En la historia de la poesía en lengua española hay un antes y después de la publicación en 1954 de Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra. Entró de golpe en la poesía el habla de las calles, desalojando la predominancia del canto y de la imagen, el reinado de Neruda y la Generación del 27, y entró a la vez ese humor áspero y subversivo que se ha convertido en una marca indeleble de la obra de Parra. “Advertencia al lector”, el primero de los antipoemas –es decir, de los textos reunidos en la última de las tres secciones de ese libro–, ya intuía las protestas que provocaría, escenificándolas en la boca de lectores imaginarios: “‘¡las risas de este libro son falsas!’, argumentarán mis detractores, / ‘sus lágrimas, ¡artificiales!’ / ‘En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza.’ / ‘Se patalea como un niño de pecho.’ / ‘El autor se da a entender a estornudos’”. Curiosamente, Parra se equivocaba. En algún momento, es cierto, hubo voces de protesta contra la antipoesía, como el padre capuchino Prudencio Salvatierra, que preguntaba, indignado: “¿Puede admitirse que se lance al público una obra como esa, sin pies ni cabeza, que destila veneno y podredumbre, demencia y satanismo? Me han preguntado si este librito es inmoral. Un tarro de basura no es inmoral, por muchas vueltas que le demos para examinar su contenido”. Lo cierto, no obstante, es que Poemas y antipoemas tuvo una recepción bastante positiva. El mismo Neruda escribió un párrafo elogioso para la contraportada y hasta el crítico oficial de El Mercurio, “Alone”, celebraría la modernidad de Parra y su talante “impetuosamente libre”. Durante los años siguientes, y sobre todo en la década de los sesenta, la antipoesía sería leída en todo el continente americano (incluso en Estados Unidos, donde Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti fueron amigos y traductores de Parra) y se convirtió en un modelo para una generación de jóvenes que intentaban adaptarse en su verso a tiempos revolucionarios, haciendo suyas sin duda las palabras de Julio Cortázar, según las cuales en América Latina hacían falta “los Che Guevaras del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución”.

            El primer hallazgo de ese libro de 1954 fue su título. Parra es un poeta que siempre ha paladeado sus títulos y a comienzos de los cincuenta barajaba varias posibilidades para el poemario. Si hubiese escogido de otra manera podríamos estar hablando aquí del “célebre autor de Oxford 1950” o “de Entre las nubes silba la serpiente”, pero no, eligió bien: Poemas y antipoemas tuvo tanto éxito, como título, que se fijó en la memoria de críticos y lectores y se ha hablado desde entonces de Parra como “antipoeta” y de su obra como “antipoesía”. No es poco. Los demás son poetas, los demás escriben poemas; con su prefijo “anti” Parra, en cambio, es único, y como tal figura en las historias de la literatura.

            Para entender a Parra, creo que habría que pensar en tres aspectos fundacionales de su obra: su trabajo como profesor universitario de Ciencias, las raíces populares de su poesía y su intenso contacto con la cultura anglosajona.

 

Poesía + Ciencia = Antipoesía

Parra se ganó la vida, durante décadas, como profesor de Matemáticas y Física en la Universidad de Chile. Se estrenó en la docencia en un liceo de la ciudad de su infancia, Chillán, en 1938; entre 1943 y 1945 fue becado para estudiar un postgrado en Física y Mecánica Avanzada en la Universidad de Brown, en Estados Unidos; a su regreso a Chile, fue nombrado profesor titular de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile; entre 1949 y 1951, becado por el British Council, estudió Cosmología en la Universidad de Oxford con el prestigioso astrofísico Edward Arthur Milne. En una entrevista de 1990, Parra reflexionaría sobre la importancia de la investigación científica en su visión del mundo y, concretamente, en su obra (anti)poética: “El Principio de Relatividad y el Principio de Indeterminación, que son centrales de la Física de este siglo, a mí me llamaron mucho la atención desde el comienzo. Creo que sin esos principios yo no me hubiera atrevido a relativizar, ni tampoco a indeterminar. Relativizar, porque la ironía es un método de distanciamiento”; la Física le enseñó que “es muy difícil hacer aseveraciones tajantes, que el terreno que pisamos es muy débil”, y él –como ciudadano, poeta y antipoeta– no ha hecho más que trasladar los principios de relatividad e indeterminación “al campo de la política, de la cultura, de la literatura y de la sociología”.

