Se llama Ana.

 

Es un poco más alta que yo.

Tacones de siete centímetros: gula, lujuria, envidia y todos los demás.

 

Es rubia. Teñida (su raíz asoma negra y sucia como un gusano).

 

Aguarda junto a mí en la parada del 42. A La Almozara. Maldito autobús.

 

Habla por teléfono como quien lo hace frente a un folio en blanco o una pared de gotelé. Cruza las piernas. Parece balancearse. El cierzo la balancea. Sus zapatos rojos brillan y bailan. Juega su pelo. Con el cierzo. También brilla y baila. El pelo.

 

Nombra a Saúl, a Carmen, a Silvia, a aquel Carlos Antonio que votaba a los socialistas y conducía un Mercedes.

 

Vive en Teruel. Y se conoce mi vida como la ruta del 42. Maldito autobús.

 

Permanezco en silencio. Cómo decirle que no es la dueña de los recuerdos que olvido. Cómo decírselo. Cómo decirle que ella es “yo”, aunque un poco más alta. Y rubia. Sí. Teñida.

 

Llega el 42 y me quedo abajo. Que suba, que suba, por Dios, que suba y que se pierda. No puede reconocerme. No me reconocerá. No me reconoce. Calzo deportivas y ahora soy morena.

 

La próxima vez que me toque ir a La Almozara lo haré andando: es muy desagradable encontrarme conmigo misma en Zaragoza.

 

Nunca creas que una vez te abandonaste en otra ciudad.