Sala en negro. Día de examen. En algún lugar invisible se sortean las preguntas. La secuencia se repite cada vez que el tribunal plantea la pregunta clave. Esto es lo que sucede bajo el foco que de pronto se enciende:
El jardín está dispuesto sobre una bandeja que el gigante de la noche sostiene con ambas manos. Sus musculosos brazos son como  dos montañas negras, como dos hitos que lo sostienen y lo enmarcan al mismo tiempo.
En mitad de su frente, el único ojo del gigante es un nido de luz que se deshace, una espiral de estrellas. Y la espiral mira al jardín envolviéndolo en un hechizo.
Bajo el encantamiento, las piedras que forman el jardín son presencias huérfanas, aisladas unas de otras.

Entonces, la espiral del ojo se pone a escribir, el viento de la visión empuja las letras y las piedras se convierten en libros. Sobre la bandeja, los elementos del jardín forman una espiral invertida.

El gigante deposita la bandeja sobre la superficie de la mesa. Alrededor de la tabla de madera se reparten los altos taburetes a cuyas cimas los examinandos hemos trepado. El gigante se aleja y nos quedamos a solas con el silencio del jardín.
Nos miramos los unos a los otros, y después a las piedras.
Nuestras piernas cuelgan de los taburetes muy lejos del suelo, aunque el jardín de la bandeja es demasiado pequeño para que nuestros pies caminen por él. Nos encontramos en una escala intermedia, entre el gigante y las piedras del jardín.
Sacamos las lentes de sus fundas, y hacemos una pequeña inclinación de cabeza como señal de respeto antes de comenzar nuestro trabajo.
Nos damos cuenta de que las piedras desprenden una luz tenue. El ojo del gigante ha depositado en su interior una semilla. Las piedras desprenden luz y palpitan levemente.

Cada piedra es un libro, y hay un libro para cada uno de nosotros.
Leo en mi piedra el texto que el ojo de luz me ha asignado.

La lectura es lenta, muy lenta, cada letra es un acontecimiento. El sentido nace a través de la caligrafía, y las letras, las palabras no están escritas en la piedra, ni se inscriben en la piedra, vienen, como la luz, de su interior. La piedra contiene una escritura, de igual modo que la piedra susurra.
Puedo escuchar el dictado de la piedra, al borde del acantilado del taburete. Hay una leve resistencia en el sonido que debe cargar con el peso de las palabras, con un significado lejano. El sentido de las palabras debe cruzar el firmamento de la piedra que nosotros escrutamos con ayuda de nuestras lentes.
Llegan oleadas de texto que enseguida se extinguen.

El sonido del libro equivale al viaje de la palabra. Estiro el brazo y palpo la piedra con el dedo corazón de la mano derecha. Para leer mejor, cierro los ojos.
La palabra es en la piedra una veta de temperatura y la ceguera se convierte en aliada del tacto. La piedra contiene otra piedra en su interior, un corazón de piedra pulida por una cadena ininterrumpida de latidos: sentido en el interior del sentido.
Leer este libro es realizar un largo, larguísimo viaje.

Las páginas de la piedra se pasan con ligereza, despertando fragancias a su paso. Todas las que ha absorbido la piedra para llegar a serlo y que quedaron atrapadas en su campo de gravedad.

Se pasan con ligereza, sin embargo el miedo se refleja en los rostros de mis compañeros de mesa.

Parecen decir: no hay tiempo, va a sonar la campana.

Para saberlo todo, sólo me queda masticar la piedra.

La imagino ya en la boca, con la luz, con las palabras, con el sentido del libro y el polvo de estrellas, cuando el gigante vuelve a la gran sala abovedada.
Antes incluso de que pueda separar los labios, la lectura queda interrumpida de golpe.
Conozco la expresión del ojo del gigante: viene para llevarse la bandeja, dice que el tiempo ha terminado.

Nunca hay tiempo, nunca el tiempo es suficiente para leer el libro. Sólo un atisbo de significado. La primera página del sentido.

El gigante toma en sus manos negras los extremos de la bandeja y vuelve a levantarla de la mesa.  Se lleva el jardín que no ha podido echar raíces sobre el tablero.
Nos miramos las manos, miramos el espectro dejado por las piedras. Ejercitamos la memoria en palabras que parecieron significarlo todo y que ahora están muertas, como nuestros muertos en nuestros cementerios.
El gigante se aleja, dejando tras de sí un cementerio de palabras en nuestros oídos.
Descendemos de los altos taburetes ayudados por cuerdas. Nos descolgamos por el acantilado y nos parece que nunca tocaremos fondo.
Caminar por la sala abovedada es soportar el peso de los ecos que nos devuelve; salir de la biblioteca, encontrar el escalofrío de la ciudad.
Fuera de la biblioteca de los libros de piedra, están los otros libros, las bocinas de las casas, las sirenas en pie de dolor, las hogueras de las máquinas en las que arde el examen.

¿De dónde han brotado todas estas palabras? ¿Ha sido un sueño? ¿Una visión? ¿Un acto de magia? ¿Un acto de magia en el interior de un sueño? ¿Una visión en el interior de una visión? ¿Un sueño en el interior de un sueño? 
“Para el profeta toda la vida es un sueño dentro de un sueño”, decía el maravilloso místico árabe Ibn Arabí.

Las palabras están muertas, sí, y los sentidos apagados se muestran impotentes para reproducir lo que acabamos de vivir. No podemos volver a la temperatura, al color, al temblor.

