Queridos niños, de David Trueba, podría leerse como la exégesis de lo que nunca debiera ser la política. Podría ser perfectamente una comedia amarga de las de Billy Wilder, tan querido por su autor, (estoy pensando, por ejemplo, en El apartamento), en la que bajo un tono amable, incluso decididamente humorístico en ocasiones, se esconde el desconsuelo o la pesadumbre por una vida triste y fracasada. En la novela de Trueba, ocultas tras un manto de aparente ligereza o frivolidad, las vidas de todos los protagonistas son profundamente grises y desgraciadas, aunque parezca que el mundo de los poderosos en el que se mueven pudiera un día hacer el milagro de redimirlas y convertirlas en algo mejor, en algo que tal vez las alejara de la villanía y miseria moral en que están instaladas y las acercara a posturas nobles o, al menos, simplemente decorosas.

Queridos niños (que es como el protagonista llama a los electores) trata sobre la campaña electoral en la que participa Amelia, una catedrática de universidad candidata a la presidencia del gobierno por un partido conservador (al que el narrador llama Los Cuervos y al que no es difícil imaginar como el Partido Popular), en la que recorre toda España pidiendo el voto junto con un pequeño equipo de personas que trabaja para ella: su mano derecha, Carlota, una antigua alumna suya muy ambiciosa; la venezolana Tania, que bajo una apariencia de mujer dulce encubre una personalidad falaz;  Albert,  conocido como “Arroba”, que se encarga de las redes sociales; y, sobre todo, Basilio, el gran personaje de la novela junto con Amelia, a quien el partido ha contratado para que le escriba los discursos y que hace en el libro las veces de narrador. Basilio es un cínico y un amoral, al que sólo al final de la novela podremos tratar (sin demasiado éxito) de comprender y perdonar. Basilio representa lo peor de la política y sus frases son, una página sí y otra también, abyectas y demoledoras: “ese empeño de construir las campañas con gente de fuera de la casa se debe a que no se fían ni ellos de su cuadrilla propia, porque sólo saben relacionarse a cuchilladas”; y añade, para que no haya dudas: “Todos dentro de los partidos quieren escalar, es un microclima criminal”. Conoce muy bien la política: “en política quien te protege te domina”; “te nombran, lo aceptas y cuando llegas a saber lo que necesitas saber, ya no estás en el cargo”; o “sin poder un partido se vacía de fondos y por tanto de motivo”, ya que “esa máquina de crear empleos para los cercanos si no funciona a pleno gas machaca al líder, por culpable y responsable máximo del lucro cesante”. Basilio no cree que la política corrompa a la gente, sino que sucede al revés: “es la gente corrupta la que encuentra en la política un campo por explotar y les atrae ese sector para progresar en su maldad”. Su cinismo sobrecoge y encoleriza: “Los fieles a las esencias de los partidos son sus votantes, no sus integrantes”, pues una cosa es “pedir el voto por unos motivos y otra muy distinta convertir esos motivos en tu pensamiento íntimo”; y cuando van a visitar en Alicante unas casas afectadas por aluminosis, tras decir Amelia unas “frases hechas y topicazos sobre la solidaridad”, afirma que “nuestro plan de gobierno más bien consistía en dejar tirada a esa gente, en apostar por algo más fotogénico”. Es un cínico de manual cuando ironiza sobre los discursos que le escribe a la candidata (“mierdas que enlacé con anécdotas inventadas y fraseología de graderío”), cuando finge preocupación por el futuro de su hijo, cuando escribe en el colmo de la deslealtad una reseña, que firma otro en su lugar, contra la autobiografía que acaba de publicar la propia Amelia, o cuando pone en labios de uno de los líderes de Los Cuervos estas tristísimas palabras: “la izquierda es necesaria en el poder en momentos puntuales. La reconversión, la crisis, la protesta necesitan de su gobierno para ser aplacadas. El resto del tiempo, España es un país conservador y de orden, orgulloso de su hogareña paz callada. Si perdemos las elecciones es por culpa nuestra o porque alguien en la izquierda es tan inteligente que se convierte en una derecha más pragmática. Hay que ser burros para no aprovechar la ventaja que nos concede este país”. Y es desolador cuando afirma que “todas las personas que se dedican a la política lo hacen porque hay un vacío en su vida”; que no se elige a los inteligentes, sino que “para ganar las elecciones tienes que parecer un poco tonto”; o que los mayores de su partido habían robado tanto que “no les dejaban un frente por corromper a las juventudes que llegaban sedientas de su propia oportunidad”. Todo muy triste.

Tan triste como las opiniones de Basilio sobre la vida: “considero la bondad un signo de cobardía, como la buena educación, la gente es así para que no le partan la cara”; “los buenos sentimientos son una impostura”; o cuando, al recordar a sus padres, dice que aprendió de ellos que “para ser una buena pareja es necesario ser algo necio y primario”. La norma de su vida es ésta: “Nada es sagrado, tienes que amenazar para que no te amedrenten y hay que humillar para que te dejen avanzar”. Pero el personaje de Basilio está tan extraordinariamente bien construido que consigue que el lector se sienta atraído por él, por canalla y amoral, y que a la vez le odie por las mismas razones.

Amelia, la candidata (turolense por más señas, de un pueblo entre Lechago y Navarrete del Río), tiene un corazón más limpio, pero sabe muy bien en qué lodazal se mete y qué barrizales pisa. Tampoco es inocente, y acepta muchas de las marrullerías que le proponen para tratar de desacreditar o apartar del camino a sus rivales. Como dice Basilio, la campaña consiste en hacerse malos: “entra una doncella y sale una bruja”. Y es que, en realidad, en la novela no hay ningún sentimiento noble ni un solo personaje que pudiéramos salvar de la quema: policías que redactan informes falsos, políticos que inventan historias sólo para conmover al electorado, asesores que crean cuentas falsas en las redes para lanzar encuestas manipuladas, especialistas en desactivar escándalos a través de negocios de “defensa reputacional y lavado de imagen”… Lo que ocurre es que la trama está tan bien urdida, los personajes son tan fieramente humanos, que al final, como se dice en el libro, todos los políticos acaban siendo como un edificio feo al que cuando pasan los años le tomas cariño. Uno sólo desea que la política de verdad no llegue a ser nunca como la que refleja esta gran novela de David Trueba, que te atrapa y te engulle desde la primera página, esa en que la precampaña arranca en el Gran Hotel de Zaragoza.

 

David Trueba, Queridos niños, Barcelona, Anagrama, 2021.