérdida de los prospectos. Y la del sexo de Marita, húmedo de acequia, fangoso y fresco como una babosa de cañaveral. Un recuerdo difuso, un rastro tenue de niebla en la memoria.

            Era una chiquilla silvestre, de pelo enmarañado, moreno, negro como sus rodillas al final de la tarde de ribazo, arrancando regaliz de palo con la azadilla que le quitaba a su padre, Marita, delgada como cualquiera de las cañas que nos ocultaban de las miradas, en la acequia donde nos bañábamos revolviendo el agua, embarrándola, buscando, ella, las babosas que tanto me repugnaban –toma, Paulino, coge ésa, me decía, y me la tiraba a la espalda, Marita-, el dulce vello de sus pantorrillas envolviendo las mías en nuestras peleas por el suelo pedregoso, siempre me podía, Marita, y rozaba con sus labios los míos para traerme de nuevo a la vida, ella era el príncipe y yo la princesa dormida, aniquilada por sus brazos nerviosos, tersos, de chico, Marita, virgen de las acequias, sexo húmedo, de tierra, de fino lodo, pegajoso y fresco como una babosa de cañaveral.

            Mi padre conduce despacio, sin prisa. Yo respiro la grisura de Elata y atisbo la puerta de los cines.

El invierno nos atería. Mi madre ya había encendido la estufa de carbón y, por las mañanas, en la cocina económica, calentaba piedras lisas que me hundía en los bolsillos antes de emprender el camino de la escuela.

            -Métete las manos en los bolsillos, aprieta las piedras calientes, no las sueltes. Si no, se te van a congelar los dedos –me decía.

            Marita me esperaba en la puerta de La Torre. Sus padres eran los medieros. Él, calvo prematuro, iba todos los días en bicicleta a Elata, donde hacía recados para la ferretería de los propietarios de La Torre. Por las tardes, trabajaba los campos. Si se hacía necesario, no iba a la ciudad. Si había mucho trabajo en las fincas, no subía a Elata, no remontaba la carretera, hasta la terminal de la línea de tranvía, frente a Veterinaria, no pedaleaba esquivando el revoltijo de vías que entraban y salían de las cocheras, siempre en ligera cuesta arriba, con la boina bien calada, sin mover un músculo de la cara, los ojos claros, inmensos. La madre de Marita prodigaba en derredor una simpleza sorprendente, absoluta. Si un helicóptero de los americanos bordeaba los campos con el portón abierto, un soldado rubio asomado a la luz como un muñeco de hierro, las piernas en jarras, saludándonos con una sonrisa con forma de dibujo mal trazado debajo de la nariz pequeña y pecosa, un poco respingona, la madre de Marita corría hacia el maizal y no salía hasta que los últimos ronquidos del aparato eran ya un eco borroso en nuestros oídos. Nos reíamos de ella. Marita, la que más. Mi madre es tonta hasta para tener miedo, decía.

            Marita, cada mañana, me esperaba en la puerta de La Torre y, si yo me retrasaba un poco, se acercaba al inicio del ribazo que bordeábamos un buen rato hasta alcanzar el Camino de En Medio. Ella era mi guía. El ribazo, en invierno, despertaba cubierto de rosada, a veces de rosada helada, y nos mojábamos los zapatos. Llegábamos a la escuela con los zapatos empapados. Ella se iba a la clase de las chicas y yo, a la de los chicos. Una pared de madera, con una gran puerta que casi nunca se abría, separaba las aulas. Al fondo de la clase de las chicas había un enorme armario, también de madera, que sólo se abría los domingos. En su interior, un altar. En él se ofrecía la misa semanal a aquel barrio de las afueras de Elata.

Don Anselmo, a los que veníamos por la senda del ribazo, nos dejaba un rato pegados a la estufa, hasta que se nos empezaban a secar los zapatos.

            -Que los pies os entren en calor –decía.

            -Y la picha –añadía Mallén, mi compañero de pupitre, como silbando entre dientes, para que don Anselmo no le oyera.

            Mi padre conduce despacio. La camioneta bufa, jadea cuando reduce la marcha, y cuando arranca otra vez, en los cruces, frente a los primeros semáforos de Elata.

