“Abraham siguió estando con Yavé. Se le acercó y le dijo:

¿Pero vas a exterminar juntamente al justo con el malvado?”

(Génesis, 18, 23)

 

“Aún hay sol en las bardas”

(Cervantes, Quijote, II Parte, Cap. III)

 

“A story is the highest mark,

for the world is a story and every part of it,

and there is nothing that can touch the world

or any part of it

that is not a story.”

(G. K. Chesterton, Cuadernos)

 

 

1

 

La vida y otros encuentros

I

 

         Es improbable que mi padre y yo nos paseáramos en el barrio de Delicias por casualidad. Seguramente, aquel dia primaveral del año 75, dos años antes de su muerte, yo le había llevado en un taxi, para oírle contar recuerdos de mi arribada a este mundo y de mi infancia. Mi memoria más temprana arrancaba en la calle de Guillermo de Osma número 4, donde yo suponía que había nacido pero, no lejos de ella, al pasar por el Paseo de Delicias número 139, mi padre me señaló una casa de vecinos modesta, incolora y vieja y dijo: “En esta casa naciste tú”. La miré un momento y no sentí curiosidad alguna e imaginé que no se diferenciaría mucho de las casas madrileñas de corredores que describe Galdós. De todos modos, yo había salido por aquel portal en brazos de mi madre y hoy no acabo de entender tanta indiferencia ante aquel cobijo desconchado que me vio nacer, aunque esa casa, como es de esperar, no formara parte en absoluto de mis recuerdos. La mudanza a Guillermo de Osma debió ocurrir muy pronto y en esa calle pasé los tres o cuatro primeros años de mi vida.

         Desde el Hotel Regina, desde el emporio madrileño de la calle de Alcalá, donde mi padre trabajaba, hasta aquella casa de Guillermo de Osma, las viviendas se iban haciendo más bajas; los árboles, desenfilados y ralos, más frecuentes; los bares más sucios. Carros y, a veces, cabras y ovejas, acompañaban la perezosa marcha de los tranvías y, junto a las aceras, no era extraño encontrarse un gato muerto, tieso, el pelo brillante, la sonrisa roja y un ojo en desvarío. Los solares emanaban un vaho fétido al sol y se oía, de vez en cuando, enganchar vagones, o el resuello domado de un tren avanzando en vía muerta, o pitidos anémicos que parecían pregonar el hambre de los campos. Había puestos de sortijas y puestos de avellanas, de carteras y cintas, de llaves y altramuces y, en balcones y ventanucos oscuros, colgaban jaulas de canarios, colorines y grillos; el grillo preso plañía su carcelera sobre la lechuga y le contestaba el grillo libre del solar, acechado, entre las ortigas, por la boina ociosa de un viejo. Había plantas también, en latas de arenques y en tiestos; geranios, hortensias, claveles, albahaca, verbena. El sol salía para todos, caldeaba las panzas de los churumbeles desnudos y dejaba, al marcharse, una capa de polvo  que  parecía  descansar  por  las  noches del  azacaneo  transeúnte.  El que  usaba sombrero era un tratante en burros; el  que llevaba bastón estaba enfermo o era mayoral, pastor o reñidor; el que lucía corbata, alfiler de corbata y, a veces, camisa a rayas, era carterista.  

           Veo fotografías de mi padre y, en una de ellas, cuando llegó del pueblo a Madrid, aparece como un mozo alto, espigado y fuerte, con algo de gitano desafiante, y así fue siempre, un triunfador del pan de cada día, un hombre atrayente para las mujeres con el que los hombres se identificaban, un gran gozador de los goces de la vida, aunque fuera sumando kilos y señorío en su figura recia que, en los últimos retratos, le asemejan a un siciliano mafioso, con sus rasgos oscuros, su cachaba elegante y su sombrero viejo. Desde el pueblo toledano de donde llegó, cercano a Madrid, La Torre de Esteban Hambrán, fue tirando de todos sus hermanos: a unos, o a sus hijos, les buscaría trabajo, a otros les sacaba de apuros, a otro le puso una taberna. En el pueblo, habían tenido una fonda y su padre, el abuelo Valentín, luchó con los liberales en una de las tres guerras carlistas y escribió sus memorias de la contienda, que anduvieron en manos del hijo mayor, Amando, y se han perdido. En Madrid, el hermano o el tío Medardo fue una panacea para todos ellos en el largo proceso de encarrilar sus vidas en la Capital.

