SALES del aeropuerto Marco Polo a la oscuridad de un paisaje con nieve y neblina sobre los árboles despojados. Son fechas de poco turismo. El que hay, en cuanto puede, pone rumbo a Venecia, y los rostros que te vienen del exterior, en esta tarde desapacible, son rústicos, guarecidos con gorros y anoraks voluminosos.

Casi no sabes hacia dónde tirar, una vez que se cierran las puertas automáticas. Venecia, en estos momentos, te parece cosa extraña; otra historia, y te resulta ajena. Hace apenas una hora has sobrevolado su collar de luces marítimas. Pero se desvanece. En la niebla, en la oscuridad.

Sigues hacia el norte. Llegas a Mestre, una población sin mayores atractivos, a la estación ferroviaria, repleta de gentes en tránsito, africanos y eslavos, gentes de pelo rubio que suben los convoyes que se dirigen a Austria.

Te gustaría marchar hasta Viena. Tomarla con punto axial desde el que recorrer las provincias del viejo imperio inexistente.

El tren que has tomado al comienzo de la noche parece tomar el camino norteño, pero al cabo se desvía hacia el este. Los Alpes nevados, sus estribaciones, que para ti siguen siendo imponentes, te acompañan mientras observas la oscuridad desde la ventanilla. El oriente al que te diriges es esta vez poliédrico, austriaco y eslavo, un confín en las tierras de Friule: Gorizia.

 

Que una localidad pequeña como Gorizia haya dado tantos nombres prominentes sólo puede entenderse por la marca austrohúngara y la tensión de las fronteras, ese vórtice que hubo aquí entre culturas y pueblos, distintos y complementarios.

Pienso especialmente en Carlo Michelstaedter, el filósofo y pintor hebreo que se suicidó después de concluir su tesis de filosofía, La persuasión y la retórica. La novela de Magris Un altre mare está escrita para él. Me lo comentan ahora. Apenas me acuerdo de la novela. No me gustó. Tampoco sé en este momento por qué no me gustó.

Pienso en la pintura de Zoran Music. Pienso en la obra fotográfica de Roberto Kusterle, a cuyo estudio me ha llevado el poeta Alberto Princis, impulsor de los encuentros multidisciplinares de Ex Border. Kusterle ya tiene la distancia eslava, la sonrisa mordaz, y sin embargo es extraordinariamente cálido en los detalles.

LLUEVE intermitentemente. Anoche, sin embargo, descendiendo por la cuesta del Castelo, la luna tuvo un momento para asomarse sobre los bosques de la Eslovenia contigua.

Josef K. parecía haber pasado por la taberna que abre sus portalones a los pies del Castillo. En la enoteca, observo botellas de vino con fotos de Mussolini, Hitler, Che Guevara, Bob Marley...

En casa de A. P. Nos acompaña Jelena Stojsavljevic, poeta de Novi Sad.

A Jelena la conocí el año pasado en Smederevo, junto al Danubio, a la vista de los campos de Vodovina. También de Smederevo surgió la amistad con A. P. En el viejo automóvil de G. su compañero de expedición, recorríamos las tabernas más oscuras que siguen el borde del río. Recuerdo una noche ya avanzada, con Jelena subida a lo alto de una mesa, cantando canciones yugoslavas a una horda de neofascistas que, sin embargo, se amansaron.

Todo así se va anudando, entre azares y lazos de continuidad.

Preparamos el almuerzo y ultimamos las traducciones de mis poemas, todo al mismo tiempo, con prisas, en el último momento. Esta tarde los leo en la Sala de la Torre.

LAS HOJAS de los árboles en el barro. Su resplandor amarillo cuando cae la noche, que es de un azul purísimo, prístino, helado como las estrellas.

Me gustan estas tierras de frontera. Estás en los límites. Es y no es Italia. Parece y no parece Eslovenia. Se nota la huella austriaca. Las fachadas, sin embargo, dan cuenta del abandono. Fotografiándolas, fotografío el recuerdo de Humberto Rivas, el amigo fotógrafo de cuya muerte he sabido esta mañana.

NOS INTRODUCÍAMOS en la antigua judería de Gorizia, hacia el este, como si quisiera seguir unida a su cementerio, que con la partición después de la guerra se quedó en zona yugoslava.

