Sábado 18 de enero

 

Hoy se cumple un año de la muerte de Javier.

Todo el mundo me dice que es poco tiempo aún. Pero yo sé que no es cuestión de tiempo.

Nunca me acostumbraré a su ausencia. Ni me resignaré. Sigo sintiendo rabia. Rabia contra el mundo entero.

Me he decidido a empezar el diario para ver si consigo aclararme un poco las ideas y tal vez aliviarme.

Yo continúo como si nada. Voy al trabajo, respiro y como. Parpadeo, sonrío, hablo... pero es como si me hubiera vuelto automática, como si funcionara con unos resortes, pling, pling, pling, y media vuelta, vuelta entera, reverencia, posición horizontal, lavarse la cara, los dientes, sonreír.

Pero todo me da lo mismo. Yo sé lo que quiero decir, lo que eso significa.

Hace falta tanto valor. Y yo no lo tengo. Ni lo quiero. Ni regalado. Para mí la muerte de Javier es haberme perdido a mí misma, y tener que ir como con los ojos en la mano para ver por dónde voy.


Lunes 20 de enero

 

Ayer no escribí. Me pasé el día en la cama. Con la luz apagada. Carlota me telefoneó par que fuéramos al cine y la mandé a paseo. Luego descolgué el teléfono.

Me pasé el domingo llorando. Y no me compadezco. Fue un descanso. Lo hago casi todos los domingos, como quien ve el partido, qué se yo. Los que lloran no tienen que dar pena. Llorar es desahogarse. Es como gritar, como pegar, como dar puntapiés o algo así. Como quitarse unos zapatos que nos están matando.

Esta tarde, al llegar de la oficina y abrir el buzón, he encontrado cinco folletos de propaganda y una carta de mi hijo. Escribe desde Italia. Que ha conocido a un grupo de artistas estupendos y va a compartir con ellos un estudio. Que va a trabajar en el mercado, descargando sacos...

Ya es mayorcito. Y sabe lo que hace. Se parece mucho a su padre.

No, no es que yo no me preocupe. Es que no soy sólo una madre. Ahora soy la viuda del padre de mi hijo. Y mi hijo es el hijo de un hombre muerto.

A pesar de que sé que Javier está enterrado, allí en el cementerio, colocado en una caja de pino y tras una capa de cemento en un nicho mínimo, no logro asociarlo con la palabra “muerto”.

Dicen que un año es aún poco tiempo.

Yo creo que es poco para estar vivo. Pero mucho para estar muerto. Da lo mismo llevar muerto un año que ciento.

Estoy enamorada de Javier. Y quiero que vuelva. Para qué andarme con rodeos.


Martes 21 de enero

 

Javier y yo hacíamos muy buena pareja.

El tenía un excelente sentido del humor. Y yo una fácil tendencia a la risa.

Nos tomábamos la vida con calma. Nos divertíamos mucho. En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza... Las pasamos de todos los colores. En la alegría y en la tristeza... hasta que la muerte nos separó.

Resulta increíble.

Al final me decía:

- Estoy podrido, cariño. Siempre salen unas cuantas manzanas podridas en la cesta... Te ha tocado a ti.

Y me acariciaba la cabeza con una suavidad impropia de él, fruto de la debilidad, porque siempre había tocado todas las coas con energía, tanta, que parecía que iba a romperlas, pero no.

Le daba pena dejarme sola. Nuestro hijo empezaba a hacer su vida, y me conocía lo suficiente como para saber que no lo retendría a pesar de mi soledad.

Y no lo retenía, porque además nadie que no fuera Javier podía consolarme de nada.

 

Miércoles 22 de enero

 

Lo cierto es que he pensado varias veces en tomar una decisión de esas que se podrían llamar drásticas.

No creo en Dios, ni en otra vida, y por tanto no albergo esperanza alguna de reunirme con Javier.

Pero descansaría. No veo qué sentido puede tener mi vida así.

Hoy ha venido a verme mi madre.