            Me parece curioso que Parra tenía, ya en la época en que escribía sus primeros antipoemas, una aguda conciencia respecto a estos vínculos con la ciencia. En una poética escrita para la antología 13 poetas chilenos, de 1948, afirmó que se sentía “más cerca del hombre de ciencia que es el novelista que del poeta en su acepción restringida”, y que “el lenguaje periodístico de un Dostoievski, de un Kafka o de un Sartre, cuadran mejor con mi temperamento que las acrobacias verbales de un Góngora o de un ‘modernista’ tomado al azar”. La idea del novelista como un hombre de ciencia es reveladora, porque es claro que Parra se identificaba con la indagación del hombre y la sociedad contemporáneos emprendida por los narradores mencionados. Por otra parte, declaraba su interés, como poeta-científico, no tanto por la angustia, la desesperación y la nostalgia –“aspectos parciales del alma humana”– como por “la frustración y la histeria, factores determinantes de la vida moderna”.

  ¿En qué sentido podríamos ver en un texto como “Los vicios del mundo moderno”, tal vez el más conocido de Poemas y antipoemas, ese trabajo de investigación y análisis cuasi-científico? En primer lugar, habría que decir que se trata, como casi todos los antipoemas, de un texto situado en la gran ciudad, que percibe en la vida urbana la experiencia arquetípica de la modernidad, pero que habla no solo sobre esa experiencia sino a partir de ella. La voz que habla no ofrece una denuncia fríamente razonada y organizada de los vicios modernos; más bien, accedemos como lectores al proceso de razonamiento de alguien que se esfuerza por aclarar y argumentar sus ideas sobre la modernidad pero es incapaz de hacerlo: se distrae, se confunde, se deja llevar obsesivamente por extrañas imágenes oníricas (“El mundo moderno es una gran cloaca: / los restoranes de lujo están atestados de cadáveres / digestivos y de pájaros que vuelan peligrosamente a escasa altura”), y cuando se pone a enumerar los vicios su discurso acelera vertiginosamente y empieza a incluir elementos disparatados que son cualquier cosa menos un vicio. Por último, nuestra sensación –como lectores– de estar leyendo o escuchando a alguien que delira, que no sabe construir un argumento racional, nos lleva a pensar que el “autor” no puede estar de acuerdo con lo que dice, y que se trata en realidad de un personaje. Los profesores y estudiosos de la poesía repiten siempre que no es el autor biográfico quien habla en el poema, que hay que distinguir el “hablante” del “autor”; en la práctica, sin embargo, estamos acostumbrados a sentir, si no una identificación entre hablante y autor, sí una especie de respaldo por parte de este, una aceptación y no cuestionamiento de lo que se dice en el poema.

No es así en Parra. En una carta enviada desde Oxford, a su amigo Tomás Lago, en noviembre de 1949, volvió a vincular poesía y ciencia: “es necesario mirar a mis últimas poesías como hacia una ciencia literaria nueva”. Había que abandonar la “poesía egocéntrica de nuestros antepasados” en busca de una “reproducción objetiva de una realidad psicológica”, la cual no se conseguía “tratando de mostrar solo aquello que se considera revestido de cierta dignidad. Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano, en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias, las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc.”. En fin: el poeta “debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana”. El sujeto delirante que habla en “Los vicios del mundo moderno” y en casi toda la antipoesía es, precisamente, eso: fauna microbiana, un objeto de análisis e investigación, y como “hombre moderno” un caso ejemplar de histeria y frustración para el poeta-científico, que elabora –con el frío, y a menudo irónico, distanciamiento de rigor– su discurso sobre el caso.

