Me quito la gorra y vacío la mochila: unos vaqueros, una chaqueta, una sudadera, unos calcetines, unos calzoncillos y unas cuantas camisetas. Mientras retumba la lavadora preparo un té, que me tomo, con un cigarrillo, leyendo un cuento de Katherine Mansfield. Sorpresa en el contestador: “Desde el desierto, un beso. Que el nuevo año descongele tu corazón”. Saco un par de higos del frigorífico. Es lo que más me gusta de la navidad. Los higos secos.

Luz helada.

Subo la cuesta de San José digiriendo la comida familiar, en la que no ha faltado el buen humor. Brilla el misterio de lo deshabitado en esos pocos edificios que crecieron, solitarios, en lo que eran las afueras de Zgz hace setenta u ochenta años. Desbordados por las nuevas construcciones, son células muertas que permiten analizar, como los anillos de crecimiento de los árboles, las sucesivas edades de la ciudad, su evolución.

En las fuentes del parque Grande, las hojas secas, al cristalizarse, parecen haberse caramelizado. Dos chicas extranjeras, bonitas y sonrientes, con sus blocs de dibujo, buscan un banco en el que sentarse a pintar el frío.

El placer infantil de resbalar en los charcos de hielo.

En casa ya. Enciendo el ordenador. Escribo la frase que tenía pensada, desde anoche, para este día: “34. Y no me han crucificado”.

Cervantes lo revolucionó todo cuando, al término de la aventura de Clavileño, hizo que don Quijote se llegara a Sancho para decirle al oído: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más”. Ese momento es a la literatura lo que la toma de la Bastilla a la historia.

Mi vida, esta habitación cerrada que apesta a humo frío.

Una pistola con las cachas de nácar produce el mismo efecto en un relato que una porcelana de Lladró en un salón.

Presentación de un libro de poemas. Casi todos los presentes se dedican a la versificación. Los poetas son los masones de la literatura. Y no solo porque se pasan la vida conspirando, organizado jurados y otorgando y recibiendo premios, divididos y agrupados en distintas logias. Al final del acto, la actuación: el poeta recita, como era de temer, un poema inédito. Qué manera de afantasmar la voz. Da repelús. Ni que fuera un oráculo. Los poetas deberían probar a grabar sus poemas en los contestadores de los teléfonos. Así es como tendría que sonar la poesía. Como un mensaje en el contestador. Uno de esos mensajes temblorosos que nos dejan temblando durante horas.

Le ha afectado mucho la noticia de los estragos que un huracán ha causado en Madeira. Allí pasó su luna de miel.

Fue como amputar una pierna gangrenada. No quieres desprenderte de ella, forma parte de ti, una parte importante, fundamental, pero no tienes elección: es tu pierna o tu vida. Aunque me siga acordando de ella, ya no la echo en falta. Veo que no está, pero raras veces siento su ausencia.

No es ambición literaria lo que tienen. Es únicamente ambición.

Los microrrelatistas han ocupado el lugar que los sonetistas dejaron vacío al extinguirse, y producen y venden la misma clase de churros crujientes y grasientos que, en cuanto se enfrían, y se enfrían enseguida, se ponen tan duros que no hay dios que les hinque el diente.

El español no opina. Eructa. Lees los periódicos, escuchas la radio, ves la televisión y casi todos eructan. Naturalmente, es el que eructa más fuerte el que más se hace oír. La prensa es la barra del bar donde se celebra el concurso de eructos nacional. En la calle, y en internet, los aficionados los aplauden y emulan, regoldando, que es lo mismo pero no es igual.

Ha desaparecido todo el mundo y todas las luces se han apagado, excepto las del tiovivo, que sigue dando vueltas en la noche, y yo en él.

La Biblia, en mi mesilla de noche. El hijoputa de Yahvé asola Egipto para demostrar que su poder es infinitamente superior al del faraón. Tengo que comprarme una pistola y meterla en el cajón, escondida entre los calcetines. Así, con la Biblia y la pistola en la mesilla, sabré cómo se siente un asesino en serie.

Los brillos plateados del agua en las películas en blanco y negro. No ha habido technicolor ni habrá 3D que supere esa magia iridiscente.

El camión que riega las calles deja un buen charco en el paso de cebra que cruzo todas las mañanas, siempre antes del amanecer, camino del desierto. Pisar o no pisar el charco. Es lo único que hace que un día sea distinto a otro.

Es lunes. Llueve. Un día perfecto para suicidarse.

La vida, como el tiovivo: crees que avanzas pero solo das vueltas.

Los niños se divierten en el tiovivo mientras que los ancianos, sentados alrededor, los  miran desde la distancia. Como se contempla una orilla desde la otra orilla.

La marginaban en el colegio y la gente ha seguido evitándola, yo también, pero no por lo que ella se figura: el aliento le apesta a huevos podridos, eso es todo. Una mano amiga debería ofrecerle un caramelo, y ella debería aceptarlo. Su vida cambiaría de color.

La blogosfera ha convertido a muchos escritores, no solo a los que empiezan, en hombres-anuncio. Es el género de moda: la autopublicidad.

