Roge nació una tibia tarde otoñal. No hizo mucho ruido al nacer, no abrió los ojos hasta pasadas semanas y su respiración tranquila, a veces, asustaba mucho a sus padres. El día en que nació todos los vecinos del pueblo fueron a visitar a la madre exultante y orgullosa. Por fin había un alumbramiento en el pueblo, hacía cinco años que eso no pasaba. El niño enrojecido no se movió ni un ápice cuando cada hombre y cada mujer de la villa asomaron su cabeza por encima de su cuna. Tampoco se quejó cuando las ancianas comprobaron concienzudamente que hubiera cinco dedos en cada mano y en cada pie.

“Tendrá que ir a la escuela”, decían los hombres jóvenes. “Podré jugar al escondite”, pensó sonriente uno de los pocos niños. “Será callado”, aseguró el progenitor. La madre le miró con dudas y quiso saber por qué su hijo sería callado. “Los niños que nacen en otoño son poco habladores porque les da muy poco la luz. Sin embargo, los niños que nacen en verano pronto empiezan a parlotear porque durante dos meses los rayos del sol activan cosas que tenemos por dentro”, dijo el padre pensativo y la madre asintió.

Durante la primera noche, a la madre le costó un mundo dormir. Le dolían los bajos y la espalda, pero lo que le quitaba el sueño era el dislate que había dicho su marido delante de todos. Estaba la dueña de la pensión, el labrador de la loma, el médico de la cabeza que era capaz de curar casi todos los males solo con sus palabras, el hijo del general y la nieta del alcalde. Todo el pueblo diría que su esposo era tonto.

Las semanas avanzaban sin sobresaltos. Cuando el padre de Roge se iba al campo a trabajar, la madre lo arrimaba a las ventanas desde bien temprano. A veces incluso abría el tragaluz del salón pobre para que el sol incidiera directamente en el rostro de la criatura. Pero hacía mucho frío y lo cerraba pocos minutos después. Roge casi no abría su boca menuda, solo para mamar. Tampoco lloraba por las noches ni por las mañanas, ni cuando lo lavaban con paños calientes ni cuando los pañales de trapo irritaban su suave y débil piel.

Había mucho silencio en la morada, y la madre veía con tristeza como las palabras que había dicho su marido empezaban a cobrar sentido. “Será callado”.

Roge aprendió a pedir el pecho con las manos, a pedir cariño con los labios y a indicar que le molestaban los pañales húmedos con las piernas. Un día, pasados varios meses desde su nacimiento, abrió por completo los ojos. Sus esferas cristalinas eran azules y grises, tenía las pupilas muy dilatadas y cuando su madre lo miraba quedaba encandilada. A Roge le gustaba observarlo todo, pero no decía nada. Los ojos se le desorbitaban por las noches cuando veía a través de los cristales las farolas tintineantes del exterior. En la calle sombría se dibujaban aureolas naranjas y amarillas alrededor de los farolillos que colocaron los hombres del pueblo hacía ya muchos años para poder volver achispados de la taberna local sin tropezarse con todo. A Roge le fascinaba más la noche que el día.

“Te lo dije. Será un crío callado por nacer en otoño”. Y la madre rompió a llorar. “Dices tonterías porque eres tonto y lo sabe todo el pueblo. Tu hijo no es una planta, no es por eso que dices de la luz. El sol está allá arriba y nosotros aquí abajo. No tiene nada que ver”. Y se sentó en una esquina del salón cercana a la estufa, y siguió llorando hasta que le escocieron los ojos. Las lágrimas y las mucosidades formaron un charco en el suelo que limpió con su propio mandil. Mientras, Roge miraba atento por la ventana porque estaban a punto de encenderse los farolillos de la calle. El padre se acercó a él, le agarró de la cara con fuerza y le gritó. Cuando el pequeño consiguió desatarse de las nudosas manos del hombre recio, las luces ya se habían encendido y sonrió.

Cuando Roge tuvo edad de ir a la escuela, en casa hubo grandes discusiones. La madre quería llevar a su primogénito al médico de la cabeza para que lo curase, pero el padre se negaba con rotundidad. “Si no vale para estudiar tendrá que venir conmigo al campo a trabajar”. Los litigios duraban días enteros. La madre pensaba que estando con otros niños Roge se arrancaría a hablar; el padre le contradecía repitiendo una y otra vez que los niños que nacen en otoño son callados, “y este, concretamente, nos ha salido mudo”.

 Una mañana, el padre taciturno desayunó ferozmente, empaquetó pan y carne en salazón y en el umbral de la puerta avisó con voz grave, “volveré en unas semanas, nos vamos los hombres del pueblo a hacer madera al otro lado de la montaña roja”. Con vehemencia y sin mirar a Roge, cerró de un tirón brusco la puerta. La madre, que en otra circunstancia hubiera roto a llorar por la forma dramática con la que el hombre de la casa anunciaba sus viajes de trabajo, esta vez sonrió. Sin pensárselo dos veces, agarró a su hijo, lo aseó con el agua helada de la tina y lo vistió sin orden ni concierto. “Tu padre dice paparruchas, porque a él sí que le falta un hervor, pero a ti, hijo mío, te vamos a curar”. La madre fue a su alcoba, se metió debajo del catre y levantó una madera astillada del mosaico deforme del piso. Metió la mano en el hueco y extrajo de las entrañas del hogar una bolsita con forma de corazón.

Roge ya tenía seis años pero seguía sin hablar. En alguna ocasión su madre había intentado que otros niños fuesen a casa para trastear con él, pero ninguna madre estaba dispuesta. “No es que no me guste ese muchacho, pero no quiero que le pegue el mutismo a mi hijo, ahora que ya le han enseñado a leer en la escuela”. El padre de Roge prohibió tajantemente de su hijo fuese a la escuela porque no quería que todo el mundo se riera de su familia.