En libros posteriores, como Versos de salón (1962) y Obra gruesa (1969), Parra seguiría trabajando con técnicas narrativas y dramáticas sobre personajes antipoéticos literalmente fuera de sí, con los cuales pretendía encarnar de algún modo la precariedad psíquica –enajenación, sobresaturación de estímulos y siempre la frustración y la histeria– de los habitantes de nuestras masificadas urbes modernas. En esos nuevos libros, como el propio Parra ha señalado en entrevistas, el personaje se convertía en una especie de energúmeno que iba vociferando sus mensajes inconexos –a veces agresivos, otras veces patéticos– a interlocutores que no respondían, no le hacían caso o procuraban evitarlo.

Quizá la culminación de este trabajo de análisis e investigación haya sido la recreación del personaje histórico, Domingo Zárate Vega (El “Cristo de Elqui”), como personaje de sus libros Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977) y Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979). Parra había conocido en su juventud a este predicador ambulante, que vendía sus folletos y declamaba sus sermones en los parques de Santiago, y lo escogió como un alter ego apto para los años más oscuros de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Escudarse tras la identidad y la voz de un Cristo de Elqui tan delirante como lúcido permitía al antipoeta resaltar la naturaleza “ficcional” de su obra y tratar temas –el abusos de los derechos humanos, los campos de concentración y tortura, la falta de libertad de expresión– que de otro modo habrían sido simplemente imposibles, y quizás incluso suicidas, en el enrarecido clima de miedo, censura y autocensura.

 

Poesía popular + poesía culta = Antipoesía

Nicanor Parra se crió en la ciudad de Chillán, situada en el valle central de Chile a unos 400 kilómetros al sur de Santiago. Al igual que sus numerosos hermanos –entre ellos los notables músicos y cantautores Violeta y Roberto–, se nutrió desde la infancia de la música y la poesía populares, y en alguna ocasión señaló que allí, en los suburbios de Chillán, nació la antipoesía, cuando él y sus amigos jugaban con la estrofa de una copla –“En una mesa te puse / un ramillete de flores, / María no seas ingrata, / regálame tus amores”–, haciendo una versión propia cargada de picardía infantil o preadolescente: “En una mesa te puse / un plato de chicharrones, / María no seas ingrata, / y abájate los calzones”.

            Parra se estrenó como poeta a finales de los años treinta. Impresionado, como tantos escritores de la época, por la noticia del fusilamiento de Federico García Lorca, intentó adaptar el Romancero gitano a un contexto chileno en Cancionero sin nombre, una obra que arrastraba muchos tics del granadino pero ganó el importante Premio Municipal de Poesía de Santiago en 1938. En ella estaban el léxico decorativo de la albahaca, el jazmín, las luciérnagas y el nácar y también una reformulación sui generis de las repeticiones lorquianas (“mira, mira”, “luna, luna”): “Pero hablando en serio serio / que nadie me niega niega / que cuando subo a caballo / me pongo mis dos espuelas”. Ahora bien, ya están los primeros indicios del antipoeta en ese primer libro: en las formas narrativas y dramáticas de Lorca trasladadas al mundo popular chileno, en los personajes comunes despojados de toda estilización y dignidad, en un lenguaje a veces brutalmente coloquial y en las altas dosis de humor. El tono desafiante y agresivo habitual en la antipoesía se hacía presente, además, desde los primeros versos del libro:

 

Déjeme pasar, señora,

que voy a comerme un ángel,

con una rama de bronce

yo lo mataré en la calle.

             

No se asuste usted, señora,

que yo no he matado a nadie.