Nos habíamos acostumbrado a la lluvia. Nos habíamos acostumbrado a que la noche cayera con la niebla, y se confundiera con ella, a las cuatro de la tarde. Fotografiaba los escaparates, no muchos, en cuyos rótulos siguen apareciendo apellidos hebreos, un establecimiento tipográfico, un fotógrafo de bodas, bautizos y escenas antiguas... A punto de tocar la esquina de la sinagoga, mi cámara no dio más de sí y se apagó. La puerta del templo estaba cerrada.

Según se mire, en el momento, eso significa que el lugar y su historia no desean que conserves una imagen de ellos. Al día siguiente, y como quien no quiere la cosa, volví a las andadas. También llovía; también estaban vacías las aceras. Probé la cámara y funcionó.

La puerta del edificio estaba abierta. En medio del silencio, brillaban los pájaros y las hojas amarillas y subidas de ocre, los troncos rugosos y oscuros de los tilos.

Cruzamos el pequeño patio y tocamos al timbre. Al cabo de unos minutos una cabeza pelada y con gafas redondas nos preguntó qué queríamos. La expresión del joven era por una parte inocente y por otra desconfiada. Me temí lo peor; me ha ocurrido en Marruecos, en Turquía; en Barcelona..., cuando aparezco de tanto en tanto por tefilá y nadie me reconoce. El resquemor, el interrogatorio, la sospecha. Encogido y culpable por anticipado, traspasé el umbral mientras el joven encendía las luces de una sala que albergaba una pequeña muestra de la historia de la comunidad, y el templo, que lucía espléndido, con una paz en la que latía el dolor y el futuro incierto.

Las tropas nazis acabaron con los judíos de Gorizia. Acaso dos personas se salvaron, cree el joven. La sinagoga sólo abre unos días a la semana. Ya no se celebra en ella ninguna ceremonia religioso. Ya no hay judíos en Gorizia. Tal vez exageraba el cuidador, y permanecieran todavía los propietarios de los dos negocios que había fotografiado el día anterior. Aun siendo unos cuantos, y no llegando a la decena, no se podría tampoco celebrar ningún oficio religioso como marca la ortodoxia.

Cuando nos ganamos su confianza, me interesé por un libro que recogía, en edición bilingüe alemán-italiano, la poesía de Carlo Michelstaedter, y un libro de fotos, Beth Ha Chajim ("La Casa dei Viventi"). Es un compendio de imágenes del cementerio de la antigua comunidad, Valdirose (Rožna Dolina),  ahora en Nova Gorica, junto al cual han construido un casino. Lo visitamos en compañía de Alberto Princis en diciembre del año pasado. Michelstaedter está enterrado allí. Su madre fue deportada y asesinada por los nazis, con otros miembros de la familia.

Ciertamente, las imágenes fotográficas tienden al fetichismo y a la ocultación de la palabra. Las palabras mismas, cuando se repiten, cavan su propio fracaso, la disolución de lo que pretenden narrar.

Y, sin embargo, volvemos al depósito fotográfico de Roman Vishniac, por ejemplo, quien retrató a la judería europea poco antes de la Shoah. Y hemos de recurrir a las palabras para tratar de rescatar de su eclipse a la tragedia, muda, transparente como el color de los tilos sobre los que se alegraban los pájaros la mañana de luz en la lluvia.

Los días son extremadamente azules. De un azul que hiere, como el frío, que para mí es extremo. Pero al mismo tiempo cobija, quiero decir, te lleva en busca de  compañía, de calor humano.

El individualismo no es posible en los países helados.

G. ha marchado en busca de Jelena. Dejo pasar el tiempo y luego logro hablar con ellos por teléfono. Parecen felices, en algún lugar próximo a Belgrado.

A., por su parte, se ha quedado entre el beso de la poeta siria de París y el padre, al que visitamos en el hospital, al límite de la vida.

Adriano, Federico, Giuseppe, Roberto..., todos los amigos de aquí me recuerdan a los amigos ampurdaneses de Crespià. Las Mercè y Pilar de aquel tiempo ya lejano, aquí se llaman Paola, Roberta, Marina...

Está bien eso de tener un sitio por el que entrar y salir, un espacio para el roce y el encuentro. Los extraterritoriales ya hemos perdido el sentido de tales ritos, la vida de los bares, los aguardientes, las bebidas fuertes. En una callejuela mínima, que extrañamente sigue siendo una calle, via Garibaldi, se encuentra "la oficina" de mis amigos, el bar L'Alchimista...