Nuestro libro de piedra ha dejado de palpitar, ha perdido su luz y ya no somos capaces de extraer de ella sonidos, ni de leer en su caligrafía: la piedra en el interior de la piedra.

Nos encontramos ante un osario de palabras.

 

Imaginemos una nueva secuencia:

Un cuentagotas cargado de tinta pende sobre un vaso de agua. Unos dedos presionan en el extremo de goma y una gota cae en el agua.
La gota de tinta se deslíe en el agua. La vemos primero como una explosión de agua negra, luego deshilacharse en un lento e informe remolino, hasta que desaparece totalmente diluida en el agua, tiñéndola levemente.
Ahora se produce un gran silencio. Se diría que la gota se ha perdido para siempre en el océano del vaso.

Entonces, como un milagro, asistimos a una completa inversión de lo que acabamos de ver, regresamos a la infancia del suceso: el agua gris forma un remolino que camina marcha atrás, se forman hilos negros de agua, volvemos a ver la rotura de la gota  y su formación. Hasta que la gota de tinta vuelve a pender sobre el vaso del agua.

De ese negativo de una epifanía sólo puede dar cuenta el lenguaje poético. Sólo este lenguaje es capaz de expresar la disolución en la unidad y conoce los misterios del silencio recién creado, sólo él puede desandar un camino avanzando, y avanzar sin moverse del sitio.

«De verdad a mí se me dijo una palabra escondida, y como a hurtadillas recibió mi oreja las venas de su susurro» (Job 4, 12-16).

El lenguaje poético por el que transita la noche oscura del alma, el lenguaje de la palabra escondida, y que también está presente en el nacimiento de un ángel de celuloide; en una miniatura de tinta que se agiganta; en la paleta de color de un cuadro que vibra en las coordenadas de un tiempo diferente; en la representación del deseo, el dolor o el vértigo; en la cuchilla con la que una artista caligrafía su propia piel; en el mapa de un reino ininterrumpido de fuego o de hielo.

Porque el lenguaje abrasado, el de la palabra que arde de los místicos,  alimenta también el de una pantalla en la que un hombre entra en combustión ante nosotros y desaparece tras el telón de las llamas. 

El artista comprometido con el silencio, con la música callada, deberá desandar el camino de la piedra, con el lenguaje en el que mejor discurra su experiencia de silencio, en el que mejor exprese su experiencia de los bordes del sentido. Pondrá ojos, boca u oídos, donde nos los había.

«Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente. Las cuales ha de tener el alma contemplativa: que se ha de subir sobre las cosas transitorias, no haciendo más caso de ellas que si no fuesen; y ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra compañía de otra criatura; ha de pner el pico al aire del Espíritu Santo, correspondiendo a sus inspiraciones, para que, haciéndolo así, se haga más digna de su compañía; no ha de tener determinado color, no teniendo determinación en ninguna cosa, sino en lo que es voluntad de Dios; ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo». Así escribía san Juan de la Cruz en sus Propiedades del pájaro solitario. Otro gran místico, el sufí Suhrawardi, describía un pájaro similar: «todos los colores están en él, pero él es incoloro». Aprender el lenguaje de los pájaros, tarea del místico. El gran ucello de Leonardo da Vinci, vive del aire y, para estar más a salvo, «vuela sobre las nubes y encuentra un aire tan sutil que no puede sostener a los pájaros que lo persiguen».

Y nos cuenta Attar en su Conferencia de los pájaros la historia de un largo y penoso viaje, el que deben realizar las aves para llegar hasta el  Simurg, al rey de los pájaros. Un viaje tan largo y difícil como el que otros místicos realizan hacia el corazón de una piedra. Los pájaros peregrinos deben cruzar siete valles para encontrar al Simurg: el valle del Amor, el valle del Entendimiento, el valle de la Separación, el valle de la Unidad, el valle de la Unidad, el valle del Asombro y finalmente, el valle de la Privación y el valle de la Muerte. Los siete valles de Attar, las siete moradas de Teresa de Jesús, los siete palacios de siete moradas del misticismo judío, las siete cabezas de la bestia del Apocalipsis, los siete grados de amor de san Juan de la Cruz que podrían ser siete valles de piedra. Símbolos de una experiencia de unidad.
Y ese símbolo, experiencia mil veces plegada sobre sí misma,  se despliega en la lectura de un poema, en la lectura de un cuadro o en la lectura de una talla de piedra.

El mismo san Juan de la Cruz, que escribió las propiedades del pájaro solitario, dibujó al Cristo en la Cruz, hablando del vuelo con un lenguaje diferente. No se esforzó san Juan por reproducir con realismo la imagen de un cuerpo clavado a una cruz, y, de todas las encarnaciones matéricas del mundo invisible con las que el arte ha dotado al Cristo crucificado -el sufrimiento, el dolor, la soledad o el abandono-, eligió el vuelo.

Al contemplar este dibujo, vuelven a nosotros las propiedades del pájaro solitario, escuchamos casi un aleteo, porque también aquí, hay un pájaro que remonta el vuelo desde el madero.

Pájaro que otro artista talló en piedra, capaz de volar con sus plegadas alas de mármol, y que habla del vuelo místico a través de la reverberación poética.
Porque en el mundo de la mística los libros de piedra que el gigante de la noche traía en su bandeja, y nos ofrecía a examen, eran libros alados también. Porque en ese espacio umbral, espacio indiferenciado en el que cohabitan todas las metáforas, una piedra y un pájaro son la misma cosa.