Nuestra casa en Lobito Bay estaba cubierta con tejas de barro. Otras viviendas tenían tejados de zinc y otras aún los tenían de paja, amplios y en pico como si fuesen sombreros. Intercaladas al azar, el tipo diferente de las casas no las distinguía en materia de orden a la orilla del mar. Sólo manifestaba el origen de sus habitantes, hablaba de su resistencia al calor y a la incidencia del sol sobre la arena y la superficie del agua. Algunos, como nosotros, habían venido de la zona norte del Atlántico y necesitaban sombra. Otros habían venido del Mediterráneo y necesitaban un patio. Otros habían venido del Índico y necesitaban esteras. Los naturales del país apenas necesitaban nada. Tenían el sol, el agua, la fruta y la oferta del mundo natural. Pero si había alguna diferencia entre los pescadores y sus mujeres, algunas de piel más oscura, otras de piel más clara, esta diferencia se diluía por completo en la banda indistinta que sus hijos formaban al caer la tarde. Lo recuerdo como si fuese hoy. En Lobito Bay, cuando el sol se iba poniendo y partían los barcos a la pesca, nosotros, los hijos de los pescadores, nos lanzábamos en dirección al baldío, y allí corríamos juntos, como si fuésemos hermanos, hijos indistintos de un único y primer hombre del mundo.

Contó el profesor, cuando nos sentamos a la mesa.

Como si fuésemos hijos indistintos del primer hombre del mundo, formábamos una bandada de hermanos en plena competición por nada, añadió el profesor. En esta especie de exigencia de velocidad, la causa que nos movía era más fuerte que el objetivo. Mejor dicho, entre nosotros, la causa se confundía con el objetivo, y causa y objetivo se realizaban a un tiempo y en conjunto. En conjunto tomábamos posesión del terreno, en conjunto nos preparábamos. Como si la carrera fuese un acto oficial y último, en el momento de la salida permanecíamos tensos, ajustando con desvelo milimétrico los talones desnudos a la línea dibujada en el suelo. Concentrados, serios, contenidos, en cuanto oíamos la señal de partida nos lanzábamos a una carrera enloquecida, viendo desaparecer ante nosotros las piernas de los más viejos, y viendo seguir sus huellas a los más ágiles de entre los más jóvenes, ganando distancia, mientras los menores y menos ágiles iban quedando atrás, cada vez más atrás, sin perder, no obstante, el sentimiento de alegría de sentirnos lanzados a una carrera en la que sólo podrían resultar vencedores los más altos y ágiles. Para los de menor edad nos bastaba sentirnos incluidos en el número de treinta corredores de fondo que recorrían la faja de baldío que se extendía a lo largo de la orilla. Con eso nos sentíamos orgullosos de nuestra vida.

Éramos inocentes de todo lo que se pudiese decir con relación a la terminología atlética. No conocíamos la palabra sprint, ni las palabras match o team formaban parte de nuestro escaso vocabulario, una especie de mínimo denominador construido por sustracción entre las hablas diversas de nuestros padres. Verdad es que por aquel entonces, Frank Shorter se había transformado en el rey de las carreras y la palabra jogging se había extendido por los cuatro rincones del mundo, pero entre nosotros, sin televisión, sin periódicos, ni siquiera la palabra atleta era un término utilizado. Lo he dicho ya, lo que queríamos nosotros sólo era correr. Como desde siempre, como desde el principio del mundo, deseábamos sólo ser únicos, y deseábamos pertenecer. Pertenecer a la bandada de chiquillos cuyos pies alzaban el vuelo sobre la arena, formar parte de aquellos que tenían alas en los pies, alas en los brazos, alas por todo el cuerpo, y ser alguien entre ellos. Eso era todo lo que queríamos. Al final de la carrera, podía ser uno el penúltimo o incluso el último, eso no importaba. Compréndase. Cuando yo era niño en Lobito Bay, uno no estaba vivo si no corría. Dijo el profesor. Correr, sólo correr por correr, superar la distancia en medio de los otros, formar parte de aquella prueba de velocidad colectiva, eso era todo lo que uno pretendía, independientemente de quien iba detrás o delante, de quien caía y quedaba atrás sangrando, o de quien alcanzaba la meta con los brazos al aire declarándose vencedor. En nuestro mundo, ni siquiera había vencedor. Sólo había corredor. Corredor de fondo. Ser y pertenecer, esa era la orden única implícita en el desorden que nos envolvía. Como si fuésemos una bandada de pájaros rebeldes, que en vez de hacer ejercicios en el cielo prefiriésemos  hacerlos en la tierra.

