Dentro de cualquier Atlántico hay una piscina iluminada. Una zanja cuyo fondo es fango y ciénaga sin más vida que su sombra cuando el sol se inclina. Sigo los pasos del mapa. Pero olvido el mapa. Encero el suelo de barro y escribo sobre lo que no sé hablar. No. Escribo sobre la que no sabe hablar. Un yo denso de hábito arbustivo. Ese yo que no es más que una cepa rarificada sin ese que no se sabe. Hablar. Una pequeña palabra. Un . Un no sabe. ¿Qué no sabe? Leer el mundo. No sabe leer posos de piscinas. Ver su carácter al fondo. Hay tres filas de dos puntos al horizonte. Tres puntos en vertical debajo. Debajo estoy yo. Soy la que no sabe hablar. Hablar dentro del no hablar. Que es lo mismo que hablar para no escribir por ejemplo que soy un cuadernillo rubio donde plagiar espirales idénticas. Patrones. Patrones del que sigue mi mano primera. Un boj. Dos boj. Tres boj. Patrones concluyentes. Dentro de la zanja hay un lobo enganchado a mi nuca. Eso sí es un patrón concluyente. Borra mi cabeza porque ya soy otro cuento dentro de este cuento. Grita. Blancanieves está preparando una tarta. Ella dice que escribir es el gerundio de un enano. Más lejos no hay fonética. La vida es un borrador. Un boceto calvo en el que repetimos patrones de barcos que no tienen patrones ni moldes de madre. No hablo. No me gusta hablar. Mientras la voz del me da vueltas el yo. Escribo que soy la que escribe sobre aquello que no sabe hablar. No. Sobre aquella que no sabe hablar. ¿Escribir plurales? Femenino singular que no se sabe si no escribe. Escribo entonces para lavar a mano las palabras. Palabras pequeñas como . Pro-nombres que pronombran depósitos de agua. Escribo para restaurar el orden. En-cubierta. Camino en cubierta sin voz. Camino y el pasado camina conmigo y es un tiempo mononucleado. El grito está vivo. Hace mucho tiempo allí no había nada. Aquí el miedo me mantiene ilesa. Mientras, Blancanieves destruye la métrica con sus manos macrófagas. El fin anunciado de toda escritura... a mano.