            Qué ciudad más triste y más gris, Elata. Salen romanos en las procesiones de Semana Santa, y tocan unas trompetas metálicas, agudas y lúgubres a un tiempo, serias y enfermas de esa impostación que caracteriza a las ciudades provincianas. Calles estrechas con viejos balcones, jaulas de pájaros, ropa interior y calcetines secándose al sol, mujeres gordas, vestidas en blanco y negro, sin matices, el cabello espeso, los moños clavados encima de la nuca como una flor reseca y mustia. Se oyen sus voces desde la calle, los balcones abiertos o cerrados, cruzando sus gritos desde el otro lado de las casas, de las ventanas que dan a los patios de luces por los que hablan con las vecinas, graznando, o cantando las canciones de la radio, siempre las mismas, repetidas monsergas en voces de tonadilleras gangosas, el aire de Elata, el alma de España, la hez de una larga victoria sobre la sangre de miles y miles de muertos planeando en medio del silencio de los vivos y de los muertos, la copla como un insulto a su memoria. Los patios de las casas huelen a ajo, a sardina rancia, a vinagre, a mujeres mal lavadas, a mugre de viejos desdentados fumando picadillo, a carbonera.

            -Ya sólo huelen bien las putas –dice mi padre-. Las únicas que catan el agua.

            Yo atisbo los cines cuando, por las tardes, recorremos las carnicerías cargando sacos de huesos para la fábrica. Mi padre deja la camioneta en punto muerto delante de alguna sala y yo pido prospectos en las taquillas, o a los porteros. No veo las películas, pero me sé los títulos, las actrices y actores principales, el nombre americano del director. Conozco la cara y el cuerpo de las actrices, bien dibujados con colores que no son los de Elata, unos colores lejanos, emanaciones de cierta lámpara maravillosa, volutas de tabaco rubio americano que algunos privilegiados de Elata, vecinos de yankees de la base militar, fuman con ostentación en los cafés del Paseo de Independencia, o en una cafetería moderna de General Mola. O en el Savoy, donde también lucen su plumaje los cadetes de la Academia.

            Pido los prospectos, tartamudeando.

            -Venga, Paulino, no te esfuerces, ya sé lo que quieres –me dice el portero del cine Coso-. Y a ver si aprendes a hablar, que se te descojonarán las chicas.

            Yo cojo los prospectos, le doy las gracias, y, en pensamiento, me cago en su puta madre, como me ha enseñado a hacer Mallén. Me niego a darle la razón en lo de la tartamudez. Mallén también me lo suelta a menudo:

            -Mira, Paulino, cuando te tengas que declarar a una chavala, habrás de ir directo y al grano. Tú, con eso de que eres tartaja, las aburrirás antes de que termines. Es lo que tienen las gachises, no les gustan los rodeos cuando se han puesto calientes. Las habrás encendido tú, y se irán a apagar la lumbre con otro que tenga mejor labia.

            Es hijo de pastores, Mallén, y su madre cocina en fuego de chimenea.

            Acabado el consejo, suelta una de sus risotadas.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Elata de infanticos, de romanos con monturas de gafas de concha, de chillona y solemne trompetería, de cadetes emplumados, de sotanas remangadas saltando charcos sobre el pavimento desigual de las calles agónicas, de paseantes endomingados, sin expresión, a la salida de misa, con el lacito alicaído en el dedo corazón, a cuyo extremo se balancea el envoltorio de los pasteles de nata y mantequilla, las tardes inabarcables de los porches del Paseo, la primera escalera mecánica del Sepu, los pepinillos gordos que mi madre me compra en el Mercado de San Vicente de Paúl, las meriendas en La Nicanora con las lánguidas y mal entonadas canciones de mi abuelo Colás, el porrón de vino con gaseosa, ensaladas de lechuga, tomate, cebolla y huevo duro, atún algunas veces –lo llamamos siempre escabeche-, las sardinas rancias que mi padre envuelve en papel de periódico y destripa en el quicio de la puerta, cerrándola de golpe, la aburrida ofrenda de flores, la demolición progresiva, imparable, de las ruinas de Elata.

            Con Marita no tartamudeaba. Jugábamos a médicos. Alternábamos los papeles. Nos acariciábamos los muslos, para tonificarlos, nos poníamos inyecciones, escarbábamos.