¿Por qué no decirlo? Dijo el profesor.

Verdad es que a veces oíamos detonaciones rondando por el espacio abierto de Lobito Bay, y teníamos noticia de que más allá de la vegetación rala, había unos libertadores que vendrían un día a darnos lo que no teníamos. Oíamos disparos unas veces más lejos y otras más cerca, pero nada de eso nos importaba. Que disparasen. Lo que nos inquietaba eran los movimientos inexplicables de las bandadas de aves que pasaban ante nosotros. ¿Por qué daban vueltas en conjunto, los pájaros, sin equivocarse nunca? ¿Cuál de ellos lideraba el grupo, y cómo era elegido? ¿Cómo se distinguían? ¿Por qué aquella V abierta si volaban bajo, y aquella V aguda cuando volaban alto? ¿Por qué aquel quiebro súbito en la ruta, cuando iban en línea recta? ¿Y qué especies eran aquellas que formaban las bandadas, y que no se distinguían a lo lejos? Mientras, volando bajo, al alcance de nuestra visión, pasaban pardales, cuervos, garzas. En los charcos revoloteaban pájaros-secretario, gaviotas y grandes zancudas, los ibis rojos, el flamenco rosado. Pero el pájaro más amado por el grupo de los chicos de la zona de frontera con la ciudad de Lobito, a la que llamábamos Lobito Bay, era otro.

Era un ave pequeña, huidiza, un pajarillo que iba y venía, que ahora estaba o no estaba. Era la golondrina. Dijo el profesor, mientras nos servían el primer plato.

Había razones para eso, añadió el profesor. El pájaro favorito de los chiquillos en Lobito Bay era la golondrina porque volaba bajo, porque parecía no pesar nada, porque se desplazaba de modo tan rápido que no paraba para alimentarse, porque volaba con el pico abierto, convertido en un embudo, para engullir los insectos en el aire, siguiendo viaje sin perder un instante. Desde hace tiempo se sabía que la golondrina era el rey de los corredores, y tanto era así que entre el grupo de los mayores se había propagado cierto secreto que no se contaba a nadie. Pero el muchacho más alto y más ágil, el que más alzaba el brazo junto a la meta, un día, estando algunos de nosotros sentados en un escollo, escuchando a lo lejos los tiros de los libertadores, se olvidó de que yo era uno de los menores y confesó el secreto. Era cierto y seguro. Corría el rumor de que quien comiese el corazón de una golondrina acabaría convirtiéndose en el corredor más rápido del mundo. Por eso, él, el más ágil, ya había intentado todo para cazar una golondrina viva. Nos encontrábamos sentados en la arena, de cara a la carretera, y todos tenían la misma certeza. Quien comiese el corazón de una golondrina. Quien lo comiese. La cuestión es que corría el mes de marzo y pronto las golondrinas desaparecerían. Se acercaba la primavera en Europa. Dentro de unos quince días, machos y hembras ya habrían abandonado los nidos.

Dijo el profesor, iniciando sólo entonces el segundo plato, cuando ya todos habíamos dejado los cuchillos y los tenedores. Habíamos invitado al profesor, queríamos aprender del profesor.

Sí, también yo soñaba con esta captura imposible. Dijo él. Era de los que permanecían inmóviles en el suelo, antes de alcanzar a los que corrían. Nada raro, las manos me sangraban, la barbilla estaba desollada,  corría sangre de las rodillas. Incluso así, me levantaba rápido, y tan pronto la carne entrase en calor, y si no sangrase demasiado, continuaba yo la carrera. Una vez terminada, no decía nada. Cuando volvía a casa, me sentaba bajo la gran tipuana que bordeaba nuestra casa, sin decir palabra. No obstante, nuestra madre sabía lo que pasaba. Silenciosa, se acercaba con una palangana de agua tibia y un paño blanco al hombro, se inclinaba sobre mis rodillas e iniciaba la operación de limpiar las heridas. Con una pinza aguzada, retiraba uno a uno los granos de arena, luego con una especie de pincel, pasaba sobre las heridas una tinta roja que alargaba el aparato visual de las escoriaciones, dándoles el terrible aspecto de llagas. Al fin, como testigo de mi bárbaro esfuerzo y de mi vano estoicismo, mi madre movía la cabeza –“Déjalo, chico, uno nace para lo que nace. Tú no naciste para corredor de fondo, eso se ve. Déjalo…” Pero yo no lo dejaba. Dijo el profesor. Y en uno de esos días que siguieron al desastre monumental  de un trompazo colectivo en la arena, con varios de mis compañeros saltando por encima de mi cuerpo, pero ellos heridos y yo no, ocurrió un milagro en Lobito Bay.

