“No hay nada más peligroso que un amigo indiscreto.

A veces es preferible un enemigo prudente”

Jean de la Fontaine

                                                                                                                             

                                                                                                                             

     Al reconocer la tinta de su pluma modelo Balzac, la grafía de su letra, la dedicatoria y su firma, sintió un odio en espiral que degeneró en tristeza y bochorno: su ego tiritaba de rabia.

 

     Como cada domingo antes del vermouth, se había acercado a curiosear entre los puestos de la plaza. La compra de una cajita de nácar y de un pisapapeles con forma de tortuga le había puesto de un excelente humor. En medio de aquella anarquía de saldos, figuras de porcelana, postales con matasello del extranjero, gramófonos con carcoma, soldados de plomo, bodegones carentes de perspectiva y enciclopedias desfasadas no esperaba encontrar su novela. Y menos aún, dedicada: A Pablo Nebout, con toda mi admiración. Recordó el lugar y el momento exacto, el humo de tabaco desdibujando los rostros, la risa hueca de un prestamista, las manos de la camarera al trasvasar el café desde la bandeja a la mesa de mármol. Por eso la traición le dolió más. 

 

     Quiso impedir que otros pudieran descubrir la humillación y compró el libro. El librero le reconoció, mirándole dos veces y levantando las cejas. Llevaba guantes recortados a la altura de las falanges y expulsaba vaho como un tigre de Bengala en las calles de Oslo. Al tenderle el libro, le dijo con sorna:

 

     --Así agotamos la tirada, ¿no?

 

     Se alejó furioso, culpando de la escena a Pablo Nebout. Le costaba respirar. El libro le quemaba en el bolsillo. Caminando entre la gente se sentía al borde de un ataque de ridículo. Buscó refugio en la catedral. Pero ni el hombre crucificado, ni la luz de las vidrieras le devolvieron la calma. Sentado en el banco de una de las capillas recorrió, desde la rabia incontrolable hasta la lástima, todo el abecedario de sentimientos. Conoció a Pablo Nebout en una de esas clases de soberbia que son las tertulias literarias. Lo recordaba manejándose con la invisibilidad de un hijo ilegítimo, la mirada y la respiración tranquila, las manos de campesino apoyadas sobre una carpeta y el cuello embutido en una bufanda marrón. Guardaba silencio y escuchaba. En un ambiente de vanidad y vacío intelectual, todo el mundo escribía cuentos que se asemejaban a besos precipitados. Él, por su parte, compaginaba los estudios de comercio con la escritura; sus dos intentos de novela habían resultado galardonados con múltiples cartas de rechazo.

 

     Pablo Nebout dejó de asistir a las tertulias, en un destierro voluntario del que nadie pareció percatarse. Durante meses, se borró de la vida. Lo siguiente que supo de él fue la publicación de un libro de cuentos titulado El amor es un impasse entre dos soledades. Al leerlo, sintió envidia y admiración a partes iguales. Era uno de esos libros construidos, a golpe de desgarro, en noches de insomnio y dolor de cabeza. Aquellos doce cuentos aguantarían el paso del tiempo y se convertirían, para mucha gente, en dogma de fe.

 

     Con los años el corazón y los sueños se van estrechando. Sobre su fracaso literario edificó una próspera carrera de importador de café, renunciando a la escritura y caminando de la mano del demonio del comercio. Pero la repentina publicación de su novela, Las variaciones Goldberg, había despertado su idilio con la diosa Literatura, esa furcia que despreciaba la condición social y la belleza y visitaba a domicilio, sin avisar, levantándose la falda y dejándose hacer sobre la cubierta de la cama. El día que lo encontró en el café y le dedicó su novela, se sintió feliz.

 

     Sus piernas le llevaron a un barrio obrero. Soplaba viento de levante. Las chimeneas de las fábricas anulaban toda esperanza de arco iris. En un solar próximo campaban las ratas y los galgos asilvestrados. Dio dos vueltas alrededor de la casa de Pablo Nebout, en un asedio no declarado, sin atreverse a subir. Era uno de esos edificios en ruinas, con sábanas blancas alborotadas y los aleros del tejado plagados de nidos de vencejo, que no se desplomaban por no molestar. Le pareció intuir una sombra humana tras el vuelo de la cortina. Pero no tuvo el valor suficiente para cruzar el umbral. 

 

     Pasó la tarde sentado en un café, con la mano derecha aplastando el ejemplar de su novela –una novela que ahora le parecía mediocre e indigna-, mirando desfilar ombligos femeninos e ideas trashumantes, hasta que atrapó una. Se le antojó elegante e ingeniosa: añadiría una nueva dedicatoria y le enviaría el libro por correo. Sacó de su abrigo la pluma modelo Balzac y escribió: A Pablo Nebout, con renovado afecto. De la misma manera que el adúltero divide los sentimientos entre el placer y la culpa, se sintió aliviado y nervioso.

 

     A la semana siguiente, como cada domingo antes del vermouth, regresó al puesto del librero. Bajo una edición en piel de Las Confesiones, de Jean-Jacque Rosseau, lo encontró. No tuvo que mirar en el interior para saber que era el mismo libro. La herida, cerrada en falso, se abrió con la violencia del bisturí sobre la bolsa de pus: se dirigió a la casa de Pablo Nebout con la firme decisión de batirse en duelo al amanecer.

 

     Le abrió la puerta una mujer imantada por la pena, la frente ancha y los ojos diminutos que uno espera encontrar bajo la visera de un telegrafista. Al no ser capaz de ocultar la pobreza, se sonrojó. El olor a medicina le trajo una imagen: el cuerpo desnudo de Pablo Nebout sobre un colchón de paja, la piel de las costillas consumida, la cara, con inclinación a la melancolía, ladeada. Lo imaginó enfermo, buscando la suerte que duerme en las azoteas, tomando baños de sol y subiendo los ciento veinte peldaños de su casa, una y otra vez, como si la disciplina pudiera interferir en la salud.

 

     No pudo evitar fijarse en los zapatos sin hebilla y en los puños raídos de la chaqueta, en la entrada sin muebles y en las baldosas limpias y desgastadas. Cuando sus ojos alcanzaron, sobre el papel de la pared, la marca de un cuadro que ya no estaba, lo comprendió: Pablo Nebout había muerto y ella, acuciada por las deudas, vendía todas sus pertenencias.