Voy a alcanzar contigo la línea del horizonte”, así arranca la antología de poemas y canciones de amor de Gabriel Sopeña, que Ignacio Escuín ha reunido en Bala Perdida bajo el nombre de Dame una noche. En este compendio lírico se reúne toda una vida de creación que abarca desde sus versos de los primeros ochenta, hasta los escritos anteayer. Pero ¿a qué amante omnipresente se dirige Sopeña en su verso de apertura? ¿Tal vez a Erató, musa de la lírica amorosa, a Euterpe -a la que, en efecto, dedica un poema- o a Calíope, musa de la poesía e inventora del canto? Tal vez, apele al corazón del lector, pues ante él extiende el propio canto. 

El libro se abre con las notas del autor, del editor y una breve poética, que dan paso a esa “despensita de afanes” que guarda el poemario propiamente dicho.  En su visión de la poesía, Sopeña destaca “el valor social de la palabra”, su carácter como “forma superior de conocimiento” y su privilegio de ser creadora de símbolos.  Así, el poeta es un ser dotado de una fina percepción y un deseo consciente de perfeccionarla mediante “persistencia, disciplina, rigor, severa y concienzuda militancia. Pasión y Reflexión, Acopio y Comunión”. Sopeña no concibe “la poesía sin discurso, sin un trabajo infatigable de elaboración de las vivencias, sin un paisaje íntimo […], sin una voz propia”, donde “la poesía exhibe necesariamente hondura estética y emocional”.

Versos como “Ardo / y mi humo es una ofrenda / que vuela en esta canción”, “nos amamos dentro de la vieja herida” o “toda mi sed es una fuente en tu voz”, nos ubican ante una escritura romántica, casi becqueriana, que -en otros versos- evoca a la canción pirata de Espronceda y que, por su clara apelación a los sentidos, evocan versos de amor como los de Rubén Darío, e incluso me instó a buscar “Un relámpago a penas” de Blas de Otero. En sus canciones hay un surco lírico y, consecuentemente, en el verso encontramos una voz enraizada en el canto, en el ritmo y en la rima -a veces oculta en el interior de la estrofa-, donde tañe el martinete de la repetición para crear una base sobre la que el sentimiento y el sentido alzan su armonía coral. Sopeña se apoya en la iconografía, en el territorio común que comparte con el lector, en ese mundo de referencias culturales que usa como arquetipos con los que aligerar el discurso y que permiten cantar directamente las emociones, generando una escala temporal en el poema donde “el pasado es el deseo puesto en fuga” y “el futuro está en tu boca”. 

Al amor se canta en estas páginas, al éxtasis, pero también al desamor, al dolor de la pérdida. Algunos poemas elevan su herida a la luz de un sol cálido y candoroso, otros pasan página en el verso cruel confesando que la pasión cayó desarbolada bajo el vendaval del desencuentro. Aunque, las más de las veces, la nave lírica ancla su proa plácidamente en la playa de otra piel, de otro sentir embravecido, o queda a la espera de su llegada con la nueva marea, sabedor de que su “único destino / es pulir un corazón / como una piedra con pálpito”.

“Es de noche y soy de barro”, el poeta es siempre un ser al desabrigo, en el camino, alguien que implora “dame un fuego”, “dame un ansia”, “dame una noche”. Pero la intemperie también enseña a contar historias, a seducir con el brillo de las ascuas nocturnas, a afinar la mirada que integra el tránsito propio con el paisaje e impele a confesarnos que “estoy vencido: / mi poesía es severa / y mi lengua es arquitecta / de mil aullidos de lobo”. 

 

Dame una noche. Gabriel Sopeña Genzor, Madrid, Bala perdida, 2025.