Unos pocos escritores son los que marcan estilo. Los demás van o no van a la moda.

La primera rosa de mi rosal. Solitaria, segura de sí misma, dolorosamente roja y un poco triste.

Los aforismos son como las chaquetas reversibles. Les das la vuelta y también sirven.

La inspiración, como el riego: unas veces por aspersión y otras por goteo.

Anoche, borrachera de besos y risas y a trabajar sin dormir. La resaca, muy dulce. Rebeca, tres kilos y medio, nació ayer y hoy tocaba visita al hospital, con una cajita de bombones que la pastelera ha adornado con una rosa roja. Luz de sábado, velada por una lluvia de ámbar que preludia el verano. En la avenida, sobrevolando el tráfico, una pompa de jabón del tamaño de una pelota de fútbol. No he visto por ninguna parte al niño que la ha lanzado. ¿Habré sido yo?

Ayer encontré en la orilla del río, mientras corría, dos billetes nuevos, uno de diez y otro de veinte. Al pasar hoy por el mismo sitio, me preocupaba volver a tropezar con otros dos billetes o, peor aún, con uno más grande. Por experiencia o por instinto, desconfío de la suerte cuando amenaza con repetirse: suele tener trampa.

El escritor de diarios es un cazador de moscas.

Escriben diarios sin vida, inodoros, incoloros e insípidos.

Durante mucho tiempo he vivido convencido de que el cuerpo femenino alcanzaba la plenitud unos días después del parto. Las miraba, con sus hijitos en brazos y sus caras de peponas, y pensaba: la maternidad, no hay duda, las envuelve en un aura mágica. Era la vista que me engañaba. Ni magia ni aura. Simplemente son las tetas, que se les inflan.

Por la que están armando en el bar de abajo, España ha debido de adelantarse en el marcador. Qué buena me sabe la ensalada de todas las noches. A Jesse James va a traicionarlo uno de su banda. Ha renunciado a su carrera delictiva por amor a su mujer y a su hijo y está desarmado, descolgando un cuadro, cuando el traidor lo mata por la espalda. De niño no soñaba con ser futbolista. Yo quería ser forajido. ¿Y morir como un héroe a manos de un cobarde? No me lo había Lo ha dicho Puyol, el jugador del Barça: “Cada vez corro menos y pienso más”. A mí me pasa lo mismo. ¿Y si jugar al fútbol y escribir no fueran cosas tan distintas?

Loha dicho Puyol, el jugador del Barça: "Cada vez corro menos y pienso más. A mí me pasa lo mismo. ¿Y si jugar al fútbol y escribir no fueran cosa tan distintas?

Mi menor. Es el tono en el que me gusta pensar que están escritas estás páginas.

Quiero su sonrisa, su saliva, sus pecas, sus pestañas, sus uñas, su olor, sus soledades, la goma con la que se recoge el pelo, su forma de arrugar la nariz, su manera de sacar la lengua, su maquillaje, sus caderas, sus estrías, su cuello, el lunar escondido entre sus pechos, la dulzura violenta de sus gemidos, sus dientes irregulares, sus niñerías, su falda corta, sus zapatos nuevos, su anemia, sus implantes, su almohada, sus zapatos sin tacón, sus botas de siete leguas, sus ganas de comerse el mundo, su timidez, la tinta triste de sus poemas, sus escalofríos, sus sudores, su misterio, su pereza, sus silencios, sus temblores, sus certezas, su respiración, el diamante de su ombligo, sus pasadizos secretos, su pasado, su presente, su futuro. Lo quiero todo. Todo para mí y solo para mí.

“No escribo por dinero, pero tampoco estoy dispuesto a escribir gratis”. Debería habérselo dicho cuando me ha pedido que continúe con mis columnas, aunque ya no me las vayan a pagar.

“La vida trabaja incansablemente las veinticuatro horas”. J. G. B.

Puede que algún día olviden el sabor de sus bocas, pero no podrán olvidar a las ranas que croaban, al ritmo de la marcha Radetzky, mientras se besaban aquella madrugada del mes de julio, frente al río, en el portal de la casa de ella.

No importan las veces que te hayas enamorado y desenamorado. Un nuevo amor, cuando es verdadero, es siempre el primer amor.

Un poema, un relato y una novela se resuelven como se resuelve un crimen. Pero el escritor no es solo el detective encargado del caso: es también el asesino y la víctima.

Hay que perder la rigidez, después de haber perdido el pudor. Y escribir sin condón. Escribir como silbas cuando vas en bicicleta, como cantas cuando cantas para las paredes, como hablas cuando no hablas con nadie. Sin pretender hacerte oír, sin escucharte a ti mismo, indiferente por completo al efecto de tus palabras y a sus consecuencias. Cuesta lo suyo perderla, pero qué alivio el día que dejas de sentir ese palo que durante tanto tiempo has llevado clavado en el culo. 

Ya no leo por el mero placer de leer. Todo, hasta los papeles rotos de la calle, lo leo depredadoramente, en beneficio propio.

Pasada cierta edad deja de pasar la vida y solo pasa el tiempo.

Mejor ciego en Granada que pobre en París.