Pasas por ahí y te encuentras al operador de cine esloveno pero con pasaporte italiano. Más tarde entra el arquitecto, el escritor, el versado en la historia del Friul...

MAÑANA, último día del año, me he prometido pasar la medianoche entrando y saliendo en la frontera. La frontera con Eslovenia ya no existe. Por el momento, ha sido la última frontera de Europa en caer. Pero hay que mantener ciertas densidades magnéticas. Las fronteras. El hecho de que pueda atravesar una huerta, unos aligustres helados y encontrarte en Nova Gorica.

Me han mostrado fotografía de ellos cuando críos jugando al voleibol con los críos del otro lado. La valla fronteriza era la red del juego.

Oh, memoria confusa: cuando supuras, qué nítida brilla la frontera, los viñedos, la neblina leve, las estancias de las villas estivales.

Amanecer para seguir, tomar el tren. Para dejarse llevar por el viento más hacia el este, como si trataras de escapar de la rotación de la vida hacia el oeste.

Memoria: tú tratas de llevarnos siempre al oriente, al origen y momento de la luz imperecedera, y el viento te deshace. Y el viento nos despoja y oscurece. Rakia blanca, fuego blanco para ver, agua ardiente que luego nos deja donde la corriente abandona los restos.

LA CARRETERA de Gorizia a Trieste serpentea, entra y sale por territorio esloveno. Todos los indicadores son bilingües. Los bosques se despejan y dan paso a la austeridad del Carso, la piedra calcárea, el matorral de colorido intenso. De repente, en la rada de Trieste, el Adriático deslumbra bajo el sol de invierno.

Los oficinistas avanzan doblados hacia adelante para contrarrestar el empuje del bora, el viento de noreste. A pesar de todo, el frío no es tan intenso como en Gorizia. Las damas y las damiselas, de aspecto austríaco, visten cazadoras acolchadas, sombreros y  fulares.

He salido a la plaza Unità d'Italia en busca de un cafetto —otra semejanza con el catalán que se da en el triestino— y una botella de acqua frissante. Me he internado por el barrio hebreo en busca de librerías de viejo. Pero es lunes, día de cierre.

Busco la orilla, el agua del Adriático lamiendo las piedras del Molo Audace, el azul esmeralda oscuro del mar bajo un cielo enamorado del hierro y la hulla. Reparo en una dama, pelo corto y moreno, tabardo azulmarino y vaqueros. Camina por el muelle muy despacio, las botas rojas, un pequeño bolso en la mano. Yo me entretengo con los cuervos que picotean en la cubierta de los veleros. La dama me rebasa, imperturbable. Doblo para entrar en el espigón, y ella ya está unos pocos metros por delante. Una lectora se arrebuja en el hueco de unas escalinatas. Hay también un pescador, una pareja de enamorados, tres hombres sacándose fotos con plumas y risas. La dama sigue hacia el borde, con las nieves de las montañas vénetas brillando a lo lejos. Cada paso que da, ligeramente inclinada, parece un arrepentimiento, un remordimiento, una oscura condena. Por último, saca del bolso una bufanda roja y la coloca sobre el noray para que no le alcance el óxido, la humedad. Se sienta en el noray. Enciende un cigarrillo. Las botas rojas, estiradas y cruzadas, se quedan mudas contemplando al horizonte.

Acre ed arida giornata ieri; sera d'inerte disgusto, come sopra un vascello scosso da un lento rullio, nel fetore della sentina, per un mare nerastro; notte di sogni monstruosi, risveglio torpido, cupa stanchezza della prima ora. Lo apunta en su diario Gabriele D'Annunzio, el martes 29 de septiembre de 1908, con esa cadencia paseada que contrasta con el sentimiento que expresa.

Lo he comprado (Solus ad solam, 1939) hoy a media tarde, en un puesto al aire libre en la plaza Vecchia. Un hombre enjuto y de corta estatura, ido como cualquier librero de viejo, atendía los tres mostradores, uno para las películas, otra para los folletines y el tercero para la literatura con algún interés. Por la mañana, atravesando la misma calle, me llegué hasta la librería de Umberto Saba. Como es establecimiento anticuario, cualquier papel te cuesta un ojo de la cara. Lo había regentado el poeta. Cuando se avecinaba su final, le legó el negocio a su ayudante. Sus descendientes son los que llevan el negocio. Junto a la puerta figuran dos carteles, un relativo al oficio de Saba, el otro informando de que, en el segundo piso, nació Giacomo Joyce.