             Lo único que he sabido, por los parientes, de la casa donde vine al mundo, es que nací con una vena bastante acusada en el centro de la frente que se esfumaba en el entrecejo y mi padre, en mis primeros meses de limbo y lactancia, la tomaba a broma o como signo de fealdad y, cuando la familia o los amigos les visitaban para conocerme, trataba de paliar hasta cierto punto la desagradable sorpresa que iban a llevarse enseñándoles antes la foto de un simio que se había escapado de la Casa de Fieras del Retiro, foto que apareció en El Heraldo de Madrid. La vena desapareció pronto y sería, sin duda, beneficiosa y hasta profética. El Heraldo de Madrid, pertenecía a uno de los primeros “trusts” periodísticos que hubo en nuestro país, La Sociedad Editorial de España, dirigida por el gran periodista Miguel Moya y era, por supuesto, de izquierdas o, como entonces lo tildaban, democrático, republicano o liberal. Era el periódico del pueblo jornalero o asalariado que sabía leer, o se paraba a escuchar al que sabía hacerlo,  y fue el primero y único diario que vi, durante años, en las sucesivas casas que habitamos y, en la tercera, frente a la Plaza de la Moncloa, donde mi madre murió,  yo me apliqué un día en solitario, por mi cuenta y riesgo, a copiar el rótulo de ese periódico. ¿Premonición? Tenía cuatro años y mi padre llevó en la cartera la tira de papel que yo había escrito en mayúsculas durante mucho tiempo.

 

II

 

         La que fue una casa marcadora para mí es la de Guillermo de Osma, donde, como ocurre donde no hay nada que robar, las puertas de las viviendas permanecían abiertas casi siempre y los vecinos no vacilaban en pedirse, con la promesa de devolverlos, una patata, una ramita de perejil o una o dos pesetas, si se había evaporado antes de tiempo la paga mensual. La asamblea de vecinas –y algún vecino- se reunía en primavera y verano a ambos lados del portal, con la fresca, auxiliada por dos o tres botijos. Supe allí, con inocencia y tranquilidad plenas, que mi madre no se encontraba bien y eso incrementó mi experiencia vital con las visitas del médico, de gente obsequiosa que preguntaba por la salud o iba a ofrecer ayuda, de los amigos de mi padre y, sobre todo, de mis primas hermanas, Isabel –que había sido mi madrina-, Manolita  y Tomasa, la primera, menuda y casada ya, y las otras algo más vistosas, casaderas e inquietas. Las tres eran hijas de una de las hermanas de mi padre, María, casada con un buen hombre del pueblo, Alejandro, que actuó en su vida casi exclusivamente de garañón. Mis primas, ruidosas, entraban y salían, ayudaban a mi madre, adoraban a su atractivo y próvido tío Medardo y, entre estrujones y besos en serial me llevaban con ellas a hacer recados o a cualquiera de las infinitas verbenas nocturnas del Madrid de entonces y, en una, me perdieron y volvieron a encontrarme, pero no en el templo, sino encaramado a los hombros de un verbenero alto y bondadoso que, a grandes voces, pregonó mi pérdida.

         Creo que la portera, su sobrina y no pocas vecinas cuidaban más o menos de mí o eran conscientes de mi presencia o ausencia. Parece que era un niño observador y tranquilo que, sin demasiada frecuencia, ensartaba alguna pregunta o respuesta  original o que ellos no esperaban.

