Un hombre saca una silla al balcón. Para nada, para sentarse, para mirar la calle, para simplemente vivir. Desde ahí contempla la mala hierba que crece en los tejados. “Sube su verde claro, / que su vida es subir”, nos dice. Dos heptasílabos livianos, certeros, dichos casi en voz baja. Dos versos de balcón, diríase. Con esa cadencia sucinta y sin aspavientos avanza ese primer poema del libro de Rafael Espejo, que se cierra con estos versos: “Sentado en una silla con balcón / siempre es domingo”.

 

   Esa mirada amplia y de media altura atraviesa todo el libro. Así, en el poema que sigue, leemos: “(gravedad, dame el alma / secreta de las cosas)”, otros versos dichos en voz baja, encerrados en un paréntesis, y otra verdad inscrita en esa peculiar filosofía que crece en los balcones, que son ellos mismos un paréntesis, situados fuera del edificio pero pertenecientes a él, optativos pero necesarios, intrusos pero familiares. Si los balcones son un invento genial, puede decirse lo mismo de los paréntesis en la escritura, que rompen, como los balcones, la dicotomía del adentro y el afuera, creando una vía intermedia, un aparente obstáculo que en realidad es un pasadizo, una niebla que no cubre sino esclarece:

 

¿Habéis tenido alguna vez

la sensación de bruma

de no estar donde estáis,

de ser un pensamiento?

 

   Hierba en los tejados está escrito con la mirada movediza e inquieta de la bruma, que admite los contornos difusos a cambio de percibir el alma secreta de las cosas. La voz del poeta nace de un sitio intermedio, en suspensión, donde no se aspira a la nitidez de lo que ve, sino a una visibilidad de mayor alcance, con su dosis inevitable de espejismo. Así, cuando la mayoría de los poetas se enfrentan a la luna sin velos, Rafael Espejo prefiere caracterizarla como “ese híbrido / de piedra y nube”, porque así es las luna que vemos, siempre o casi siempre velada por las nubes, o sea una luna insertada en su contexto, real y no arquetípica. Pareciera, así, que el libro rehúye un enfoque demasiado preciso de las cosas, para no perder de vista el entramado que establecen entre ellas; de ahí la presencia constante del paisaje, aquello que abraza y contiene, aunque sea al precio de cierta difuminación. Hierba en los tejados apuesta por una mirada al fin y al cabo religiosa, entendiendo por ella un sentido innato de las proporciones, de cómo lo grande y lo pequeño, el exterior y el interior, lo físico y lo intangible se complementan y se confunden. En este sentido, el libro es una secreta declaración de la necesidad de equivocarse para comprender de verdad. No hay revelación sin un margen de error y no hay verdad que valga si no es una verdad incompleta:

 

Si digo que los árboles alzan o extienden ramas

para dar su opinión,

o que miran de frente cómo el camino llega,

sé muy bien que me engaño.

Me engaño por amor. Por restaurar

el mundo. Por verlo.

 

   Por eso, la infancia, la genial equivocadora de tamaños y de formas, tiene un lugar privilegiado en el libro, no sólo como evocación del pasado sino, sobre todo, como entonación de la voz, de la cual es un ejemplo magnífico el poema que empieza: “Pienso emprender un largo viaje. / Probablemente / pasará mucho tiempo hasta que vuelva”. Ese largo viaje puede ser tan corto como sacar una silla al balcón para mirar la hierba que crece en los tejados, pues lo que el niño ve, tiene la virtud de abrazarlo todo sin detalle, de concretarlo todo sin precisión y de ser vívido a pesar de ser borroso. Su mirada conjuga la máxima levedad con la mayor solidez, como puede verse en estos que son tal vez los versos más sencillos y contundentes del libro:

 

Es lo que más añoro:

una casa sin puertas,

sin ventanas, sin techo.

 

   ¿Hay mejor descripción de la morada de la poesía que ésta?

 

Rafael Espejo, Hierba en los tejados, Valencia, Pre-Textos, 2015.