1

—¿Y entonces qué les vas a contar? —le preguntó su mujer mientras desayunaban en la terraza del ático en el que llevaban viviendo cuarenta años, desde la boda, en el que habían visto crecer a sus hijos, desde el que les habían visto marcharse uno a uno, en la misma terraza en la que desayunaban cada mañana a la misma hora antes de que él se fuera a la Academia.

—¿Pues qué quieres que les cuente, mujer? —dijo el académico, que aquella mañana tenía una reunión muy importante—. Lo mejor es no arriesgar. Les diré lo de siempre.

El académico se limpió la boca con la servilleta de lino, fue al cuarto de baño y se lavó los dientes con mucho cuidado para no hacerse sangrar las encías ni mancharse la corbata. Su mujer se despidió de él en la puerta con un beso seco, rozándole apenas, a la hora habitual.

Todo va bien, todo va bien, pensaba el académico en el ascensor, sonriente, y salió a la calle, y cruzó el paso de cebra con decisión, casi sin mirar.

El académico era un hombre metódico. Siempre iba al trabajo y volvía a casa por el mismo camino, a la misma hora. Lo tenía todo calculado y cronometrado: los minutos del aseo, el tiempo para vestirse, el café, la calle tal, la calle cual, la plaza tal, los semáforos, los jardines de la academia, las escaleras, la inconveniencia del breve saludo a los colegas, del saludo aún más breve al portero, de la leve inclinación de cabeza al cruzarse con la mujer de la limpieza.

—La Academia es un método —le había dicho en el lecho de muerte su Maestro, de quien había heredado el sillón M, ese sillón de cuero, reclinable y de respaldo altísimo que era para él una especie de alter ego, una segunda piel, y que siempre le esperaba, limpio y reluciente, sin una mota de polvo, en la sala de reuniones.

El método le había ido tan bien durante tantos años que le parecía una tontería abandonarlo ahora. Pero con lo metódico siempre acaba cruzándose lo fatídico.

La reunión de aquella mañana era muy importante. Se trataba nada menos que del futuro del diccionario, que es como decir el futuro de la Academia, el futuro de la lengua, su propio futuro, el futuro de todos.

Es una vergüenza, había dicho el Presidente en la reunión anterior, que el diccionario de nuestra lengua sea tan pequeño. Había que compararlo con el de tal lengua, de veinte volúmenes, o con el de esa otra lengua, de cincuenta, o con aquel otro diccionario, de diez volúmenes en papel biblia que había que pasar con pinzas, cada uno de los cuales tenía mil páginas cubiertas casi por completo de una letra minúscula, a tres columnas, que sólo podían leerse con lupa. Era una vergüenza, repitió. ¿Cómo era posible que a pesar de su pujanza en el mundo entero, a pesar de estar conquistando diariamente nuevos territorios lingüísticos, a pesar de que cada vez más jóvenes en todos los rincones del planeta elegían estudiar nuestra lengua como tercera lengua e incluso como segunda lengua, a pesar de haber desbancado en número de alumnos a casi todos los institutos de cultura de las más grandes potencias, a pesar de que el alcalde de una gran capital del continente nos había ofrecido —¡a nosotros, no a ellos!— un edificio emblemático como sede, cómo era posible, se preguntaba el Presidente, que a pesar de todo eso el diccionario oficial de nuestra lengua sólo tuviera un volumen, de gruesas páginas, impresas en tipos grandes y sólo a dos columnas? Era una gran vergüenza, había concluido, y era urgente remediarla.

Cierto, añadió, en el pasado se intentó algo parecido con el proyecto de los ochenta y un volúmenes, tres por cada letra del alfabeto, pero no había llegado a fructificar. Los trabajos se iniciaron doscientos años atrás. En los cien primeros años sólo llegaron a terminarse los dos primeros volúmenes de la letra A, y cuando se publicaron ya eran inútiles: la lengua había cambiado, el diccionario sólo tenía un interés histórico, miles de fichas de las otras letras yacían cubiertas de polvo en los sótanos de la Academia, los miembros del proyecto habían muerto, y ni siquiera habían sido nombrados los sustitutos.