En el interior de la librería, pocos pasos se pueden dar sin riesgo de tropiezo. Los techos, altísimos, los flancos, a oscuras, carteles modernos y fotos del triestino que tapan los volúmenes. Los precios, ya lo le señalado, prohibitivos. La simpatía del vendedor, nula, como acostumbra a suceder entre los del gremio.

En el Canal Grande, una terraza al sol. El cielo, de un azul espléndido pulido por el bora. Almuerzo con música de ópera en el Niccolò Tommaseo. Me encontré con Rina y volví a ver a Pablo. De todo ello ha surgido una cena con el escritor argentino y triestino Juan Octavio Prenz.

Al atardecer he vuelto a los muelles. En pocos lugares he visto a tanta mujer solitaria contemplando el mar y leyendo un libro. ¿No la ha llamado Magris ciudad de papel?. Trieste e una donna", reza un título de Saba. Una mujer que tiene cabellos delicadamente rubios, casi escandinavos. Una mujer de facciones finas, elegante, pero sin la suficiencia de la Italia norteña. Los cuervos expresan su malhumor por los aires. Ya sé que el único lector de hoy en día es una mujer. En Trieste se materializa, sobre todo al lado del mar. En este mar que parece el último.

ES CURIOSO. La abundancia de rótulos que van consignando que aquí tomaba el café Svevo, que allá Joyce cantó en los coros de una ópera. Falta, o no la descubro, la de Giani Stuparich; hoy me hecho con su Trieste nei miei ricordi, publicado en 1948, cuando Triste era todavía un ciudad autónoma pero ocupada por los aliados, entre Italia y Yugoslavia. A menudo aparecen juntas las placas, casi siempre Svevo y Joyce. Puedo imaginarme topándose hasta el hartazgo en una ciudad pequeña. No obstante, lo que refiere la biobibliografía de ambos autores es bien conocido: Svevo (Ettore Schmitz) conoció a Joyce siendo su alumno de inglés en la escuela Berlitz. Ya puestos, faltan las referencias a las alumnas predilectas de Joyce, con las que vivió intensos platonismos.

EL CASTILLO de Duino se nos resiste. El año pasado fuimos con Adriano en enero y estaba cerrado. Esta mañana, con P., pudimos ver que se abría el portalón . Salió un automóvil cargado de cuadros y pensé: Este será el señor conde, el heredero de la viejísima familia. Por limitarnos al XIX y XX, la antiquísima familia alojó entre sus paredes a Johann Strauss y Franz Liszt, a la emperatriz Isabel de Wittelsbach (la Sissi austriaca) y al archiduque Maximiliano, a Mark Twain y Rainer Maria Rilke.

Habrá que venir en domingo. Sé que es fetichismo, coleccionismo de idiotas, pisar el lugar en que Rilke comenzó las Elegías. Como entrar también cada año en el último piso que tuvo Strindberg, en el 85 de Drottinggatan, Estocolmo, la llamada Torre Azul.

Nos internamos por el bosque del Carso, sobre los acantilados que caen a un mar leve, quieto, el cielo entero resplandor de nácar voluptuoso por el lado de Istria, pura neblina de fuego invisible por Dalmacia... Rojos y verdes, amarillos y ocres, y la abrasada piedra pulida y agujereada, con flores lilas cuyo nombre ignoro y que me recordaban el tajinaste canario.

Conversaciones que continúan, desde la estancia en Gorizia, sobre la historia de estos lugares que han pasado por diferentes manos, y que han perdido; poco queda del poderío marítimo y comercial de Trieste, puerto principal de Austria en una época. Puja Eslovenia y Croacia cultiva el turismo.

Me contaba Juan Octavio Prenz cómo de aquí todavía salieron sus mayores hacia Argentina, represaliados socialistas de la zona de Monfalcone en los años 20.

Se habla de la actualidad política, de las gentes que ha apostado, y vota, por lo ilícito, por el enriquecimiento y la amoralidad. Hay muchos parecidos con lo que sucede en España.