         Una tarde larga que empezaba a declinar en sombras, una mujercita joven, casi adolescente, que tenía a su cargo ese dia las llaves del sótano donde habitaba la portera, me meneó cariñosa en su regazo y, luego, me tentó a aceptar una bolita de cera. Bajé de su mano las escaleras al sótano, me metió, sin encender la luz, en un cuarto estrecho con un ventanuco alto a ras de la acera, me bajó los pantaloncillos, se quitó las bragas y las colgó en una percha, se echó boca arriba en una cama turca, me colocó encima de su cuerpo y maniobró conmigo todo el tiempo que quiso reteniéndome con besos y halagos. Como su humedad de entrepierna debería sentirse huérfana de la otra varonil, me instó apresurada, apremiante, a que orinara en ella, cosa que no recuerdo haber hecho. Luego me peinó, me compuso la ropa y, en la cocina, rompió un pedazo de vela, lo calentó, hizo con él una bola amarillenta con vetas oscuras y me dejó que subiera solo al piso de mis padres. Debía de ser ya muy tarde, porque la escalera estaba totalmente encendida y había muy pocos vecinos en el portal.

         Hubo revuelo otro día en el barrio, muy temprano, porque apareció un hombre ahorcado con su correa en lo alto del olmo que había en la esquina con Delicias; tenía un palmo de lengua fuera y se le habían caído los pantalones de pana. Tardaron horas en los trámites antes de descolgarle y lo que más parecía intrigar a la gente era cómo aquel pobre diablo había conseguido trepar hasta una rama tan alta, si es que sería farolero y algún irresponsable se  había llevado la escalera al pasar. Contó algún vecino después que era de Santa Olalla y que, el día antes, había matado a palos a su mujer o algo así. Parecía  esmirriado y hambriento.

         La sorpresa feliz de esos años fue un viaje que hicimos a Úbeda, donde me esperaba la atención y el cariño de dos mundos contrarios. Por un lado, mi abuela Carmen, la madre de mi madre, que vivía entonces con una de sus hijas y su marido y los nietos, en un caserón del Callejón de Ventaja. En el portalón de madera  resquebrajada, claveteado y antiguo, me hicieron una foto de presentación o fiesta, con calcetines, sandalias y pololos blancos, en la que predominan mis ojos azules bien abiertos y una frente con relieves que hubieran dejado pleno de esperanza a cualquier frenólogo. Serio siempre, tranquilo y, cuando había que expresar contento con caballos de cartón de fotográfo ambulante, la sonrisa se entreveía más en los ojos que en los labios. Mi abuela y mis tíos eran andaluces pobres, los más sabios de España, los más inteligentes y comedidos, los que sabían hacer a un niño feliz con un solo beso, con una historia de animales de corral o de glorias taurinas, con un montoncillo de avellanas, o una caricia, o una frase oportuna y original que se haría inolvidable.

          Mi abuela Carmen, airosa, espigada, tenía buena estatura y debía de haber sido muy atractiva, con los ojillos pillados ligeramente alegres, la piel suave, pese a haber parido cinco hijos y a los sufrimientos y el paso de los años, y tenía una sonrisa perenne que denotaba el gusto por mirar. De las tres o cuatro faldas que llevaba, extraía de la más recóndita una moneda cobriza, la eterna perra gorda, de diez céntimos, y la ponía secretamente en mi mano, sonriendo, siempre que nos marchábamos de su casa. Hacía años que era viuda y al abuelo José no le conocí nunca, ni siquiera en retrato pero, a lo largo de los años, he escuchado alguna historia sobre él con gusto. Era de la familia de los “Percheras”, gente que se dedicaba, como él, a colocar en las ramas de los olivos lazos –perchas– de crines de cola de caballo para cazar zorzales, un pájaro de carne muy apreciada entonces parecido al tordo, con querencia a un tipo de aceituna llamada, por él, zorzaleña. Vendía zorzales y, a veces, le llamaban de los cortijos para aliviar las plagas de conejos. Atendió a su familia lo mejor que pudo y, cuando se olvidaba, atendía también a su afición al vino y, sólo una vez, por una pendencia etílica, la autoridad que deambulaba por allí, un alguacil, le hizo pasar la noche en la prisión del Ayuntamiento, una celda conocida con los nombres de la casilla o la perrera. Avergonzadas al saberlo, la abuela y sus hijas tramaron, a toda prisa, un escarmiento que le hiciera abandonar el vino por una temporada, si no para siempre. Se pusieron de acuerdo con una vecina de la calle y llevaron entre todas a la casa de ésta los cuatro muebles y los cuatro trastos que tenían en la suya, la dejaron semidesierta y cerraron la puerta con llave. Cuando, al día siguiente, pasado el mediodía, llegó a su casa el abuelo  después de haber pasado la noche en chirona,  abrió la puerta y la encontró medio vacía y sin nadie. Se recostó en un tabique y se echó a llorar.

