Bendito sea el suicidio. 

Lo mejor de nuestro amor fue suicidarnos. 

Tantos suicidas en París, en Nueva York,

en Ginebra, en Londres, en Estocolmo y en Madrid. 

Hombres y mujeres que se arrojan por las ventanas,

desde décimos o undécimos pisos,

intentando volar en el absurdo viento de las ciudades. 

Bendito sea el suicidio, que nos iguala a los ángeles

más famosos en las rutinarias gradas del Universo. 

Es temperamental, la muerte por amor. 

Suicídate, no significa nada, el mundo resplandecerá

aún más y no habrá tristeza alguna porque nadie te ama ya. 

Hombres y mujeres que dispararon negras pistolas

contra sus inocentes y vencidas sienes,

que castigaron  su aparato digestivo

con cápsulas verdes y blancas, rojas y amarillas. 

No soporté que me abandonaras, amor mío. 

No soporté quedarme sin trabajo, amor mío. 

No podía verte con otra, amor mío. 

San Ian Curtis, San Mariano José de Larra, Santa Silvia Plath,

la santa horca, la santa pistola y el santo gas,

y el amor siempre,

el amor

tan asesino. 

Di adiós a tu cuerpo, se ha quedado vacío. 

Bendito sea el suicidio,

que nos aleja de la mirada de todos los Emperadores. 

Bendito sea el suicidio, el gran adiós de los lunáticos. 

Qué bella es la muerte y su hermano el sueño,

dijo un inglés ilustre. 

No podía soportar las nubes, el mar, las calles,

amor mío. 

Cúbreme de tierra, estaré bien no estando,

amor mío.

Cómprame un ataúd barato, estará  bien así.

No hace falta que me recuerdes, amor mío.