 

La lección más importante que aportó Lorca a Parra fue la conciencia de que era posible franquear el abismo que había separado, de manera aún más nítida en Chile que en España, la tradición de la poesía culta de la poesía popular de raigambre oral. No existían clásicos chilenos como Quevedo, Góngora o Sor Juana Inés de la Cruz que se hubiesen explayado con destreza en ambas tradiciones. Esa lección lorquiana llevó a Parra, en obras posteriores, a un diálogo fructífero no con el romance español, sino con la tradición de estirpe hispana pero libremente desarrolladas en Chile de la “Lira popular”, las coplas y las cuecas, donde los elementos narrativos y dramáticos convivirían con mucho humor, con un lenguaje coloquial y con personajes y historias de la vida cotidiana. En gran medida, la antipoesía constituye una puesta al día de estos elementos dentro del molde culto y “moderno” del versolibrismo y del endecasílabo, que Parra maneja con insospechada maestría.

A lo largo de su vida, no obstante, Parra ha vuelto periódicamente a la poesía popular de octosílabos y rima asonante. Hay textos populares en las dos primeras secciones de Poemas y antipoemas; en 1958 publicó La cueca larga, un breve libro de cuatro poemas, dos de los cuales fueron musicalizados por su hermana Violeta; más tarde, en 1983, publicaría Coplas de navidad (antivillancico), y hay poemas populares también en el libro Hojas de Parra de 1985. En octubre de 2004, un “Especial Parra” publicado por la revista chilena The Clinic para festejar los noventa años del antipoeta, incluyó una selección inédita de las “Coplas de San Fabián”, muchas de ellas –se afirmaba– recopiladas en 1997 durante un viaje de Parra a su pueblo natal de San Fabián de Alico. Son coplas, se diría, del Chile más profundo: “Un cura se puso a miar / debajo de un limón verde / pasó una monja y le dijo / perro que ladra no muerde”; “Un cura se puso a miar / arriba una sepoltura / salió el difunto y le dijo / cuidao con la pintura”.

 

Poesía chilena + poesía anglosajona = Antipoesía

Los dos años que vivió Parra en Oxford (1949-1951) lo afianzaron en sus búsquedas antipoéticas. Carlos Bousoño, cuya Teoría de la expresión poética se publicó por primera vez en 1952 y sería durante décadas el libro más prestigioso de teoría poética en lengua española, planteaba una oposición central entre lo poético y lo cómico. Habría sido impensable en el mundo anglosajón. No es extraño, entonces, que Parra haya llegado en sus lecturas inglesas a las figuras canónicas de T.S. Eliot y W.H. Auden, dos poetas fríos, analíticos, y con notables momentos de comicidad en su obra; a Ezra Pound, cuya poesía estaba llena de “personae” y voces y que también había planteado, en un poema titulado “Salutation the Second”, las quejas y protestas de lectores imaginarios; a William Carlos Williams, que buscaba como Parra una poesía que respirara con los ritmos del habla; y también –Oxford, a fin de cuentas, es la cuna de los estudios clásicos– a Aristófanes, el fundador de la Comedia en Occidente, y a quien Parra mencionaría al final de ese antipoema inaugural “Advertencia al lector”:

 

Los pájaros de Aristófanes

Enterraban en sus propias cabezas

Los cadáveres de sus padres.

(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante).

A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!

 

            Si el Romancero gitano significó para Parra la dignificación de la poesía popular, sus lecturas inglesas constituían una dignificación del humor en la poesía. Hay lectores en España, fieles a la tradición de Bousoño, que han visto en la comicidad de la antipoesía una marca de superficialidad, pero el humor y la ironía del chileno están directamente relacionados al espíritu crítico, a esa mirada analítica y distanciada, esa grieta establecida entre el “autor” y su hablante. Por eso, en “La montaña rusa”, una breve poética que forma parte de Versos de salón, Parra rechazaba la figura del “tonto solemne” que había acaparado la poesía “durante medio siglo”; y en ese mismo año de 1962, en medio del discurso que impartió cuando Neruda se recibió como doctor “honoris causa” en la Universidad de Chile, Parra perfiló la más iluminadora –a mi juicio– de sus artes poéticas. Comenzaba así:

 

La seriedad con el ceño fruncido

(Se lee en uno de los antipoemas)

Es una seriedad de solterona

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de juez de letras

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de cura párroco

La verdadera seriedad es otra:

La seriedad de Kafka

La seriedad de Carlitos Chaplin

La seriedad de Chejov

La seriedad del autor del Quijote

La seriedad del hombre de gafas

(Érase un hombre a una nariz pegado

Érase una nariz superlativa)

 

Habría que imaginar, en la primera fila del auditorio, la incomodidad del homenajeado y muy narigudo Neruda.