         Tuvieron cinco hijos, Ana, Agustina, Manuela –mi madre–, Pepa y Juan. Juan era una variante muy cercana a su padre; fue recovero: vendía con buen arte huevos, gallinas, pavos y, para aliviarse de la recova –palabra que cada día frecuenta menos los diccionarios–, se alumbraba con vino peleón, que en eso no era exigente. Era un hombre bueno, que recibió, en una reyerta tonta de taberna, doce puñaladas en el cuello, le llevaron muriéndose a un hospital y allí le salvaron. Luego, no sé por qué –pero no sería por nada malo–, estuvo dos años en la cárcel, se colocó allí de cocinero y, cuando salió, todo el mundo se hacía lenguas de lo guapo que estaba, de lo bien que le había sentado la estancia, que salía de la cárcel hecho un marqués. Estuvo una vez en Madrid, en casa, tampoco sé a qué, y llenó todo el suelo de colillas. Mi padre recordaba que yo, que tenía tres años, y que, evidentemente, era ya madrileño, cogí uno de los ceniceros que había y se lo puse delante. Murió poco después de cumplir los cuarenta, sin enfermedad conocida, de repente, dejando por el mundo hijos e hijas y una mujer que la familia nunca conoció. A su modo, disfrutó mucho de la vida; he conocido a poca gente que sonriera más y mejor. La sonrisa del Duque de Edimburgo me recuerda, a veces, a la de mi tío el recovero.

         Ana, la más guapa de las cuatro hermanas, se había casado con un mercero, que iba en burro de casa en casa ofreciendo su mercancía y era un hombrecillo rubio, incoloro, inodoro e insípido. No sé si de soltera o ya casada, un guardia civil se enamoró de ella y, otro que la rondaba, le mató a tiros. Murió joven, como su hermano Juan, y yo la conocí ya enferma, casi siempre en cama. Fue también a Madrid, a nuestra casa, a que la vieran los médicos, y recuerdo el estupor y la admiración que me produjo que escupiera en el suelo del piso tranquilamente cada vez que sentía necesidad de hacerlo. No trato de disculparla, ¿por qué?, pero en aquella época escupir era un rito nacional, a veces furtivo, a veces solemne. El país estaba lleno de escupideras –que usaban los ricos–, y de letreritos prohibiendo escupir que no leían los pobres. En el despacho de cualquier ministro podía faltar la mesa, pero la escupidera, nunca. Mi tía Ana vivía –honradamente, creo–, en un barrio de mala nota, que yo visitaría de muchacho algunas veces: El Egío, es decir, El Egido, y trataba con prostitutas igual que otras señoras tratan con monjas. Pisar el barrio aquel –donde, a veces, a las horas de calor, se oían ejercicios de guitarra en un patio; donde, a veces, a la sombra de una puerta se veía casi desnudo el pecho de una muchacha–, era sentir, borrosamente, las glorias del infierno. Muchachas decentes, que algunos desearían más que a su esposa, pero que habían sido “desgraciadas por el novio”, o por el señorito de la casa donde servían en cualquier pueblo vecino, y la sociedad rural las relegaba al prostíbulo por  descuidar su “honra”.

         La más esmirriadilla de las hermanas era Agustina, una criatura algo pasmada siempre y en estado de gracia que cosía muy bien y mantuvo con tanto heroísmo a sus cuatro hijos como su marido, José María, un gran carpintero al que no le faltaba trabajo en las mejores casas, por persona decente y por hacer bien las cosas, aunque le pagaran poco y mal, como a tantos trabajadores en Úbeda y en el resto de España. Mi tía Agustina, cuando no se acordaba de algo –y su cabeza no estaba en condiciones de recordar mucho–, lo expresaba lo mismo que Cervantes: “Nada, que no quiero acordarme...” Y hablaba de “estar a pique de...”, del lebrillo y la compaña. Me encantaba oirla.