            Yo sacaba mis postales de actores y de actrices, las que recibía cada año por mi santo y por mi cumpleaños: Marisol, infinitas postales de Marisol a todo color: rubia, el pelo con un ligero cardado, blusa salmón y una rosa roja en la mano izquierda, labios muy encarnados, ojos azules; Marisol vestida de sevillana, otra enorme rosa roja en el pelo aún más cardado, su sombra proyectándose junto a un cartel de toros que anuncia al Viti en la Plaza de Toros de Madrid. Marisol, un lazo amarillo en el cardado: aquí los ojos parecen de un azul verdoso de pantano; Marisol con el pelo más cardado que nunca, los ojos de nuevo muy azules, jersey rojo de cuello alto. Me volvían loco sus palas, su labio inferior, qué no habría dado por besar ese labio, rozar sus palas con la puntita de mi lengua. O aquellas otras más viejas, Marisol en blanco y negro, aún niña, con un gorrito de lana, la hermanita que me habría gustado tener: “Intérprete del Film en Eastmancolor HA LLEGADO UN ÁNGEL de Suevia Films. Temporada 1961”. Recibí la postal dos años después, por mi santo. O Marisol sonriente, mirando a la cámara, sus finos cabellos largos, rubios, chaquetita de cremallera abierta, camisa a cuadros escoceses, sonriendo con sus palas blanquísimas, sus pestañas de limpio dibujo: “MARISOL estrella de UN RAYO DE LUZ, producción Benito Perojo – J. M. Goyanes que presenta Suevia Films”. Me la dieron en el cine Goya de Elata, y me la dedicó la propia Marisol, con bolígrafo rojo. La dedicatoria, hoy, se ha desvanecido, ya  no puede leerse. Pero también me gustaban las postales de actrices que recibía mi padre: Claudia Cardinale en bañador rojo, con un espantoso gorro blanco, tumbada en el césped. Raquel Welch acodada en la barra de un bar, junto a un taburete de esquai azul, una copa de champán en la mano derecha, un vestido verde, estampado, de amplio escote, que se abre mostrando el muslo izquierdo, la rodilla, todo muy carnoso, muy rosado. La misma Raquel con jersey a rayas moradas y beiges, pantalón corto blanco, apoyando su mano en una silla de terraza, teñida de rubio pajizo. O, la mejor de todas, en blanco y negro, mi actriz favorita: “MARILYN MONROE (Norma Jean Daugherty). N. en Los Ángeles el 1928. Intérprete del Film en Color MARIDOS EN LA CIUDAD (no estrenada), de 20Th Century Fox”. De perfil, al pie de una escalera de madera, los brazos extendidos, pantalón corto blanco, cinturón de tela a lunares, top también blanco que se detiene debajo de los pechos, dejando ver el vientre... Marita cogía las de actores. Yo, las de actrices. Elegíamos cada uno, una, al azar, y el otro debía adoptar la  pose de la postal. Raquel Welch sobre el césped: Marita corría a su cuarto, regresaba enseguida al granero de La Torre, donde nos habíamos refugiado, se ponía su bañador azul desvaído, con faldita, y se tumbaba como Raquel, aunque sobre un lecho de paja. Elegía ella, también al azar: “RIKY NELSON. (N. en Nueva Jersey). Intérprete del Film en Technicolor RIO BRAVO de Warner Bros”. Me la había enviado mi tía Charo, que era ciega, y alguien había escrito a su dictado: “Yo te deseo, Paulino, / un cumpleaños feliz  / soplando un poco las uñas –cumplía los años en diciembre- / y moquita en la nariz. / Pero no te preocupes / que esto pronto pasará, / con chocolate caliente / y una copa de coñac / que espero que en este día / te obsequiarán tus papás. / Y si quieres ir al cine / no lo hagas repetir: / te lo pagará tu tía, / y si no quieres sufrir / te calentaré las uñas / y te secaré la nariz”. Riky llevaba pantalones grises, ceñidos. Camisa a cuadros rosados. Chaleco marrón claro, a juego con el color de las cartucheras. Pañuelo verde al cuello. Sombrero de vaquero. Ojos azules (los míos eran ya de un vulgar y anodino marrón, más oscuro que el del chaleco de Riky). El pistolero había desenfundado y sostenía sendos revólveres en las manos, de frente a la cámara. Corrí a la fábrica, a buscar mis cartucheras y mis pistolas de juguete. Marita, a la suya, en el mismo edificio del granero; volvió con un viejo chaleco de su abuelo. Posé como Riky. Mi turno: Raquel acodada en el bar, la copa de champán en la mano. Marita se sube la falda hasta mostrar una de sus piernas, flaca, blanca como la leche. Brinda con un vaso de gaseosa. Hace un mohín con los labios. Su turno: Kirk Douglas en ESPARTACO. Me quito los pantalones, la camiseta, me quedo en calzoncillos y trato de lanzar una mirada furiosa, la espada de madera que yo mismo he fabricado en la mano derecha. Me tenso como un tigre dispuesto a saltar sobre mi presa, otro gladiador esclavo, tan sediento de sangre como yo, adiestrado para luchar o morir obedeciendo las órdenes del césar. Marita, al lado del emperador romano invisible, se levanta de pronto, detiene el gesto del amo supremo, y se ofrece como premio al ganador. De rodillas, suplica. El césar concede. Juntos, tumbados en la paja, nos abrazamos con suavidad, imitamos gestos y débiles caricias que hemos adivinado en el cine, en los prospectos, en las postales. Tengo su cara junto a la mía, noto su aliento en mi mejilla. Acaricio la pelusa de sus muslos, rozan sus labios mi cuello, mi pecho, y dejamos que pase el tiempo. Nos llena un calor ignoto, nuevo. Fuera, cae la tarde, que rompe sólo la voz chillona, estúpida, de su madre.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Nos gusta encargarnos de los recados. El piso donde vive don Anselmo, con su mujer, está encima de la escuela. Allí ejerce, en los ratos libres que le dejan las clases, de practicante, de callista, y perfora orejas de recién nacidas. Alguna vez nos ocupamos de ir, por el Camino de En Medio, más allá de la línea del ferrocarril, a esperar a su mujer y ayudarle a traer los bolsos de la compra.