Ocurrió al caer la tarde, casi de noche.

Verdad es que, más o menos, a aquella hora, llegaba hasta nosotros el sonido de los estampidos secos, de los disparos de los libertadores, pero no había ningún peligro, pues los tiros partían no sólo de gente que deseaba libertar a alguien, sino que además, fuese como fuese, esa liberación ocurría a distancia. Entonces no era necesario pensarlo dos veces. Si en la cocina faltaban aceite y vinagre, y yo era el único hijo disponible sería yo quien fuese hasta la cantina, un almacén, casi una barraca, que quedaba en el último extremo de la carretera. Los tiros sonaban muy lejos. Yo fui hacia allá, en una carrera, y nada especial aconteció. Fue sólo al regresar cuando ocurrió lo extraordinario. Cuando caminaba ya al paso, con los pies enterrados en la arena, de pronto, un pequeño cuerpo alargado de color azul-golondrina, cayó a mis pies.

Incrédulo, miré al suelo, y vi que el pequeño cuerpo fusiforme que había caído ante mí era realmente una golondrina. Una golondrina maltrecha, con las piernas rotas, caída de lado, agitando sobre todo un ala, como queriendo en vano alzar la cabeza picuda. Se trataba de una golondrina azul que perneaba ahí en el suelo, mirándome. Tan verdadera era, que en aquella luz amarillenta del ocaso africano, parecía negra, negra como en las leyendas. Las alas negras, el vientre blanco, el pequeño pico amarillo, todo era real y verdadero. Miré a mi alrededor, estaba solo, el mar, ante mí,mostraba su conformidad, y, encima, la bóveda celeste, casi oscura, también. No había duda. La golondrina era mía, sólo mía, y había caído del cielo. Había caído, sin duda, como resultado de un impacto contra los hilos eléctricos que marcaban un trazo continuo a lo largo de la carretera y se perdían más allá, pero, para mí, aquel pájaro, había caído del cielo. Las botellas de vinagre y aceite, metidas en la bolsa, quedaron bajo mi brazo. La golondrina, lustrosa como seda, e inmóvil, quedó presa entre mis dedos.

Sosteniendo la golondrina contra el pecho, corrí hacia mi casa. Dijo el profesor cuando ya nos servían otra vez el vino y el segundo plato. ¿Por qué razón no quiso servirse el profesor?

Él dijo. Sí, corrí hacia la casa, entré en la cocina donde mi madre, preocupada por mi retraso, estaba esperándome, pero antes de que pudiera decirme nada, e incluso antes aún de entregarle las botellas, extendí mis manos sosteniendo la golondrina. Conté lo que había ocurrido, lo conté  conteniendo a duras penas  la respiración, le expliqué lo que deseaba hacer con aquella golondrina que me había enviado el azar. Le expliqué sobresaltado, loco de emoción y alegría, que yo tenía que comerme el corazón de aquel pájaro. Mi madre se sentó, me pidió que abriera las manos, que le mostrase el pájaro que había caído a mis pies. Cogió ella la golondrina en sus manos, observó las llagas, le pasó la mano por encima, y me preguntó qué quería hacer yo.

-Comerle el corazón –dije.

-¿Y cómo vas a hacerlo? –preguntó mi madre.

Fui directo y claro, triunfador. -Primero le corto el pescuezo, después le quito las plumas del pecho, después con nuestro cuchillo de trinchar le saco el corazón del pecho. Después, cojo el corazón y me lo como…

Yo repetía lo que le había oído decir a mi colega mayor.

-¿Qué le comes el corazón así, crudo, tal como está dentro de ella? –quiso saber mi madre.

-Sí –dije yo. –Quien come el corazón de una golondrina cogida viva será el corredor más rápido del mundo. Yo voy a ser el corredor más rápido del mundo, madre.