         Al otro mundo opuesto o contrario a éste, pasé por la misma puerta del amor –la única siempre abierta- por la que había pasado al mundo de los pobres.

         Desde los quince años, mi madre había sido doncella –es decir, criada con cabeza, criada distinguida- de una auténtica señora de Úbeda: Doña Dolores Vázquez Briz, conocida por la familia y sus amistades como “tía Lola”. De ser “tía universal” se gloriaba ella. Su casa, alrededor de dos patios, que hacía esquina con la calle Minas y la calle de la Victoria y se extendía considerablemente en ambas calles, estaba diseñada, a medias, para vivienda y casa de labranza. Desde los quince años, esa fue la casa de mi madre, su escuela y su universidad hasta el día de su boda. Allí lo aprendió todo –o casi todo– y, desde allí, disfrutó con su señora de largos viajes veraniegos a Madrid, San Sebastián, Biarritz o París. En el Hotel Regina, doña Lola se hospedaba siempre en la habitación 33 y, en ese hotel madrileño, conoció mi madre al apuesto conserje, con uniforme casi de mariscal, que fue mi padre.

         Doña Lola provenía de una familia manchega, de San Clemente, y desde niña debieron enseñarle que, donde no hay buenos señores, no hay buenos criados y que la señora de una gran casa tiene que saberlo todo, desde cocinar hasta lo que exigen las distintas estaciones del año, las categorías de las visitas y su manera de servirlas, organizar fiestas, despachar cuentas semanales con el administrador, las matanzas, el orden de las ropas, los zafarranchos y la limpieza en general de las habitaciones de invierno y de verano y que cada cosa se mantuviese inalterable en su sitio. La señora se comportaba con seriedad y cierta gracia, se hacía las joyas a su gusto en Madrid, se vestía en Balenciaga, tenía dos cortijos y un molino de aceite, dos coches, doncella, peinadora, tres criadas, cocinera, chófer, administrador, mozo de cuadras, aperador y aguador y, con todo eso, andaba con mandil –no se decía delantal, sino mandil–, por la cocina, haciendo y enseñando. Se había casado con un señorito rico, ya algo mayor, Antonio Díaz, que, a última hora, decidió compensarle con un cortijo por el capital de ella que había perdido él jugando. Tuvieron una hija, que murió a los tres años y su muerte causó trastornos psicológicos a la madre, que fueron desapareciendo con el tiempo. El marido, reafirmó su fama de calavera marchándose de Úbeda sin previo aviso durante varios días tras los pasos de “La Fornarina” (no la de Rafael), la célebre y bellísima canzonetista Consuelo Bello, hija de de un guardia civil y de una lavandera. Volvió de la costosa aventura, quizá sin consumarla, y se justificó diciendo que había estado ocupado en las faenas del cortijo. Murió relativamente pronto y ella se quedó, todavía joven, con dos buenas fincas, La Minilla, heredada de sus padres, y Nava, que perteneció al marido.

         En la foto de Lola Vázquez que miro ahora, tiene ojos jóvenes, de muchacha, y porte de señora. En ese retrato de estudio, podía estar entre los veinticinco y los treinta y cinco años, con suaves carnosidades que empezaban a ser rubensianas, pelo espeso y negro con guedejas sensuales que se rebelaban en la nuca y enmarcaban el rostro, labios amables prestos al humor, a la palabra, al beso necesario, y también al silencio, y ojos penetrantes, comprensivos, humanos, muy humanos. Podía haber sido una dama joven nacida en el Caribe, envuelta hasta el cuello en blusa de encaje y muselinas y acostumbrada al trato piadoso con mulatos y negros y, para hacer válida la comparación, les faltaba muy poco entonces para ser eso a los andaluces pobres. Sin embargo, mi madre, aun trabajando, debió de ser bastante feliz en aquella casa; parece evidente que encontró allí consideración y cariño y que su carácter manchego-andaluz, de Jaén, alegre y serio, cuadraba con los gustos de su ama. Un matrimonio inglés, en un balneario de Córdoba, viéndola graciosa, inteligente y dispuesta, quiso llevársela a Inglaterra e, incluso, darle estudios. “¿Qué porvenir tienes aquí, en esta jaula?”, le preguntó la inglesa, y mi madre contestó: “Esta es una jaula de oro, señora.” Lola Vázquez y ella tuvieron una trifulca seria sólo una vez y, cuando mi madre había hecho la maleta para marcharse de la casa y fue a despedirse de la señora, se miraron las dos, se les saltaron las lágrimas y se abrazaron.