 

Artefactos y trabajos prácticos

La trayectoria de Nicanor Parra como poeta visual se inició con “El Quebrantahuesos”, un diario mural hecho a base de un collage de recortes periodísticos que preparó en 1952 junto con Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky, y que se exponía en un escaparate del centro de Santiago.

            A mediados de los años sesenta, a raíz de su conocimiento en Estados Unidos de la contracultura y la escritura mural, Parra se embarcó en la creación de breves y afilados textos epigramáticos, pensando en un primer momento unirlos en un libro bajo el título de W.C. Poems, pero decidiendo al final bautizarlos como “artefactos”. Fascinaron a numerosos escritores y críticos de la época. El poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre comparaba al chileno con Samuel Beckett en su ruptura del hilo discursivo y su “reducción total de los medios expresivos”; el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal hablaba de una “poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética”, mientras que el narrador chileno Antonio Skármeta celebraba esas “últimas composiciones, los epigramáticos artefactos, alados puñetazos, más desbordantes en su parquedad que un romance”, como “la más incisiva vanguardia de Latinoamérica”. En 1972, se publicó Artefactos, no en forma de libro sino como una caja de tarjetas postales, en la que los textos dialogaban con ilustraciones de Guillermo Tejeda. La obra suscitó una encendida polémica. En el ambiente ideológicamente crispado de la época, Parra –un “francotirador” que disparaba sus ironías a diestra y siniestra– se había convertido en persona non grata en grandes sectores de la izquierda chilena e hispanoamericana, y el humor de sus artefactos –por ejemplo: “Donde cantan y bailan los poetas / no te metas Allende / no te metas”; “Cuba sí / yankees también”; “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”– cayó particularmente mal en el contexto de la guerra de Vietnam y de la crisis cada vez más marcada que vivía el gobierno chileno de la Unidad Popular.

 

Parra siguió en Chile después del golpe militar de septiembre de 1973, y formaría parte de ese “exilio interior” de intelectuales que poco a poco superaron el miedo y el estupor para articular una voz opositora a la dictadura. En 1975, en la revista Manuscritos, se publicaron los ejemplares sobrevivientes del diario mural “El Quebrantahuesos”, y una serie de poemas visuales titulados “news from nowhere”, entre los cuales destacaba el texto “Filosofía natural” incluido arriba. A partir de comienzos de los ochenta, Parra se convirtió al ecologismo y tanto en el folleto Ecopoemas de 1982 como la antología Poesía política de 1983 volvió a reivindicar una superación de la oposición izquierda-derecha, pero desde una perspectiva ahora verde: “Socialistas y capitalistas del mundo uníos / antes que sea demasiado tarde”. En ese mismo año de 1983, Parra publicó una nueva caja de 250 tarjetas postales, Chistes parra desorientar a la policía poesía, con textos de contenido metapoético, ecológico y de oposición a la dictadura, dialogando esta vez con la obra de cuarenta artistas visuales.

Durante los años siguientes, Parra empezó a experimentar con lo que llamaba sus “trabajos prácticos”, objetos de desecho que intervenía con espíritu dadaísta –o neodadaísta–, sacándolos de sus contextos habituales y agregando un breve texto, escrito a mano, que sirviese como título. Así, una botella de Coca-Cola recibía como título “Mensaje en una botella”; un crucifijo vacío: “Voy y vuelvo”; un crucifijo con Cristo clavado: “El que pierde gana”; una bombilla rota: “El insecto de Edison”. Los trabajos prácticos se expusieron por primera vez en 1992, en Valencia y Chicago, en una muestra conjunta de obras de Parra y de Joan Brossa. A partir de ese año, el chileno empezó a experimentar con un personaje –un “corazón con patas” llamado inicialmente “El hablante lírico” y más tarde “Mr. Nobody”–, dibujándolo habitualmente sobre las bandejitas de cartón que se utilizan en las pastelerías, con una mano levantada señalando el texto de turno: “Respuesta del oráculo / hagas lo que hagas te arrepentirás”; “Muchos los problemas / una la solución: / economía mapuche de subsistencia”; “Yankee go home / & take me with you”.