Mi madre mantenía al animal herido entre sus manos, y no se movía ni acababa de disponer la cena. Estábamos encerrados en la cocina, porque así lo había querido yo, para que el pájaro, con un súbito aliento de vida, no pudiera escaparse por cualquier espacio mal cerrado de una puerta o una ventana. Mientras tanto, yo ya había cogido el cuchillo. Un cuchillo corto y pesado, de los de trinchar. Lo agité en el aire y sí, yo podía con él. Podía manejarlo. Y fui hacia la golondrina.

Entonces, mi madre empezó a decir que me entendía muy bien, que mi plan estaba muy bien, que era un plan muy eficaz, pero que ya era muy tarde, que mi padre estaba a punto de llegar y también mis hermanos, cuyas voces ya se oían allá fuera, y que para que aquella ceremonia pudiese realizarse con tranquilidad, lo mejor sería dejarla para el día siguiente. Al día siguiente, cuando mi padre estuviera aún en lo mejor de sus sueños, y cuando mis hermanos no se hubieran despertado aún, entonces podría hacer lo que había previsto. Sí, con calma, yo podría matar la golondrina, sacarle el corazón del pecho, y  comerlo en paz, como estaba previsto. Entre tanto, dejaría la golondrina metida en una caja de zapatos hasta la mañana siguiente, y la caja quedaría bien cerrada dentro de mi cuarto.

-¿Y si se escapa? –pregunté yo, suspicaz, inquieto.

-¿Cómo va a huir si tú mismo la guardas?

-Madre, esta noche no quiero acostarme.

-¿Por qué no?

-Madre, esta noche no quiero cenar.

Y me encerré en mi cuarto, sin cenar, y no pude dormir. Miraba la caja de zapatos. En la tapa de la caja, mi madre había hecho unos pequeños agujeros para que el pájaro pudiera respirar, y la dejó en la mesita de noche, al alcance de mi mano. Pues no. Yo no iba a quedarme dormido aunque los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Me pesaban tanto que se cerraron por un breve instante.  O un largo instante, yo, siempre vigilando. Pero a la mañana siguiente, cuando desperté, abrí  la caja y no estaba la golondrina.

Dijo el profesor, dejando el tenedor en el último plato.

Sí, la caja estaba vacía, la tapa levantada, y la golondrina había escapado. Mis gritos despertaron a toda la casa. ¿Quién me ha robado la golondrina? Y, si nadie la robó, entonces ¿cómo se ha escapado? ¿Si estaba moribunda y paralizada cuando mi madre y yo la vimos por última vez, antes de cerrar la caja? Y aunque se hubiese curado durante la noche ¿cómo había tenido el pájaro fuerza suficiente para levantar la tapa? ¿Para cerrar la tapa? ¿Y por dónde se había escapado, si la ventana estaba cerrada, y también la puerta del cuarto? Ante mi padre y mis seis hermanos, todos de pie, de madrugada, mirándome, mis preguntas eran lógicas pero la respuesta era sólo una con relación a la golondrina. Hiciese lo que hiciese, ya no podría cortar su pescuezo oscuro con un cuchillo, no arrancaría las plumas de su blanco pecho, no arrancaría el corazón de aquel pecho, no podría comer el corazón de la golondrina. El pájaro había desaparecido, había desaparecido también toda mi esperanza, sólo el cuchillo, el pesado cuchillo que yo la noche anterior había soñado manejar con golpes certeros, eso sí estaba sobre la piedra de la cocina. Mis lágrimas, al mirar el cuchillo, brotaban en cascada. Y, encima, todos mis hermanos conocían ahora mi secreto, guardado hasta entonces con tanto cuidado. Conocían ahora mi esperanza secreta de convertirme en un gran corredor, el mejor del mundo, y eran testigos aquella mañana de mi profundo descalabro. Mis hermanos. Y así estuve llorando varios días no sólo por la pérdida en sí, sino, sobre todo, por la incapacidad de descubrir la clave del misterio de la desaparición del corazón de mi golondrina. Hasta que cambió la vida en las sendas de Lobito Bay.

Dijo el profesor, cuando ya no había ningún plato en la mesa.

La vida cambió inesperadamente en Lobito Bay, repitió el profesor,  y ya todos habíamos comprendido que el profesor repetía las palabras que más le interesaban, como si fuese un poeta.