Verdeaba el Carso, la llanura alta. Qué alegría atravesar tantos colores. Recordar las noches de Rilke en el Castillo, con un cuarteto de cámara que le hacía traer de Trieste la princesa Maria von Thurn und Taxis.

Por la tarde, en las solitarias estancias del palacio Revoltella, con suficientes buenas pinturas del fin de siècle centroeuropeo. Y un Zuloaga.

Salimos transfigurados. La noche era amarilla a la luz de las farolas.

 

¿CÓMO serían las amigas del barón Pasquale Revoltella?

Entre el Carso e Istria, entre Gorizia y el Adriático transcurren mis días. Ayer entré en una pequeña tienda de género de punto. La dependienta, su mirar.... Los ojos se nos quedaron trabados, y eso que ella estaba a un extremo atendiendo a una clienta. Una dama parecía esperar a que me atendiera. Era como si la señora fuese una tía lejana, una que le decía entre dientes a su sobrina la dependienta: Ya está. Éste mismo...

Era preciso volver a la calle, desanudar los ojos, y entrar otra vez. A ver si así a ella no se le caía la bufanda de las manos y a mí los billetes de la cartera con el azoro mutuo.

Cuando el taxi ya recorría la costanera que dejaba atrás a Trieste, mirando hacia los muros de piedras los ojos de la dependienta se me fueron apagando. Y sonreí. Uno a veces está enredándose con los ojos y visionando cómo sería la vida en otra parte. Quizá en Trieste podría dar clases de español; ella me aseguró que lo tenía como asignatura pendiente. Igual me sucedió en Martinica, llorando el último día porque no quería abandonar la isla.

CONTEMPLO las reconfortantes ventanas encendidas, las piadosas ventanas habitadas, y he supuesto que la escritura que allá se extendía, por el orden y el pleno sentido del mundo, compensaba de todos los rasguños, de todos los desalientos, de todos los afanes vencidos.

Cae la noche, y eso es todo. Me duele la cabeza y no hay dolor, no hay nostalgia. No hay nada que salvar. Cae la noche con la mayor naturalidad, sin más importancia que la que tiene un cuerpo que avanza en su anonimato correctamente por la calle.

Todavía es pronto y sin embargo cada vez es menor el espacio que tienes por delante. Todo tiene sentido, aun lo carente de sentido. Otros se encargarán de ello. Los otros que sin cesar crecen detrás de ti, de ti que ya vas por delante sin contar lo que tienes.

Habrá un fin de partida. Habrá una isla que se hará total sobre tus cenizas.

La Isla que abandonaste te alcanzará como la sombra del Volcán sobre el mar cuando amanece y toca por fin el horizonte.

Cuando se haga el pleno día, desaparecerá la sombra. Ni siquiera estarás en ella ese día del final.

Disponibilidad de la víspera. Exultación de las horas que faltan para la partida, las ramas de los árboles esperando; como las raíces y la tierra que esperan. En ninguna parte, a la estiba. En espera de fondeaderos y travesías, mediodías y más despedidas.

Ése es la tensión de la víspera, con el primer azul de la noche, que tiembla y es ligero y se desvanece en lo impronunciado.

Hay nieve y niebla por la mitad del camino, en el tren que te conduce de Trieste a Venecia. Otra vez las montañas alejadas, el momento en que el sol pinta de rosa sus cimas tan calladas. Tan de la noche esas cumbres, extrañamente pálidas en su refulgencia.

La oscuridad, el movimiento del tren, los asientos vacíos.

La niebla y la nieve otra vez envuelven el aeropuerto de Marco Polo. Los turistas, con los que en todo este tiempo no te has tropezado, regresan de Venecia. Hay tanta niebla en el aeropuerto, y nieve junto a las pistas, que ni piensas en que el avión será capaz de despegar. Al final lo hace, por una pista toda ella encendida, como una rampa especial para elevar al cielo la máquina.

El avión comenzó a virar y a ladearse, con lo que se divisaban en la reducida oscuridad de la ventanilla, como diademas ardientes, las luces de Venecia

Sobrevuelas la Serenísima, por la que no has mostrado interés en esta ocasión. Cierras los ojos.

¿La vida está en otra parte? ¿O quizá en lo que recordamos?