Está desesperada. Dice que mi padre está preocupado por mí. Lo dice con una cara desencajada, cansada, demacrada por el insomnio y el miedo. (Cree que el día menos pensado, yo, zas, y se acabó. Punto y aparte).

Pero luego está esa cosa inconsciente, ese instinto de supervivencia o lo que sea, más allá de la razón, que me obliga a seguir aquí, así.

No es que espere que se solucione algo. Javier no puede volver, eso ya lo sé. Pero algo me dice que esperar es bueno. Y además está nuestro hijo.

 

Jueves 23 enero

 

Me estoy cansando de escribir el diario. De uno que escribía de pequeña también me cansé enseguida. Pero ahora es distinto. Ahora me canso de todo. Y además, tampoco me ayuda. Y no tengo nada que decir.

Cada día es lo mismo.

Ir, volver, andar, acostarse, respirar.

Y recordar.

Se puede recordar sin querer.

O se puede recordar en contra del olvido.

Cuando se recuerda en contra del olvido, recordar es un gran trabajo. Mi memoria lucha contra esa capa borrosa que parece niebla y que va cubriendo las imágenes de mis archivos. Cada vez me cuesta más alcanzar con nitidez momentos pasados. Rozarlos. Y lo de las fotos no me basta. Hay infinidad de gestos de Javier que nunca conseguí captar con la cámara. Y tantas cosas que...


23 de mayo

 

Abandoné el diario porque no me ayudaba.

Pero ahora debo recuperarlo porque necesito leer lo que me ha ocurrido. Una y otra vez. Para creerlo.

Esta tarde, al regresar de la oficina, como siempre, he abierto el buzón. No había propaganda. Ni cartas del banco. Ni carta de mi hijo.

Sólo un sobre ocre -yo ya conocía esos sobres-, un sobre ocre escrito con tinta negra, de pluma. Y era su letras, y de eso me di cuenta antes de cerrar el buzón de golpe.

No he cogido la carta.

No me atrevo.

Es de Javier.

Voy a volverme loca. Me va a dar algo. Tengo que pensar deprisa.

Y, sobre todo, dejar de llorar como si fuera idiota.

Tengo que pensar en algo.

 

***

 

He vuelto a bajar al buzón. Hace un momento. Para mirar la carta. Y he cogido la carta. Con mis propias manos. Y lo he comprobado. Es de Javier. No hay duda. La he vuelto a dejar allí. No puedo subirla a casa.

Si dejo que la locura entre en casa, me descubrirán. Dirán que me la he enviado yo misma, que delirio...

Tengo las manos húmedas. Los ojos irritados. Creo que hasta me ha subido un poco la fiebre.

¿Qué significa esto?

Voy a tomarme algunos calmantes. Necesito dormir. Mañana, tal vez, todo hay sido un sueño.

¿Y si alguien me roba la carta?

Debo abandonar ideas como ésa. Se me ocurren tantas...

Por suerte mi hijo sigue afuera. No sé siquiera cuando volverá.

Tal vez sí existe el otro mundo. Y a Javier le han dado otra oportunidad.

Eso es absurdo. Debe de tratarse de algún error. Debe tratarse de algún error: tiene que serlo.

Antes de tomarme las pastillas llamo a Carlota. Que mañana no iré a la oficina. Que me encuentro muy mal. No, que no necesito nada, que ya le llamaré al día siguiente para decirle cómo sigo. Bueno, si quiere que me llame ella.

Mis padres no vendrán hasta el sábado. Tengo tres días enteros. Cuatro noches. Algo se me ocurrirá.

 

24 de mayo

 

Me he traído el diario a la cama.

No me atrevo a levantarme. Si me levanto, tendré que bajar por la carta. Mientras siga en la cama, puedo engañarme.

Engañarme. Como si eso fuera posible, sabiendo todo lo que sé. Se sobre mí misma demasiado. Más incluso de lo que sabía Javier. Y no porque yo no me dejara conocer, sino porque no fui capaz de explicarme mejor de lo que lo hice.

A veces pasamos años junto a alguien. Un montón de tiempo, y de pronto ese alguien nos pregunta si nos gusta el chocolate, o qué clase de flor preferimos.