Mi madre empezó a escatimar la comida, mi padre ya no fue más a pescar. Nosotros, los chicos, aún nos encontrábamos y nos preparábamos para  volver a correr, pero apenas una semana después los corredores del descampado dejaron de reunirse. De pronto, los rostros, todos los rostros, hasta los de los chiquillos, se habían vuelto sospechosos. Sin que nada hubiese  ocurrido entre nosotros, nos habíamos convertido en enemigos. Dijo el profesor. Los tiros sonaban incesantemente a nuestro alrededor. Nuestra tipuana fue alcanzada por los disparos y la palmera también. Rantantam, rantantam, se oía en los arenales de Lobito Bay. No tardamos en entrar  en un barco de fugitivos sin nada nuestro más que la ropa pegada al cuerpo. Tomamos asiento en un barco que salía del puerto, sin destino seguro, cuando los dos grupos ya se dispersaban por las calles y arrastraban tras ellos a gente que hasta entonces había vivido en paz. Y así nos apartábamos del puerto que siete años antes nos había visto llegar, a mis seis hermanos, a mi padre, a mi madre, unidos, sin nada en las manos, cuando el barco dejó el muelle y se hizo a la mar. Pero el barco no rebasó la barra. Una embarcación ligera, pilotada por libertadores armados, obligó al barco a volver atrás, con el pretexto de que había infiltrados del grupo rival entre los pasajeros. Entonces, se oyó una sirena marcando el retorno, y fue todo muy rápido. Dijo el profesor.

Estábamos de nuevo en tierra ante el pontón, siguió diciendo.

La pasarela oscilaba, el pontón oscilaba, nos pasaron revista, pues constaba que entre los embarcados había libertadores del grupo rival, que por ahora era el derrotado. Libertadores cazando a libertadores. Descubrieron a dos libertadores rivales. Uno de ellos fue llevado a la amurada y no se oyó más que el disparo. Pero el segundo libertador estaba justo ante nosotros, todos vimos cómo ese libertador era abatido. Mi madre tuvo tiempo aún de gritar a los hijos -¡Cerrad los ojos! Con la mano izquierda intentó tapar los ojos de mi hermano menor, y con la derecha intentó tapar los ojos del penúltimo. El penúltimo era yo, dijo el profesor. Yo tenía nueve años, mi hermano tenía ocho. Estábamos todos en silencio absoluto, pegados a los tablones.

Pero mi madre no podía impedir que durante toda la vida la violencia nos rodeara. No podía. Habíamos visto morir un hombre ante nosotros y ella no podía impedir que hubiéramos visto la mirada de terror del libertador que iba a morir, su cuerpo estremecerse, saltar y después caer hacía adelante. Ella no podía impedir que viésemos cómo la espalda del libertador que  disparaba sobre el que iba a morir, se alzaba y volvía a la posición de quien se dispone a iniciar un bailoteo, pero era para tirar otros cinco tiros sobre el pecho del libertador que teníamos delante. No lo podía evitar. Ni ella ni mi padre podían impedir que de la belleza de Lobito Bay se desprendieran al mismo tiempo el mal y el bien. Pues ¿cómo iban a hacerlo si  ni siquiera ellos podían impedir que, en nuestro propio corazón, cohabitasen al mismo tiempo la esperanza más pura y la más bárbara brutalidad? Lo deseaban, pero no lo podían conseguir. Como tampoco pudieron evitar el viaje por la Costa Occidental de África hasta Luanda, sin nada nuestro en las manos. No pudieron evitar de la Historia lo que es Historia, ni lo que en nuestra especie es característico. Pero la verdad es que tampoco pudieron evitar la imagen fundadora de mi vida. Dijo el profesor. Aquella que yo imagino que ocurrió en la noche en que una familia entera se puso de acuerdo para evitar que el segundo hijo más joven, el segundo hermano menor, agarrase un cuchillo y abriese con su propia mano el cuerpo de una golondrina. Cuántos hombres condenados a morir en el futuro no habrán evitado la muerte a partir de esta noche de armisticio acontecida en Lobito Bay. Toda mi familia reunida, mientras yo dormía, llevado por sueños de victoria, en mi cuarto.

Sí, me siento culpable, dijo el profesor. Sólo en donde no hay amor no hay culpa. Dijo también, y nosotros nos levantamos y salimos de allí mudos, uno tras otro. Lo habíamos invitado para que nos hablase sólo de la belleza, pero el profesor nos había transformado, e íbamos ahora hacia la terraza, y no sabíamos quiénes éramos.

 

Lídia Jorge