Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es un escritor extraño, por no decir insólito. Su obra, aquilatada por el humor y un sentido de la realidad que no excluye jamás los espejismos, arranca de una tradición imposible en la que se mezclan Salvador Dalí, Ramón Gómez de la Serna, Buñuel, Gombrowicz, Pessoa y Rafael Dieste. Sin necesidad de remontarnos a sus primeros libros de textura y aventura vanguardista, debemos evocar algunos títulos de un puro malabarista, de un orfebre de la imaginación cuyo corazón rebosa una erudición imperceptible y la enfermedad incurable de la lectura. Así, sojuzgó a escritores tan personales como Álvaro Mutis o Bioy Casares con su Historia portátil de la literatura abreviada, y logró una maestría diáfana y preciosista en sus dos últimos libros de relatos: Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos. Ambos venían a ser dos modelos de novelas disgregadas, libres, cuya unidad de acción venía dada por una idea moral del destino y de la libertad, y por la acumulación de caracteres comunes de los personajes.

Su última entrega es propiamente una novela: Lejos de Veracruz (Barcelona, Anagrama, 1995) donde el autor -fiel a su modo de recrear los viajes y sus propias experiencias- narra la concesión de un premio literario que otorga una revista femenina en Teruel a uno de los protagonistas, Antonio Tenorio (suplantado para la ocasión por su hermano Enrique, el manco Enrique, que siempre aborreció la literatura y la arrogancia del arte). Ese pretexto permite al autor catalán no sólo revivir una de sus estancias en la ciudad mudéjar o recordar al padre Polanco, sino enfrentarse con sagacidad y burla a la feria de las vanidades del universo de las letras. Este episodio es una excursión afectuosa y sentimental en una novela impresionante en su vastedad, en su ambición, en su intensidad lírica. Algo así como un guiño distanciador. Podríamos decir que Lejos de Veracruz es un compendio de la producción anterior de Vila-Matas y a la vez un pantano cuyas olas se expanden con una fuerza voraginosa y embrujada. El escritor no renuncia del todo a su pasado, a su trayectoria si se quiere experimental, afectada de literatura y de prodigios, de juegos y citas clandestinas, pero en esta obra hay otra sedimentación, una madurez narrativa incuestionable, el impulso de una escritura muy sólida y elaborada. Los sentimientos bullen con energía, con rabiosa sinceridad. Aquí reaparece la meditación sobre el destino del artista, reaparecen los lugares legendarios que se alzan y se esfuman en medio de boleros desesperados y de olores a mezcal y tequila, como Veracruz, Jalisco o el París de Baudelaire, pero también la pasión, la tragedia, la paradoja, la referencia a otros libros (Pedro Páramo y Bajo el volcán, las novelas de Sergio Pitol, entre otros) y una atmósfera de fatalidad.

El libro se centra en la historia de los hermanos Tenorio: Antonio, escritor e impostor de travesías que acabará arrojándose al vacío mientras redacta un libro titulado simbólicamente El descenso; Máximo, el artista genial y huraño que renuncia a todo por la sensualidad devoradora de una mujer. Poco a poco, el tercer hermano -que había repudiado los aspectos más grotescos de la creación- se verá en la necesidad íntima de contar los avatares de su saga y en convertirse en escritor. Pero antes, como sus hermanos, habrá orillado el desenfreno, el fracaso, el amor romántico, el amor ardiente y tal vez infame, primero con ese relámpago de brillo fugaz que es Carmen (Vila-Matas, al relatar esa celebración de la ternura, incorpora una novela minúscula, un oasis de voluptuosidad a su relato) y luego con ese torbellino oscuro y malicioso que es Rosita Boom Boom Moreno. Al final, la moraleja es evidente: los tres Tenorios -que nos harán recordar a estirpes de escritores como los Goytisolo o los Panero- han perdido en la travesía del arte y de la vida.

Vila-Matas cuenta la existencia de los Tenorio sin apenas caídas: emplea el hilo del tiempo a su antojo y arma su ficción siempre con un castellano brillante que explora en muchos instantes los sonidos de la poesía, el virtuosismo, la reiteración más expresiva, el desplazamiento sutil de los epítetos. La acción se registra en el dietario de los tres tucanes donde se recuerdan la severidad del padre, la autodestrucción a la que se entregan los tres integrantes de la saga, el desenfreno, las rarezas, el abrupto descenso al infierno. El escritor catalán, con Lejos de Veracruz, ha construido su mejor libro, una narración turbadora recorrida desde las primeras páginas por los céfiros ardientes y acariciadores de la nostalgia acérrima: “La nostalgia de un lugar enriquce siempre que se conserve como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte”.