Esta vez iba a ser diferente, continuó, porque el nuevo proyecto era moderno, se basaba en las tecnologías más avanzadas y respondía a una nueva mentalidad. Veinte volúmenes, ni más ni menos que los del espléndido diccionario de ese país tan admirado por todos que tenemos a tiro de piedra, y veinte volúmenes que habían de ser rentables. El proyecto sería todo un éxito porque contaba con patrocinadores importantes: la fundación tal, el banco cual, la constructora X, el grupo de información Y, la empresa de telecomunicaciones Z, etc., etc. Todos iban a arrimar el hombro, pero a cambio querían resultados. La edición de lujo, en papel verjurado. La edición de bolsillo, para todos los hogares. La edición on-line. El CD-ROM. El MP3. Etc. El diccionario tenía que ser un auténtico bestseller. Las entradas tenían que ser atractivas, divertidas incluso, alejándose del rigor y la austeridad de la lexicografía tradicional. Los ejemplos tenían que ser más atrevidos. En algunos casos las definiciones podían sustituirse por imágenes. En pocas palabras, había dicho el Presidente después de un breve silencio: el diccionario tenía que ser más sexy.

Al oír esto muchos académicos se habían ruborizado y algunos habían consultado el diccionario para ver si esa palabra existía.

El diccionario, había terminado diciendo el Presidente, recordando que parafraseaba a un insigne escritor a quien había tenido el honor de conocer personalmente, ya no podía ser el cementerio, el lugar en el que reposan los restos mortales de las palabras: tenía que convertirse en un ser vivo.

Gran ovación, vivos aplausos, sonoros bravos. El propio académico había sacado del bolsillo de la americana un pañuelo en el que su mujer había hecho bordar sus cinco iniciales para secarse dos o tres lágrimas debidas a la emoción que sentía al ser testigo y protagonista de un acontecimiento histórico de tal magnitud, y un poco de saliva que le caía por la comisura de los labios. Entusiasmado, de inmediato se había ofrecido voluntario para participar en la comisión que iba a redactar el anteproyecto de estudio preparatorio para elaborar un plan para un nuevo diccionario de la lengua. Y se le había encomendado, además y como era natural, dirigir el equipo encargado de la letra M, una de las letras más complicadas e importantes del diccionario, una letra sobre la que tenía una experiencia de décadas.

—Poder decir que una palabra existe, poder decir que una palabra no existe —le había dicho su Maestro y predecesor en el lecho de muerte—, ese es el mayor honor, el sueño dorado de nuestra profesión.

Ahora el sueño dorado se hacía realidad. Y en el camino de vuelta a casa había pensado en todas la palabras deliciosas que empiezan con la letra M: mar, madera, mío, melocotón, muchacha. Ahora podría definirlas, incluirlas o excluirlas, en virtud del poder secularmente reconocido a la Academia para establecer la norma lingüística en el mundo entero.

—La norma, ah, la norma, ese misterio… No es autocrática. No es democrática. Es… Es…

Eran otra vez las palabras de su Maestro, esta vez las últimas, las que dijo justo antes de expirar. No había llegado a decirle lo que era la norma, el misterio de la norma, pero era el fundamento de su poder, al académico le gustaba ese poder, y nunca se había preguntado sobre el fundamento del fundamento, sobre el fundamento último, prefiriéndose fiarse ciegamente de los arcanos que su Maestro se había llevado a la tumba.

Melón, mesilla, mejilla, merluza, había seguido pensando, pero luego habían surgido en su cerebro, sin saber cómo ni por qué, otras palabras menos agradables: merluzo, melón, mendrugo, mostrenco, memo, mamón, mequetrefe, mamarracho y por último mameluco, que en milésimas de segundo y como por arte de magia se convirtió en lameculo.

Ah, aahh, aaahhh, pensó el académico llevándose las manos a la cabeza, me estoy volviendo loco. Y había dejado de lado las palabras para concentrarse en el futuro, esa tabla de salvación. Aunque estaba contento con lo que tenía y había llegado a pensar que nunca podría aspirar a nada más alto, el diccionario le abría muchas perspectivas nuevas, después de más de veinte años como académico. Los cargos desfilaron ante sus ojos como si se tratara de caballos de un carrusel: Director del Instituto de Cultura en tal capital del continente, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, hasta Presidente de la Cultura. Acariciaba la palabra Cultura con los labios y la saboreaba con la punta de la lengua. Cultura, Cultura, Cultura… El futuro le sonreía aún más que su mujer, que en ese instante le abría la puerta del ático. El reposo del guerrero, pensó mientras le traía las zapatillas y le preguntaba si quería beber algo. El reposo del guerrero, volvió a pensar, y se acordó de la definición del diccionario que él mismo había redactado nada más llegar a la Academia: «Dícese de la mujer dedicada a mimar y complacer al hombre cuando vuelve del trabajo». Y no pudo reprimir una sonrisa satisfecha al darse cuenta de que la realidad se ajustaba perfectamente a la definición.