         Aquella casa, como la de mi abuela o, más tarde, la de mis tíos Agustina y José María, en la calle del Trillo, fue mía por largas temporadas, desde que nací hasta pasadas más de dos décadas y, en ambas casas, me sentí honrado y feliz. Mientras vivió mi abuela en el Callejón de Ventaja y luego, con mis tíos, en la calle del Trillo, un criado me llevaba a última hora de la tarde a dormir allí y me recogía a la mañana siguiente para pasar el resto del día en la otra casa. Lola Vázquez no era mujer fácil ni efusiva, pero el hondo afecto encerrado en ella se transparentaba en una atención sensible, sentido de la responsabilidad y un amor evidente, aristocrático, a la parla del pueblo, que ella adobaba luego en anécdotas contadas con sobriedad y gracia, sin que faltara algo de malicia y de ternura en ellas. Manolilla –como llamaba a mi madre– se había casado y había tenido un hijo y, ese hijo, se convertiría en su único nieto hasta el día de su muerte. Ella, que lo tenía todo, rebosaba en deseos de una criatura y yo también  iba a necesitarla a ella a los cinco años.

         En aquel pueblo, en aquellas casas, la hucha de mi vocabulario se iba enriqueciendo, palabra a palabra: cortijo, garrota, artesa, bardas, altramuz, crujía, jaraíz, chinero, alacena, dompedro, granero, murciélago, aguador, espliego o alhucema, poyo, fuente de taza, arreos, galería, romero, esparto, tábano, vencejo, tórtola, colorín (jilguero), reja, cochera, cuadra, muralla, arrezú (paloluz), feria, era, trillo, alberca, tejeringo, olivo y tantas otras que comenzaron a salir de mis labios como agua de bautismo fecunda y fresca.

         En esa ocasión temprana de mi vida, volvimos a Madrid con la hermana pequeña de mi madre, Pepa, a la que Lola Vázquez había colocado en su casa al marcharse mi madre. Viajó con nosotros para echarle una mano a su hermana, que no se encontraba bien y estaba en su segundo embarazo. Mi tía Pepa era poco más que una adolescente, chatilla, con un cuerpo mediano bien hecho y algo inclinada a la rebeldía y a estar de morros. Con mi padre rebosante de salud y mi madre enferma, fue meter en nuestra casa de Madrid carne propicia a la búsqueda del beso furtivo y a la golosina del tacto.

 

III

 

         Hubo en casa, al volver, dos acontecimientos simultáneos, el nacimiento de mi hermano Jesús y el incendio del Teatro Novedades, cercano a nuestro barrio, la tarde misma en que mi prima Isabel había decidido que, ella y yo, íbamos a ver La tabernera del puerto. Una interferencia fortuíta, o un cambio de planes a última hora, de los infinitos cambios de planes que ocurrían a diario, hizo que no fuéramos al teatro, aunque nuestra ausencia, creyendo que estábamos allí, mantuvo en vilo y angustia a toda la familia durante muchas horas.

         La tragedia, con más de sesenta muertos, tuvo su lado grotesco: al descubrir el fuego, la orquesta del teatro tocó un brioso pasodoble; los muertos se iban cubriendo con mantas y, con un imperdible, prendían un papel en cada manta que sólo ponía “Novedades”; con tantas víctimas como hubo, se salvaron, en un cajón, los papeles de los empresarios y un montón de zarzuelas que estaban allí aguardando su lectura o su estreno, y no menos grotescas fueron las visitas obligadas de las “chisteras” políticas o los héroes de los entorchados, el ministro de Gracia y Justicia, el gobernador militar, Martínez Anido, y Primo de Rivera (el Rey andaba de viaje), seguidos por comparsas y personajillos que esperaban crecer sobre los cadáveres como los hongos. Me salvé aquel dia de la chamusquina y también se salvó de ella –como he sabido veinte años más tarde- el gran poeta de la posguerra, Blas de Otero pero, como es de suponer, las mujeres tertulianas del portal de mi casa, gozaron interminablemente, en sus sillas de anea, imaginando con lamentaciones y horripilantes detalles y consecuencias, lo que hubiera pasado si me hubiera ocurrido lo que no me ocurrió. La luz de luna y la noche, les acercaba aún más a la tragedia.

