El día se hace lento en las acacias, impregna de quietud este paréntesis donde soy uno y nada con la sombra, abrazo que se ovilla en negación. Me descubro sin palabras para ti. Inscrito en formas fijas que ondean con madura luz ante mis ojos, el presente me aparta de mi vida, convierte en extrañeza lo que siento. Practico un ejercicio de distancias. Oír pasar los coches, ver el cielo entre nubes que acuerdan parpadeos, como si lo irreal de su insistencia hiciera dilatarse el tiempo. Todo sucede lejos pero en mí, llevado por los ritmos de una hipnosis. Soy su reflejo, el eco que perdura en la sangre y arrastra en aluvión sus tercas impurezas. Todo se vierte en mí, todo fluye y fermenta hasta la opacidad. Carezco de palabras dignas de tu paciencia. Revuelan en mi boca como aves aturdidas, inquietas por la inmediatez de un cielo demasiado cargado. El gris del horizonte no presagia tormenta, sólo el turbio quejido de la inmovilidad. ¿Sabrás sobreponerte a su llamada, o insistirás en tu deriva como un barco fantasma? De espaldas a la tarde, miro la estantería, su abanico de objetos sordomudos, la fiel precariedad de la materia y su temblor sin asideros. Hay fotos enmarcadas y tallas de madera, y postales vulgares que alumbran, por contraste, la masa oscura de los libros, igual que maniquíes en un escaparate. Su estar ahí me reta, me deja en la evidencia de ser tan sólo aliento, impulsos arbitrarios como el cielo, un hábito de sangre. Crisol de soledades, el presente me expulsa de sí tras engendrarme, y a tientas palpo el suelo de la interrogación. No sé con qué palabras alcanzarte. Soy el lugar donde la vida me reduce.