 2

 

Ahora, un día más tarde, caminando hacia la Academia, estaba algo nervioso. La reunión era muy importante. Allí estarían los directores de las fundaciones, de las empresas, de los grupos que iban a financiar tan magno proyecto, muchos de los cuales, además, acababan de ser nombrados académicos, aprovechando algunos fallecimientos y dimisiones oportunas, por edad o enfermedad, así como la vuelta al diccionario de ciertas letras que veinte años atrás habían sido suprimidas en su esfuerzo de racionalización y para reducir el prosupuesto de la centenaria y muy noble institución. Ahora imperaba una nueva razón, rezaba el decreto de restauración de las antiguas letras, y había que devolverlas al puesto que merecían entre todas las demás.

Era una reunión importante, y el académico y su mujer habían pasado toda la noche sin pegar ojo, encima de la cama, pensando en su discurso. Su mujer era partidaria de un discurso nuevo, más atrevido, más gerencial, más adaptado al signo de los tiempos. Además del discurso tenía que renovar su vestuario y su peinado. No podía seguir yendo por ahí con esos trajes anticuados, con esos pelos tan aburridos. Si seguía así acabaría siendo devorado por los nuevos académicos, esos tiburones de la lengua, había dicho. Al principio él se había dejado seducir por estas ideas, pero enseguida había recordado otro consejo de su Maestro en el lecho de muerte:

—En la Academia toda innovación está proscrita. La Academia es la Academia porque no cambia nunca, porque siempre es la misma. Innovar en la Academia se paga caro. Nunca te olvides de las tres emes: lo mismo, siempre lo mismo y nada más que lo mismo.

El académico siempre había seguido los consejos de su Maestro. Además no tenía ni idea de economía, ni sabía cómo rentabilizar la inversión, como obtener resultados. ¿Abaratar el coste del papel?, había pensado por un instante; pero no, eso no es lo mío, se dijo. Lo mío es la lexicografía. Sólo ahí puedo aportar algo. Por eso aquella mañana había decidido llevar el discurso de siempre, que iba a leer como siempre.

Al doblar la esquina que doblaba cada mañana y adentrarse en la calle estrecha por la que siempre se adentraba y que le llevaba a la plaza en la que estaba el edificio de la muy noble institución al académico le pareció ver una aberración con el rabillo del ojo. Había algo nuevo: un mendigo vestido con harapos negros de puro sucios echado en una manta asquerosa. Tenía los pies desnudos y agrietados, el pelo grasiento agrupado en seis o siete mechas verdosas, las manos gordas y rajadas, el rostro cubierto de costras, la nariz hinchada y roja. A cinco metros a la redonda podía notarse un olor inmundo. Hedor, pensó el académico, un mendigo hediondo. Su rostro era irreconocible y casi no se le veían los ojos, por la suciedad, y al no poder reconocerlo ni verle los ojos el académico sintió miedo. Pero la aberración que le había hecho detenerse no tenía que ver con el aspecto físico ni con el olor del mendigo, sino con el cartel de cartón con el que pedía limosna, que estaba detrás de una latilla de sardinas en la que había tres monedas doradas y relucientes. El cartel decía así:

 

TENGO AMBRE. HABER SI PUEDEN DARME UNA AYUDA, POR FABOR.

 

El académico había dado un respingo al verlo, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el ojo.

Por un momento pensó en excluir la palabra mendigo del nuevo diccionario, como si esa decisión hubiera bastado para hacer desaparecer aquel ser infecto y con él aquel cartel aberrante, pero luego pensó que aunque se trataba de una palabra de su competencia necesitaba el consenso de sus colegas, que difícilmente obtendría, y que en todo caso el nuevo diccionario tardaría muchos años en aparecer. Pero tuvo otra idea.

—Hombre de Dios —le dijo al mendigo, manteniéndose a una distancia prudencial—. ¿No le parece que hay algo raro en el cartel?

—¿Y qué podría ser? —dijo el mendigo, y como su boca no se movía la voz parecía salir de la barriga.