Absurdo.

Javier era muy detallista. Aunque he de reconocer que al final, supongo que por culpa de la enfermedad, equivocaba mis gustos, y yo disimulaba por no herirlo.

Incluso nuestro hijo se dio cuenta alguna vez. Sorprendido, comentaba:

- Pero, papá, ¡si a mamá jamás le ha gustado el marisco!

 

25 de mayo

 

Los días no pasan así como así. A veces cuesta trabajo.

Porque, por ejemplo, yo hoy no hago más que cerrar los ojos. Y quedarme en la cama. Esperando, como si de repente fuera a ser mañana.

Lo que ocurre es que tampoco mañana es una solución. Porque el buzón y la carta seguirán acechándome.

Y no puedo permanecer para siempre aquí, encerrada. Entre otras cosas porque vendrán a buscarme, y me llevarán lejos de la carta y lejos del buzón.

Voy a bajar.

Luego.

Y cogeré la carta. Me atreveré. Y si Javier en realidad no hubiera muerto, aquí lo esperaría.

 

26 de mayo

 

Aun sin vida ya, Javier era la única razón de mi existencia.

He estado viva por él, antes porque él estaba, y luego porque no estaba. Nunca por nada distinto a su ser.

Y, sin embargo, él había decidido abandonarme.

Probablemente la carta había equivocado su trayecto. Y había dado vueltas y más vueltas, manoseada por carteros y destinatarios que la devolvían, tanto tiempo como Javier llevaba ausente. Y más aún.

Y llegaba a mí cuanto el ya no vivía para desmentirlo.

De pronto, allí se veía a ese otro Javier que confundía mis gustos porque estaba más pendiente y seguro de los de otra mujer. Un hombre diferente al que yo había perdido.

Allí estaba la triste explicación a tantas demoras, a tantos médicos verosímiles hasta la muerte.

¿Cómo podía seguir llorando? ¿Por qué debía llorar ahora?

Javier había escrito una carta en la que anunciaba que me dejaba, que se iba con otra a un lugar lejano que ni siquiera mencionaba. Y la carta me llega ahora, más de un año después que él la escribiera. Y me comunica una decisión que yo ni siquiera sospechaba y que él, evidentemente, había tomado antes de saber que se moría.

A saber cuánto tiempo hacía que conocía a ésa.

Mi imaginación se dirige al día del entierro, pero mi memoria no consigue descubrir a ninguna mujer extraña que llamara mi atención.

Tal vez no se atrevió a ir.

Tal vez vaya a llevarle flores de vez en cuando. Siento que no tiene derecho.

Pero pienso que tal vez lo tiene todo.

Y de pronto un alivio desconocido va ganándome. Si ella tiene el derecho, soy yo quien ya lo perdió. Y si no hay derecho no hay deber.

Mis palabras me dan miedo.

Llevo un año llorando por un hombre que, al marcharse, ya no me amaba. Porque aunque no se fue como él quería, se fue. No con otra, sino solo, completamente solo, como todos a la hora de morir. De la mano del terror a desaparecer y a que el mundo siga andando sin nosotros y a ese vacía que mi padre siempre llama “el tobogán”.

Así es que no sé demasiado bien quién se me ha muerto. ¿A quién se la ha muerto Javier?

De estar vivo, estaría con la otra. Y yo sola, como hoy, como todos los días desde hace un año.

¿Y eso sería justo?

Cada muerto tiene su plañidera. Y de pronto me doy cuenta de que la de Javier no soy yo.

 

29 de mayo

 

He decidido telefonear a Carlota para decirle si podemos vernos cuando salga de la oficina. (Hoy tampoco he ido. Mañana ya me reincorporaré al trabajo).

Se ha sorprendido.

A la pregunta de adónde quería ir, le he contestado que a divertirnos un poco. Y entonces me dice que si es que ha pasado algo. Y yo le respondo que sí, que, aunque no lo entienda, Javier no pudo morir porque no existía, y que ya le explicaré.