Las piernas de las parisinas, las poses dieciochescas de los parisinos (les falta empelucarse), la miseria de los miserables, tanta retórica urbanística, tanta belleza a pie de calle, tanta soledad entre tanta gente, la felicidad que se compra y se vende en los barrios del centro, la desesperación que se masca en los de la periferia, el atardecer pintando de rosa el cielo, esmaltando las copas de los edificios, y Brenda y yo buscando como locos un sitio donde vaciar las vejigas y llenar los estómagos después de atravesar el sueño perfecto de la place des Vosgues, vacía tras la lluvia. 

“Il y a certaines coses que j’écris et que je ne dirais pas de vive voix”. P. Léautaud.

Cargados de bolsas de supermercado, caminan cada uno por una acera, después de pasar la tarde del domingo en casa de su hija, con sus nietas, unas gemelas encantadoras. Cuarenta años casados y cada día se odian un poco más. Ya no les quedan fuerzas para disimularlo.

 “Lo peor que te puede pasar en un viaje es que no te pase nada”, han escrito unos jipis en su furgoneta. Me acuerdo de Paul Morand, que decía de los jipis que eran unos budas sin curiosidad.

Esta noche las aguas del Ebro brillan como nunca. Me fumo un cigarrillo imaginario (no tengo fuego) en el puente de Piedra. Se nos ha muerto Labordeta, pero no se ha ido. Y si se ha ido, no tardará en volver. Volverá a su querida y odiada gusanera, y en esa acera de sombra por la que caminamos los vivos y deambulan los muertos nuestros pasos se cruzaran de nuevo, a cualquier hora, cualquier día de estos.

Varias generaciones descubrieron la muerte asistiendo, con los corazones encogidos, al asesinato a tiros de la madre de Bambi, así como a muchos otros niños la primera noticia de la muerte y su brutal impacto les ha llegado a través de otra película de dibujos animados, El rey león, en la que el asesinado es el padre del protagonista.  La muerte no admite mojigaterías ni siquiera en los relatos infantiles salidos de la factoría Disney. Fue sin embargo en una serie de televisión donde descubrimos la muerte unos cuantos españolitos. No puedo contener una risa nerviosa cuando vuelvo a oír aquellos gritos de Pancho, repetidos por el eco angustiante de la memoria: “¡Chanquete ha muerto! ¡Chanquete ha muerto!”.

Ninguno de los cuatro hemos heredado de nuestro padre su habilidad con las herramientas, la destreza y la paciencia con las que arregla cualquier avería. No nos ha enseñado, pero tampoco hemos querido aprender. También es verdad –pienso en mi descargo- que la sociedad ha cambiado y ahora todo lo que se rompe, se tira. Como si las reparaciones fueran una pérdida de tiempo.

Dice Proust algo muy cierto, poéticamente cierto, a propósito de Chardin y sus naturalezas muertas. Que las cosas, los objetos, no son hermosos en sí mismos. Es la luz que los envuelve, la luz que les da la vida, la que los embellece.

Hemos tomado pacíficamente la Aljafería en cuanto se ha cerrado la capilla ardiente. Había pocas banderas, de lo cual me he alegrado: él luchó por la libertad sin banderías. La mitad estábamos conteniendo las lágrimas y la otra mitad llorando. Los silencios y los sollozos han precedido al estallido de los vítores. Las sombras de la multitud, con los brazos alzados, temblaban agigantadas en los muros del palacio mientras sonaban sus canciones, coreadas por una multitud de gargantas rotas. Faltaba la voz cantante. Su vozarrón, que ya nunca oiremos en directo. Nos queda su palabra. Nos deja su ejemplo.

Me encanta esa hora última de la tarde en la que el cielo empieza a oscurecerse y se encienden todas las luces de la ciudad. Era la hora de volver al pueblo, hechas las gestiones, las visitas médicas y las compras que habían llevado a mis padres a Zgz, y a mis hermanos y a mí con ellos. Es con aquella mirada pueblerina como sigo contemplando la ciudad, rindiéndome cada noche ante su hechizo eléctrico. No echo de menos el pueblo, tan oscuro bajo la bóveda celeste, y sus cuatro farolas con sus cuatro gatos.

Después de muchos meses sin poder pegar ojo, cuando decidí que no aguantaba más, que me largaba, y nos instalamos, mis libros y yo, en el piso de mi hermano, volví a conciliar el sueño con la facilidad y la felicidad con las que lo he conciliado siempre, para envidia de mis amigos insomnes. Durante el día lo pasaba fatal, pero era meterme en la cama, cerrar los ojos y empezar a roncar, lo que únicamente podía significar una cosa: que había elegido la opción correcta, aunque entonces me costara creerlo. Se lo he contado a Antonio, que se divorció a comienzos de verano, y a él le sucedió lo mismo. Al día siguiente del día en que verbalizó su divorcio pudo por fin volver a dormir la siesta como un bendito.

Lo ha dicho mi madre, que sabe de lo que habla: “A las parejas que se mueren, las mata el aburrimiento”.

Si para castigar a alguien tienes que castigarte a ti mismo, qué estupidez.