—¿No le parece a usted que hay faltas?

—Ya lo sé. ¿Y a usted qué le importa?

—Digamos que tengo cierto interés en el asunto. Veamos. Si corrige esas faltas yo le doy este billete —dijo el académico, enseñando un billete nuevo lleno de ceros—. ¿Qué le parece?

El mendigo pasó un rato en silencio. Sus dedos se movían muy deprisa. Luego dijo:

—Tengo que pensármelo. Vuelva usted mañana y le daré la respuesta.

El académico se quedó desconcertado y siguió su camino.

La reunión, a la que estuvo a punto de llegar tarde por culpa del encuentro imprevisto con el mendigo, fue un desastre. Los nuevos académicos no comprendían a los viejos. El discurso de nuestro académico fue criticado con una dureza que nunca antes se había visto entre los muros de tan noble institución. No había comprendido la lógica del nuevo diccionario, dijeron. Un proyecto así sólo podía ser deficitario. ¿Cómo se proponía asegurar el cash-flow, los inputs, el output, sin recurrir al outsourcing?, dijeron mientras los antiguos académicos se volvían locos buscando palabras en el diccionario y movían la cabeza de un lado a otro al comprobar que no estaban en él. Advenedizos, alguien dijo en voz baja. Inadmisible, dijo otro. Acabarán nombrando a sus porteras, se oyó decir. Por encima de mi cadáver, proclamó el académico de más edad, provocando los comentarios escatológicos y las carcajadas sarcásticas de los nuevos, uno de los cuales dijo que la Academia se había convertido en el cementerio de los inmortales. El Presidente de la Academia, un hombre que no era ni nuevo ni viejo, un contemporizador y en cierto modo un oportunista, trataba de calmar los ánimos y no paraba de tomar notas.

El académico volvió a casa cabizbajo y pensativo. Seguía viendo el mismo futuro de antes, los mismos cargos de antes: Director del Instituto de Cultura, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, Presidente de la Cultura. Ah, la Cultura. Pero ahora era un futuro que se le escapaba, ahora eran caballos que se alejaban de él, trenes veloces que no había llegado a coger y se perdían en la distancia, barcos que veía alejarse desde el muelle y que se difuminaban al alcanzar la línea del horizonte.

Al pasar por la esquina el mendigo ya no estaba allí. En casa dijo que le dolían las muelas y se metió en la cama sin cenar. Cuando se acostó su mujer se hizo el dormido.

 3

 

—Aquí tiene usted el billete —le dijo al mendigo al día siguiente—, a condición de que corrija los errores del cartel, claro está.

El académico pensaba que era una victoria fácil con la que se desquitaba de los sinsabores del día anterior.

—Mire, se lo agradezco de veras —dijo el mendigo—, pero he llegado a la conclusión de que no me interesa.

—¿Cómo es posible? —dijo el académico entre sorprendido e indignado.

—Ya ve usted: he estado haciendo números. Mucha gente se fija en los errores y se paran por eso. Luego piensan que soy analfabeto, se apiadan de mí y me dan una moneda. En realidad no lo soy. Fíjese, hace mucho tiempo tuve veleidades literarias, hice mis pinitos con la poesía, hubo un periodo en el que hasta se habló de mí para la Academia.

—¿Para la Academia?

—Sí. Para la Academia, ese edificio que está tan cerca de aquí, en la plaza…

El académico se quedó mudo al oírle pronunciar la palabra Academia.

—En fin —prosiguió el mendigo—, si el cartel estuviera bien escrito muchos no se fijarían en él. De manera que ese billete que me da usted ahora me haría perder el doble en cuatro o cinco días. Me tendría que dar usted cien, no, mil, tampoco, cien mil billetes como ese. Y en tal caso no corregiría el cartel. Me jubilaría.

—¿Se jubilaría?

—Claro, claro. Ya voy teniendo una cierta edad, al menos para una prejubilación, y todos los días meto unas monedillas en mi plan de pensiones.

—Bueno, hombre, bueno, a la paz de Dios —dijo el académico.

Y siguió su camino hacia la Academia pensando que él aún estaba en lo mejor de la vida, que ni siquiera tenía que preocuparse por buscar un discípulo, que aún estaba lejos del momento en el que, en el lecho de muerte, sería el Maestro que transmitía a su sucesor los mismos consejos que él recibió de su Maestro.