La madre de Roge lo cogió de la mano y lo llevó a ver al médico de la cabeza, curandero del pueblo capaz de sanar todos los males solo con sus palabras. El niño se sentó frente al doctor, la madre miraba sonriente a su vástago. “Quiero que lo cures, quiero que hable, que sea como los demás”. La consulta del médico de la cabeza no era blanca. Colores vivos inundaban la estancia angulosa, que apenas tenía tres sillas y una mesa llena de restos de hierbas medicinales. En las paredes había decenas de cuadros, dibujos, colgajos ruidosos, mapas y el busto disecado de un ciervo poco cauto.

El doctor miró a la madre desilusionado, de pronto en su rostro se dibujaron ojeras de pena, sombrías. Pidió a la madre que llevase a Roge a la biblioteca, una sala anexa a la disparatada consulta. “No puedo curar a tu hijo porque yo curo con las palabras, y sé de sobra, porque este pueblo es muy pequeño y contagioso, que Roge no puede hablar”. La madre no se resignó, “imagino que podrás utilizar otro tipo de técnicas, técnicas más especiales para que mi hijo se arranque de una vez. Tengo mucho dinero”. Y enseñó al médico de la cabeza su sonora bolsita con forma de corazón. “No se trata de dinero. Yo no sé lo que tiene tu muchacho. Creo que es callado y que no hay que darle más vueltas. Lo mejor será que le enseñen un oficio”.

La madre, con un cabreo monumental fue a buscar a Roge a la biblioteca, que miraba boquiabierto un libro de planetas. Mientras agarraba a su hijo de la camisa, y este a su vez asía con fuerza el libro de la solapa, la madre gritaba un sinfín de improperios al médico torticero. Éste, avergonzado, solo acertó a decir “señora, no es mi culpa que usted pariese en tan mala época para el habla. Su marido me avisó de que vendría en cuanto él se fuese a hacer madera. De regalo, que Roge se quede el libro de astronomía”.

La madre, encendida por las palabras socarronas del médico de pacotilla, arrastró al niño de vuelta a casa bajo la mirada atenta de todos los vecinos, que observaban con lástima la mala fortuna del mudito Roge. Una vez en el hogar, la madre se calmó con infusiones de manzanillas y se sentó junto a su hijo a mirar el libro que lo tenía ensimismado desde que salieron de la consulta. Roge miraba cuidadoso cada página del libro gordo y colorido. La madre lo cogió en su regazo y empezó a leerlo a viva voz, se olvidaron de merendar y de cenar, estaban enganchados a los planetas y a las estrellas. Juntos se embarcaron en el viaje de la creación de las constelaciones, orbitaron con la luna y descubrieron que una de sus caras era más tímida que la otra. Se asustaron con la materia oscura y los agujeros negros, y rieron con la explosión de las estrellas viejas.

Cuando comenzó a anochecer, Roge huyó del regazo de su madre para mirar por la ventana, y ver, una noche más, cómo se encendían los farolillos de la calle. Contrariado, miró a su madre y ésta se acercó. Las lucecillas para los borrachos no funcionaban, el tendido eléctrico se había roto. La noche oscura dibujaba tinieblas de fauces feroces y muchas mujeres del pueblo comenzaron a gritar y a llorar. Algunos niños aprovecharon el apagón para jugar al escondite y para urdir fechorías.

La noche siguiente tampoco se encendieron los farolillos, tampoco la siguiente, ni la consecutiva a esta… Hasta que los hombres no regresasen de hacer madera, el cielo cubriría de negro las noches del pueblo perdido. Roge estaba triste y taciturno. Por las mañanas y por las tardes no se separaba de su nuevo libro, pero cuando anochecía y se arrimaba a la ventana para ver el encendido que no llegaba, las lágrimas se le acumulaban en sus cuencas oculares y rompía a llorar.

Una mañana luminosa, pasadas ya varias semanas desde que los hombres bastos se marcharan a derribar árboles, apareció el padre en la casa exigiendo comida y bebida en la mesa. La madre, que no esperaba otro saludo, hizo carne y pan para el esposo peludo y mugriento. “Ya me han dicho que se ha roto el alumbrado y que habéis tenido miedo por aquí. Pero tranquila mujer, que esta tarde lo arreglaremos todo, y ¿qué es ese libro que mira el crío?” La madre no contestó y el marido dejó de hablar para engullir la comida caliente.

Después de comer todos los hombres se reunieron en la plaza para examinar los cables y las bombillas. Nadie se electrocutó. Pocas horas después la luminaria estaba arreglada. El padre volvió a casa, se acercó a su hijo y le dijo, “Roge, tranquilo, que esta noche podrás ver tus lucecitas otra vez”, el niño no levantó la vista de su libro, miraba unas páginas brillantes llenas de esferas ardientes. “Ya ni me mira. No es que sea mudo, es que te salió tonto”, le dijo a la mujer entre risotadas.

La tarde llegaba a su fin, todas las familias del pueblo se disponían a ver el encendido del pobre alumbrado. Roge, acompañado de sus padres, salió a la plaza atestada de curiosos que querían comprobar que los farolillos funcionasen. Roge tenía los ojos vivos y sedientos de luz, miraba hacia arriba, casi hacia el cielo, ansioso de ver lucir las tristes bombillas que lo habían abandonado hacía unas semanas. Y por fin lucieron. La gente empezó a aplaudir y a gritar, Roge dio saltos de alegría, sus lucecitas habían vuelto, y en medio de la algarabía se oyó una voz infantil desconocida, “¡Esto ha sido como en el amanecer cósmico! ¡Es el amanecer cósmico! ¡Es el amanecer cósmico, mamá!”