            De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Cuando nos fuimos de la fábrica, mi madre hizo una enorme hoguera. Ardieron con ellos los relatos de mil películas nunca vistas. Se habían ido del barrio, unos años antes, Marita, Mallén, mis amigos del alba de los sueños. Ya no me importó que aquellos relatos se transformaran en humo. Marita hacía tiempo que no estaba allí para escucharlos. No sé cómo se salvaron las postales de cumpleaños y de santos, los actores y las actrices de tan inciertos despertares, en esta vieja caja de zapatos que ha dormido hasta ahora en la casa vacía de mis padres.

            Con Marita no tartamudeaba. Le contaba películas imaginarias, relatos inventados a partir de la imagen fija de los prospectos. Ella me oía sin interrumpirme, insuflándome su aliento caliente de muchacha sin pechos, trémula en la paja, solícita como la buena maestra que sabe escuchar. Fue ella quien me dijo:

            -Haz recados, muchos recados. Tienes que aprender a hacerlos sin tartamudear. Has de atreverte a pedir cualquier cosa, a explicar.

            Y así me transformo, siempre que puedo, en la sombra de mi padre. Entro el primero en las carnicerías, doy las buenas tardes, recojo los vales de entrega, anoto el peso, los precios. Retengo los secretos de cada una. En cada sitio tengo algo por lo que preguntar. Soy la voz de mi padre. Cuento cosas de la escuela, de don Anselmo, de Mallén. Nunca de Marita. Preparo las frases en el silencio de la camioneta, mientras mi padre conduce o se detiene en los semáforos recién estrenados de la sucia Elata. Luego, tomo aliento, respiro hondo, y lo voy descargando todo poco a poco, muy despacio, sin olvidar ni una sílaba, colocando una palabra tras otra siguiendo un orden que a mí me parece perfecto. Me invento cualquier cosa. Me convierto en un charlatán, en un farsante. Puedo vender cualquier cosa. Convencer a cualquiera del mayor disparate. Me hago narrador.

            El portero del cine Coso me dice un día, sorprendido por mi elocuencia:

            -Chaval, que te apunta la sombra del bigote. Se te van a rifar las chavalas. Ya me contarás, pillín.

            Una tarde, en la acequia, bañándonos, chapoteando en el agua embarrada, Marita y yo nos dimos un cabezazo y nuestros labios se rozaron sin querer. Nos dio tanta risa que ella se desnudó y vi su sexo húmedo, fangoso y fresco como babosa de cañaveral. Hoy es un recuerdo vago, un rastro tenue de niebla en la memoria. Se rió con la misma alegría que yo conocía de Mallén, un placer asilvestrado. El pelo revuelto y mojado se le pegaba a los ojos, oscuros de agua como la sombra que brillaba entre sus muslos. Le dije que, después del baño, podíamos ir a buscar regaliz al ribazo que llevaba al Camino de En Medio.

            -Que bien hablas ya, Paulino.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquel bendito barrio de la mohosa Elata! Por aquellos días, durante uno de los recados de don Anselmo, me empuja hasta los baños de la escuela. Aprendo a mover mis manos como él quiere, despacio. Noto crecer, poco a poco, mi propio calor junto al suyo. El relámpago es tónico, alegre, limpio. Mallén suelta una de sus risotadas.

            Aquella noche, después de estar en la acequia con Marita, después de ir a buscar regaliz en el ribazo, tardé en dormirme más que de costumbre. Era verano y se oía al autillo. Soñaba despierto, viajando hacia el futuro: aliento de mujeres en el pecho, el tiempo detenido. O, mejor, sin tiempo. Y un calor ignoto, siempre, cada vez renovado.