Al llegar a la Academia se encontró con una nota en la mesa de su pequeño despacho. El Presidente quería verle.

—Querido amigo —le dijo el Presidente al recibirlo en su enorme despacho, entre helechos, cactus y palmeras gigantes, con fuertes y sonoras palmadas en la espalda—, los tiempos están cambiando. ¿Conoce la canción?

—Creo que no —dijo el académico.

—¿Lo ve? Ni siquiera conoce la canción, y es de hace treinta años o más. Todo cambia y usted no se da cuenta. Yo lo aprecio mucho. Todos lo apreciamos. En la casa se le quiere. Por eso hemos descartado la idea inicial.

—¿La idea inicial?

—Sí. La idea inicial. La idea de suprimir la letra M. Los tiempos están cambiando, pero es una letra demasiado importante como para acabar con ella de un plumazo. Demasiadas palabras, algunas de ellas imprescindibles. No encontrábamos razones, justificaciones.

—Ah —dijo el académico, como aliviado.

—Por eso hemos decidido ofrecerle una oportunidad única, una magnífica oferta que no podrá rechazar.

—¿Y de qué se trata? —dijo el académico con una voz casi imperceptible mientras el futuro volvía a la línea del horizonte y los caballos del carrusel se le acercaban al galope.

—Se trata de una prejubilación muy muy ventajosa, y del outsourcing completo de la letra M. Usted podrá seguir asociado, como emérito, a las actividades de la Academia. Ya sabe: conferencias, exposiciones, excursiones, etc. Le daremos una medalla de plata con un diseño único, especial para la ocasión, y una inscripción con su nombre.

—Pero yo…

—Los tiempos están cambiando, mi querido amigo. Terminará por comprenderlo —dijo el Presidente mientras se levantaba, acompañaba al académico al pasillo y pedía a su secretaria que hiciera pasar al siguiente. En el pasillo había una larga fila de académicos. Todos tenían el pelo blanco.

El académico pasó las cuatro últimas horas en el despacho mientras cambiaban los letreros e instalaban un aparato horrible encima de la mesa.

—¿Quieres llevarte a casa las fichas, los libros? —le preguntó el empleado.

—No importa. Tírelo todo —dijo el académico.

No soportaba que le trataran de tú.

El académico bajó las escaleras de aquel imponente edificio octogonal. Al pasar por el centro se paró a leer las inscripciones que había en las paredes, cientos de palabras grandilocuentes que siempre le habían parecido hermosas y que ahora le resultaban vacías. Miró a lo alto y vio la gran claraboya de la cúpula, un círculo perfecto por el que entraba el agua cuando llovía y que ahora enmarcaba un trozo de cielo azul surcado por nubes muy veloces.

Salió del cementerio de los inmortales con la cabeza baja y se despidió de los leones de bronce de la entrada. Un pensamiento melancólico teñía su rostro de un color neutro, grisáceo. Ya nunca tendría un discípulo predilecto a quien dejar el sillón M. ¿Y cómo iba a contarles lo sucedido a su mujer, a sus hijos?

Estoy acabado, pensó, es el final. Caminaba encorvado. Aquella mañana había entrado en el edificio un hombre maduro, y ahora salía de allí un viejo. Una ráfaga de viento desordenó su pelo y una nube de polvo lo hizo parecer aún más blanco. Se enganchó en un arbusto y la americana se le rasgó. Los zapatos se le mancharon. Cayó al suelo y las manos y los pantalones se le llenaron de barro. Algo le picaba en la cara y al rascarse se la embadurnó. Un gatito famélico maulló y el académico lo acarició. Nada más salir de los jardines de la Academia le entraron ganas de mear. La próstata, pensó mientras decoraba aquellos nobles muros con una palabra amarillenta:

 

MIERDA

 

Pero la palabra desapareció enseguida.

El gatito le seguía. Le daré de comer y será mío, pensó el académico. Siempre le habían horripilado los animales, pero de repente, sin saber por qué, sintió una gran compasión por aquel ser indefenso y débil.

Al pasar por la esquina el mendigo no estaba. Había un letrero que decía:

 

ME E HIDO HA COMER

 

La lata de sardinas rebosaba de monedas doradas. La manta del suelo, los olores, la roña, todo empezó a parecerle muy acogedor. Entonces se puso detrás del letrero y se echó en la manta. Alguien pasó y dejó una moneda. El académico era la viva imagen del primer mendigo.