         Mi hermanillo nació, pese a la recomendación de los médicos a mi madre de evitar embarazos, con todos los rasgos de un ángel; no había en él venas que llamaran la atención, sino belleza y perfección admirables. Aunque recién llegado, parecía ver el mundo con indiferencia, como si ya lo conociera o no le interesara. Así y todo, las primas se entusiasmaron con él y le hicieron participar en la orgía vital del mundo que nos rodeaba, tratándole como a un objeto de sus emociones, como a un muñeco que la cigüeña hubiera traído de París para calibrar la hondura de sus instintos maternales. A los cinco meses, el pobrecito murió, casi sin molestar y sin haber llorado, y se le borró esa sonrisa sabia, o lo que fuera, que dibujaban sus labios. Sesenta y siete años más tarde, yo le recordé así en un texto breve que lleva por título su nombre:

         “Mi madre tuvo un niño llamado Jesús, como la Virgen María. No era vírgen, ni mi abuela Carmen la concibió inmaculada, ni los ángeles la llevaron al cielo en cuerpo y alma; unos amigos de mi padre cargaron con su cuerpo en el ataúd y la enterraron, aunque yo no lo vi. Podía haber sido virgen de retrato, pero su estampa de gitanilla andaluza, sin caracolillos en el pelo, sin malicia en la cara, no se pudo cruzar con Murillo, ni siendo chiquilla ni después, de madona, con guedejas morenas de mujer hecha, poco antes de morir.

         El niño Jesús fue cinco meses mi hermano y nos abandonó para ser ángel. Dejó en el mundo fama de facciones perfectas; la cara de mi padre –según decían-, pero sin el torrente de vida que había en mi padre; un parecido en mazapán o cera. O también un nazarenito, y quizá la elección del nombre tuviera que ver con alguna promesa de mi madre a Jesús de Medinaceli. Su sonrisa era aristocrática y suave y el mundo en que nació le debió parecer demasiado ruidoso y sin norma para habitarlo. Jesús era frutilla de paraíso y allá se fue.

         Sin embargo, no creo que viniera a dejar fama de guapo. Es demasiado estúpido. Mi madre se sentía enferma en su embarazo y se llamaba Manuela. Según los libros, Manuel, Emmanuel, quiere decir ‘Dios con nosotros’ y es el nombre profético que dio Isaías al Verbo encarnado y, según los libros, Jesús, el Verbo encarnado, significa ‘Dios ayuda o Salvador’. Mi madre querría hacer más real su nombre y meter en casa la ayuda de Dios, al Salvador, a Dios con nosotros. Jesús no tendría un pesebre por cuna, pero habitaría una casa humilde, aunque llena de luz.

         Entre el nacimiento de Jesús y la muerte de mi madre debieron pasar dos años, pero él nos dejó enseguida y me pregunto si el ataúd pequeño hizo más llevadero a mi madre el ataúd grande y si aquel angelito le abrió un camino donde no los vemos y la estaba esperando en alguna puerta para seguir creciendo a su lado, al lado de su madre, todos estos años en que yo lo he hecho solo. La aparición del niño Jesús en casa tuvo algo único que no era sólo el nacimiento de un niño. Recuerdo la flor cansada de su piel, el negro en orden de su pelo. ¿Cómo puedo recordar algo de él todavía?

         Me doy cuenta de que yo he sido siempre el hermano de Jesús, un ser borroso que sabe que Jesús ha existido.”

 

(Fragmento del libro de Medardo Fraile El cuento de siempre acabar. Autobiografía y memorias que fue editado por Pre-Textos)