            En 2001, se celebró una imponente exponente de los trabajos prácticos, rebautizados ahora como “Artefactos visuales”, en la Fundación Telefónica primero de Madrid y luego de Santiago. Cinco años después, en el Centro Cultural Palacio de la Moneda de Santiago, hubo una nueva y muy polémica macroexposición de “Obras públicas”.

 

Parra desde los años noventa

Hay escritores renombrados que a partir de cierta edad caen en la complacencia y en la reiteración ad infinitum de códigos ya conocidos de sobra. El caso de Parra ha sido excepcional. A partir del regreso de la Democracia, en 1990, ha desarrollado la impresionante trayectoria de su poesía visual que acabo de mencionar, pero se ha dedicado a la vez a otros dos proyectos literarios de alto voltaje.

            En 1990, se le encargó a Parra una versión de El rey Lear de Shakespeare para un montaje de la Escuela de Teatro de la Universidad Católica. El encargo lo fascinó, y Parra se dedicó en cuerpo y alma al estudio y traducción de la obra, que sería estrenada con gran éxito en abril de 1992; siguió revisando el texto durante más de dos décadas, hasta su publicación en Chile, con el título Lear Rey & Mendigo, en 2004. Se trata de una versión escrupulosamente leal al texto de Shakespeare pero a la vez libre y desafiante en su pertinencia lingüística a Chile y al siglo XXI.

            En noviembre de 1991, durante su recepción en Guadalajara, México, del Premio Juan Rulfo, Parra leyó el primero de sus “Discursos de sobremesa”, un nuevo género poético que inventó para lidiar con las obligaciones a las que se vería sometido cada vez con mayor frecuencia, como homenajeado, premiado o invitado de honor. Son textos que juegan con las fórmulas protocolarias de cualquier discurso formal –los agradecimientos de rigor, la falsa modestia, etc.–, y en los que Parra se autorretrata a sí mismo como personaje, problematizando de nuevo la identificación entre hablante y autor. El ser grotescamente vanidoso que habla en estos discursos es y no es Parra. Los resultados son deslumbrantes y han significado, desde luego, una forma dignísima de evitar los discursos soporíferos, plagados de tópicos, que hasta los grandes intelectuales se ven obligados muchas veces a reiterar.

            No puede haber, me parece, mejor forma de celebrar los cien años de Nicanor Parra que con una muestra de versos tomados de algunos de sus discursos de sobremesa.

 

            “Agradezco los narco-dólares / Harta falta que me venían haciendo / Pero mi gran trofeo es Pedro Páramo / No sé qué decir / A los 77 años de edad / he visto la luz / + que la luz he visto las tinieblas”

 

            “No me explico Señor Rector / las razones que pudo tener el jurado / para asignarme a mí / que soy el último de la lista / una medalla de tantos quilates”

 

            “Hay una sola explicación posible / El estado precario de salud / en que se debate el anciano decrépito: / Primaron las razones humanitarias / sobre las académicas & científicas / Éste es un premio a la longevidad / Acabo de salir / de mi tercera operación a la próstata / To P or not to P / that is the question”

 

            “Qué me propongo hacer con tanta plata? / Lo primero de todo la salud / En segundo lugar / reconstruir la Torre de Marfil / que se vino abajo con el terremoto. // Ponerme al día con impuestos internos // Y una silla de ruedas X si las moscas...”

 

            “Gracias Señor Rector / por este premio / tan contundente como inmerecido / Soy un monstruo insaciable / no puedo rechazarlo / Todas las flores me parecen pocas: / Es un honor muy grande para mí”.