Oh, tú, lengua desamparada.

 

Tal vez yo me haya convertido en tu último apóstol.

 

Los hijos de los mexicanos que nacieron

en la tierra de Abraham Lincoln

a duras penas hablan

la lengua de sus padres.

 

Oh, tú, lengua de los pobres.

 

A ellos, sí, a ellos,

cuando los veo en las prósperas

ciudades anglosajonas trabajando

en los peores trabajos,

les digo con amor: “háblalo,

enséñalo a tu hijos,

el español,

estas sílabas nuestras,

estas sílabas caídas”.

 

Ellos me miran con gesto interrogante,

incómodo, como diciendo “cállese, se lo ruego”.

 

Oh, sílabas españolas dichas

en voz baja

para que no sean oídas por el gringo rico.

 

“Cállese, cállese, se lo ruego,

usted viene de España,

usted tiene suerte,

pero yo no”.

 

Cocineros de bares humeantes,

dependientas en tiendas outlet,

camareras y camareros,

conductores de autobuses,

limpiadoras y sirvientas,

pieles oscuras en trabajos duros, en obras,

en fábricas, en la industria tóxica,

en la basura,

oh, lengua desamparada,

allí dicen tus sílabas con miedo y vergüenza,

con pena.

 

Oh, lengua desamparada

ven a mi corazón desamparado.

 

Dila a tus hijos, yo les digo,

y el verbo decir se disuelve para siempre.

 

Oh, lengua de los humillados,

yo soy tu último apóstol.

 

Tu novio, tu sangre, tu amor.

 

Oh, lengua de los sacrificados

para que el mundo rico siga siendo rico,

yo te doy el último beso.

 

Oh, lengua del desamparo,

vuelve a mí,

entra en mi corazón,

contempla cómo tu soledad

halla hermanamiento

con la mía,

que es siete mil veces más grande

y más antigua

que la tuya.